domingo, 26 de febrero de 2012

Aceptar para servir

M. Chagall, Aparición de la familia del artista (1947)
Museo nacional de arte moderno, París



Si hay un presupuesto previo para el crecimiento de la vida moral, es decir, la madurez en los valores, es la aceptación de la realidad, de uno mismo, de las personas que nos rodean, del tiempo en que vivimos. Así lo explica Romano Guardini.

     Esto no equivale a “dejarse llevar”. Al contrario, hay que trabajar en la realidad y si es preciso luchar por ella, para transformarla, para mejorarla en lo que dependa de nosotros, aunque sólo sea “un granito de arena”. Esto no puede hacerlo el animal, porque en él hay un acuerdo instintivo consigo mismo; no posee la dinámica propia del espíritu humano, entre lo que somos y lo que queremos ser, tensión que es buena siempre que nos mantenga en la realidad y no nos haga refugiarnos en fantasías.


Aceptación de sí mismo

     Se puede comenzar por la aceptación de uno mismo: circunstancias, carácter, temperamento, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. No hay que dar por supuesta esta aceptación, pues con frecuencia uno “no” se acepta: hay hastío, protesta, evasión por medio de la imaginación, disfraces y máscaras de lo que somos, no sólo ante los demás sino ante uno mismo. Y esto no es bueno, aunque esconde un deseo de crecer que pertenece a la sabiduría. Así sintetiza Guardini la aceptación de sí mismo: “Puedo y debo trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo, he de decir ‘sí’ a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico”.

     Esta aceptación adquiere diversas formas, según cada uno. El que tiene por naturaleza un sentido práctico, debe aprovecharlo, consciente de que probablemente no va sobrado de imaginación y creatividad; mientras que el artista debe sufrir temporadas de vacío y desánimo. Quien es muy sensible ve más, pero también sufre más; pero el que tiene un ánimo frío y no le afecta nada, desconoce grandes aspectos de la existencia humana. Cada uno debe aceptar lo que tiene, purificarlo para servir con ello a los demás, y luchar por lo que no tiene, contando también con los otros.

     En la práctica esto no es fácil. Hay que empezar por llamar bueno a lo bueno, malo a lo malo; sin molestarse cuando algo sale mal o a uno le corrigen. Sólo reconociendo mis propios defectos, que voy conociendo poco a poco, tengo la base real para mi superación.



Aceptación de la propia vida

     En segundo lugar, cabe hablar de aceptar la situación vital, la etapa de la vida en la que estoy y la época histórica en la que vivo, procurando conocerlas y mejorarlas. No es bueno escapar hacia el pasado o hacia el futuro, sin valorar lo presente.

     Aquí entra la aceptación del destino, que no es azar, sino resultado de la conexión de elementos interiores y exteriores, algunos de los cuales dependen de nosotros. Primero, de nuestras disposiciones, carácter, naturaleza, etc. (de nuevo: aceptarse a sí mismo). Pero además, de nuestra libertad vivida en el día a día, también en lo pequeño que dejamos o no dejamos pasar.

     Aceptarse a sí mismo o al destino puede hacerse difícil cuando viene el dolor o el sufrimiento. Sin limitarse a evitarlo, cosa que hay que hacer como es lógico en lo posible, hay que intentar comprender el sufrimiento, aprender de él.

     Es importante aceptar la propia vida y aceptarla como recibida; recibida de los padres, de la situación histórica y de los antepasados, pero también, cabe pensar con sabiduría, de Dios.


Aceptarse para darse

     Ha señalado Benedicto XVI: “El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida”. Y añade: “Es en la familia donde el hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás” (Discurso en un Encuentro del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, 13-V-2011).

     Según el cristianismo, Dios tiene experiencia de nuestros problemas, pues ha tomado carne en Jesucristo, que se hizo vulnerable hasta el extremo, y con plena libertad. En Dios, sigue observando Guardini, no hay falta de sentido, Él “es” sentido, y un sentido que no es solamente racional sino a la vez amor. Por eso no debo confundir el que yo no capte hoy y ahora el sentido de mi situación, con el que esta situación tiene un sentido en el conjunto de mi vida, que yo debo descubrir y aprovechar con confianza.

     La aceptación se acompaña de la sencillez y de la rectitud de las intenciones, y también de la bondad. La bondad significa prescindir de uno mismo, concederle a otros lo que son, aunque me falta a mí, y disfrutar con ello. También implica capacidad para comprender una situación y ayudar de hecho (no cruzarse de brazos por comodidad o miedo a quedar mal o equivocarse). No hay que confundir la bondad con sus apariencias, o con engañarse a sí mismo, pensando que uno es bueno o presumiendo de bueno.

     Y la bondad requiere también de la sal del buen humor. No todo es serio en la vida (podría decirse que no es trágica, sino dramática). Señala Guardini: “Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en forma moral o pedagógica, a la larga no los aguanta”. Por eso, como Santo Tomás Moro, hay que ser capaz, o pedir la gracia de ser capaz, de captar las rarezas un poco cómicas que tienen las cosas humanas.

     El cristiano, concluye Guardini, sabe que Dios es la bondad por esencia. Nosotros somos los que estropeamos el mundo. Y respecto a lo que no depende de nosotros (como el sufrimiento de los inocentes), la bondad y la justicia de Dios no son como la nuestra, sino infinitas, y no podemos hacernos una idea de eso; permanece ante nosotros como un misterio, porque no somos Dios. Pero eso no nos hace dudar de que Dios es bueno. No sólo Dios sabe más, sino que su corazón es siempre más grande que el nuestro.




(publicado en www.analisisdigital.com, 23-II-2012)

lunes, 20 de febrero de 2012

Contra tibieza, responsabilidad




El mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma de 2012 no anda con rodeos. Se centra directamente “sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad”. Así sigue fiel al propósito trazado en su primera encíclica “Deus caritas est”.
      El mensaje tiene como lema un breve texto de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Y sobre el centro de la caridad, el Papa destaca sus tres aspectos: “la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal”.


Atención, responsabilidad por el otro

      Primero, la atención al otro, la responsabilidad para con el hermano. La carta a los Hebreos nos invita, dice Benedicto XVI, “a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse ajenos, indiferentes a la suerte de los hermanos”; sino “hacernos cargo del otro”; lo que quiere decir “atención al bien del otro y a todo su bien”.

      Y esto procede del mandamiento del amor: “El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios”; y esa responsabilidad nos atañe como personas y como cristianos.

      No es nada teórico ni puramente sentimental: “Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón”. El problema es que, según Pablo VI, actualmente “el mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos” (enc. Populorum progressio).

      El Papa actual nos pide –lleva pidiéndolo mucho tiempo– abrir los ojos a las necesidades del otro: “La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual”; no quedarnos en la “anestesia espiritual” que procede de un “corazón endurecido” y que “nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás” (cf. Lc 10, 30-32 y Lc 16, 19).

      Y se pregunta Benedicto XVI qué es lo que nos impide hoy esta mirada humana y amorosa hacia el hermano. Apunta dos causas: “Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás”. Por eso propone: “Nunca debemos ser incapaces de ‘tener misericordia’ para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre”. Así se comprende, continúa, que Jesús llame bienaventurados a los que lloran (Mt 5, 4), “es decir, quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás”.

      Además de preocuparnos por el sufrimiento y las necesidades materiales de los demás, también “el ‘fijarse’ en el hermano comprende la solicitud por su bien espiritual”. El Papa subraya algo que a su parecer ha caído en el olvido: “la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna”. Entiende que ese olvido equivale a una falta de “responsabilidad espiritual” para con los demás. Así se enseña en la Sagrada Escritura y se vivía entre los primeros cristianos, como también la Iglesia lo enumera entre las obras espirituales de misericordia: “corregir al que se equivoca”. Y aquí se reafirma claramente: “Frente al mal no hay que callar” por respeto humano o por simple comodidad. Hay que reprender por amor y misericordia, examinándose a la vez a sí mismo. Ayudar y dejarse ayudar es un gran servicio “en nuestro mundo impregnado de individualismo”.


Solidarios como personas y como cristianos

      Segundo punto. Ese fijarse en los demás se traduce en “el don de la reciprocidad”, que tiene su último fundamento en que pertenecemos a un mismo Cuerpo místico (la Iglesia). “Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación”.

      En consecuencia, observa el Papa, tanto en el bien como en el mal somos solidarios. “Tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social”. Todo cristiano debe, por eso, alegrarse con todos y pedir perdón por todos. Y “todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia”, concretamente a través de la limosna.


La santidad es el amor efectivo, no la tibieza


      Tercero y último, la carta a los Hebreos invita al “estímulo de la caridad y las buenas obras”, expresión que Benedicto XVI traduce en la “llamada universal a la santidad”. ¿Pero qué es la santidad? Un camino constante en la vida espiritual, que conduce a un amor efectivo cada vez mayor a Dios y a los demás.

      Lo contrario es la tibieza: “Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a ‘comerciar con los talentos’ que se nos han dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss)”. Atención a esa descripción de la tibieza, que aún se especifica más: “Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18)”.

      La tibieza es, pues, ese sofocar el Espíritu que produce ceguera y sordera para el bien material o espiritual de los demás. Con palabras de Juan Pablo II, Benedicto XVI nos propone, vencer la tibieza y “aspirar a un ‘alto grado de la vida cristiana’” (cf. Carta Novo millennio ineunte, n. 31). Sólo así podremos dar el testimonio de la caridad que nuestro mundo necesita, testimonio reflejado en el servicio y las buenas obras.

      El Apocalipsis dice que sería mejor ser frío o caliente, pero no tibio (cf. Ap. 3, 15 y 16). Ahora vemos claramente que a la tibieza se opone la responsabilidad del amor.



(publicado en www.cope.es, 20-II-2012)

martes, 14 de febrero de 2012

Sencillez y rectitud de las intenciones

(Acuarela de Pedro Barahona)


Un dicho de la antigua China dice: “Cuanto menos intenciones tenga alguien, más poderoso es”. Esto, según Guardini, no se refiere al objetivo que, lógicamente, debe tener toda acción. “Pero es algo diferente cuando quien actúa no se dirige simplemente a la otra persona ni al asunto, sino que se refiere a sí mismo, quiere cobrar valor, y busca ventajas”. Lo que, efectivamente, es muy común.


En las relaciones con las personas

      En las relaciones con las personas, lo ideal –continúa Guardini en su “Ética para nuestro tiempo”– sería dirigirnos a ellas con sencilla disponibilidad, sin buscar producir cierta impresión, ser envidiado, salir adelante. Pero, por el contrario –añade­–, cuántas veces se alaba para ser alabado, se sirve para ser servido; y con ello se toma al otro no por lo que es sino por lo que nos aporta.

      Y cuando nosotros vemos esto en otros, nos hace cautos, precavidos, recelosos. Impide la libre comunicación, que es condición para la autenticidad de las relaciones humanas.

      Naturalmente, observa este autor, dependemos de los demás en nuestras relaciones; así que no sólo es correcto sino necesario tratar de conseguir algo de ellas. Pero esto no debe estropear los encuentros entre las personas, donde la actitud no debe quedar determinada por otra finalidad u otra intención que estar con esa persona y centrarse en la conversación o en la diversión, o en lo que sea.

      “Sólo a partir de eso se hace posible lo grandioso humano: la auténtica amistad, el auténtico amor, la clara camaradería en el trabajo, la limpia ayuda en la necesidad”. Eso es lo que hace poderosa a la persona: servir con sencillez al otro, abandonando las propias defensas y abriéndose a lo que influye “desde” la personalidad, renunciando a someter la voluntad del otro.

      Por tanto, lo que importa más es “la autenticidad de la vida misma, de la verdad del pensamiento, de la limpieza de la voluntad de obrar, de la pureza de la disposición de ánimo”. Con otras palabras –diríamos por nuestra parte–, se trata de la rectitud de intención, y del rechazo a las “segundas intenciones”.


Rectitud de las intenciones en el trabajo

      Algo similar tendría que suceder en nuestra relación con el trabajo. Guardini pone el contraejemplo del estudiante que, con frecuencia sólo trabaja con vistas al examen. Claro que eso es su derecho, pero no puede determinarlo todo.

      Trabajar bien tiene que ver con la sencilla actitud de servir. Sirve, dice nuestro autor, quien “hace el trabajo que es importante en cada ocasión y en el momento. Está entregado a él interiormente, y lo hace tal como quiere ser hecho. Vive en él y con él, sin segundas intenciones ni miradas laterales”.

     Y esto, señala, es hoy una actitud que parece ir escaseando. “Las personas que hagan sus cosas en pura entrega, porque son valiosas, porque son bellas, parecen ser raras”. La acción suele desviarse por la intención del provecho o del éxito, y así se estropea. En cambio, servir a lo que hacemos es lo que nos libera y produce no sólo el mejor resultado de la obra, sino a la vez la alegría de una tarea creativa, que enriquece también interiormente.


Rechazar el "yo falso" y dejar crecer el "yo verdadero"

     Así, prosigue Guardini, se “abre el camino a la última autenticidad del hombre, esto es, el altruismo”. Consiste en rechazar el “falso yo” (el “para mí” omnipresente que busca disfrutar, implantar y dominar), y dejar que viva el yo verdadero, el que corresponde a la verdad de la persona. Este yo verdadero “no mira a sí mismo, pero está ahí. También se percibe, pero en la conciencia de una libertad, de una apertura, de una indestructibilidad, que vienen de dentro”.

      Es lo que los maestros de la vida interior llaman el desprendimiento: ser capaz de estar ahí “sin acentuarse”. Y así se puede llegar a ser poderoso sin esforzarse, a no tener codicia ni miedo, a irradiar. Es lo que consigue el santo: “En torno a él, las cosas entran en su verdad y su orden”.


Abrirse a Dios y a sus intenciones

      Por este camino se abre también la persona a lo esencial, a Dios. Y ella misma, al hacerse permeable a Dios, se convierte en puerta por la que “irrumpe en el mundo el poder de Dios, y puede establecer verdad, orden y paz”.

     Pero, se pregunta Guardini, ¿acaso Dios no tiene sus “intenciones”, sus planes con los que gobierna el mundo en lo que llamamos su “providencia” (su propia agenda, como se dice ahora)?

      Cierto, responde. Pero eso no tiene que ver con “intenciones” que transcurran al margen de lo auténtico, sino con la sabiduría. Y la sabiduría lleva a todas las criaturas, según su condición (a la persona, respetando su libertad) hacia su perfección y en relación con las demás. Así se va construyendo un tapiz que nosotros sólo vemos por el reverso, como en un amasijo de hilos y colores. Pero un día, al fin del tiempo, en el juicio, veremos las figuras y los porqués.

      Por eso, cabría concluir, la autenticidad del cristianismo subraya la rectitud de la intención en todo: en las relaciones con los demás, en el trabajo y especialmente en relación a Dios. Cuando se actúa sólo “cara a Dios” se va consiguiendo la sencillez y la rectitud de la intención. Se busca servir a su gloria, es decir, que su amor se manifieste en todo lo que hacemos. Y nada más.


(publicado en  www.religionconfidencial.com, 13-II-2012)

lunes, 13 de febrero de 2012

Oración y "silencio de Dios"

Velázquez, Cristo crucificado (h. 1632)
Museo del Prado


Con frecuencia nos planteamos si Dios escucha realmente nuestra oración. O quizá lo dudamos sobre todo ante el sufrimiento: ¿cómo Dios puede permitirlo sin intervenir? El misterio del “silencio de Dios” se ilumina especialmente con la oración de Jesús ante su muerte. También esta oración nos enseña mucho sobre cómo debe ser nuestra propia oración.


 La oración de Jesús sobre la Cruz
 
      Los evangelios de san Marcos y san Mateo recogen esa oración de Jesús poco antes de morir en la Cruz. Muestran sus palabras, en mezcla de hebreo y arameo, pronunciadas con desgarrado vigor: Eloì, Eloì, lemà sabactàni?, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; cf. Mt 27, 46). Así, señala Benedicto XVI en su Audiencia general del 8-II-2012, podemos captar de algún modo el sonido de esa oración, junto con la actitud de quienes estaban presentes, que no la comprendieron (o no quisieron comprenderla). 

 
      En las tres primeras horas de Jesús sobre la Cruz se burlaron de él y le insultaron, tanto los que pasaban por allí, como los jefes de los sacerdotes y los escribas, como alguno de los que estaban con él crucificados. Las tres horas siguientes están dominadas por la oscuridad, que manifiesta la participación del cosmos en la muerte de Jesús.



La cercanía del Padre

      Dice el Papa que, ante los insultos que recibe y las tinieblas que se ciernen sobre él cuando se enfrenta a la muerte, “Jesús (…) con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. (…) Pero la mirada de amor del Padre permanece fija sobre el don del amor del Hijo”. 

 
      Y se pregunta: ¿acaso en esa oración de Jesús no se manifiesta la duda sobre su misión, sobre la presencia del Padre, la conciencia de haber sido abandonado? Y responde que las palabras que Jesús dirige al Padre son el comienzo del Salmo 22, donde el salmista manifiesta también la conciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo: “Dios mío, te invoco de día y no escuchas; de noche, y no encuentro descanso. Pero tú eres el Santo, sentado entre las alabanzas de Israel” (vv. 3-4). 



Dios siempre escucha

      Como en las catequesis anteriores, a partir de la oración de Jesús, Benedicto XVI extrae consecuencias para nuestra oración: “Ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle”.

 
      Aún se plantea el Papa otra pregunta: “¿Cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo?” Y contesta que la oración de Jesús no es el grito de un desesperado o abandonado, sino que, al rezar el salmo 22, manifiesta estar tomando sobre sí el dolor de Israel y el de todos los hombres que sufren por la separación de Dios a causa del pecado; a la vez que lleva todo esto ante el corazón de Dios mismo, con la certeza de que “su grito será escuchado en la Resurrección” que comporta la salvación de todos. “Su sufrimiento es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor y ya lleva en sí mismo la redención, la victoria del amor”.



En unión personal con Jesús, la oración siempre es por todos

      Así cabría decir que, en continuidad con sus anteriores catequesis sobre la oración de Jesús, Benedicto XVI sugiere que lo personal de la oración se abre necesariamente, desde Jesús y con Jesús, a la solidaridad con todos. La oración de Jesús tiene fruto no sólo para las necesidades y los sufrimientos de cada uno de nosotros “en singular,” sino para su Cuerpo místico, al que están llamadas todas las personas de todos los tiempos.

 
      Subraya el Papa que Jesús llevó los sufrimientos de cada uno: “También nosotros nos encontramos siempre y nuevamente ante el ‘hoy’ del sufrimiento, del silencio de Dios —lo expresamos muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el ‘hoy’ de la Resurrección, de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos” (cf. enc. Spe salvi, nn. 35-40). Por eso, concluye, “en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha”. 

 
      Y añade algo muy importante, que también debemos hacer a imitación de Jesús y en unión con Él: “El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro ‘yo’ y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás”.





(publicado en www.analisisdigital.com, 13-II-2012)

viernes, 10 de febrero de 2012

Buscar la verdad


Uno de los “valores” o (cuando el “valor” se ha personalizado convirtiéndose en hábito bueno) de las virtudes fundamentales de toda persona, es el amor a la verdad. Esto lleva consigo la voluntad de que se reconozca y acepte. Mucho, o todo, depende, en la vida personal y social, de la veracidad.


Decir la verdad

      Para Romano Guardini (Una ética para nuestro tiempo, eds. Cristiandad 2007), el amor a la verdad implica el lenguaje (traducir la verdad en las palabras, en las actitudes y gestos), cierta seguridad interior (vencer la timidez y el apuro) y, antes, la conciencia. Ésta nos lleva a decir la verdad, señala, “a no ser que la situación te recomiende callar o que puedas eludir una pregunta de modo decente”; esto es, “en el supuesto previo de que el otro tenga derecho a ser informado”.

      Añade este autor que decir la verdad, para que sea humano y vivo (y no caiga en riesgos de unilateralidad, daño e incluso destrucción), debe contar tener presente las circunstancias, y por tanto la atención a las personas, el tacto y la bondad. Y es que “el que habla debe sentir también lo que causa con eso”. Cita a San Pablo, cuando escribe a los cristianos de Éfeso que deben “decir la verdad en el amor” (Ef. 4, 15).

      Por otra parte, la vitalidad de la verdad –agrega este gran educador– puede ponerse en peligro si se cede a la comodidad, al propio interés o a las simpatías, por encima de la libertad de espíritu, de la responsabilidad y de la fidelidad a la verdad. Por eso, junto con la precaución (podríamos hablar aquí de prudencia), importa la valentía para decir la verdad cuando es difícil.


Cuidado al decir la verdad: verdad y autenticidad 


      Entrando más en detalles, Guardini precisa que la veracidad necesita experiencia de la vida y comprensión de sus caminos. Sin esto, uno puede creer que expresa la verdad cuando por el contrario, la daña; por ejemplo, al emitir juicios apresurados sobre alguien. A este respecto cita el dicho: “La veracidad es la más sutil de todas las virtudes. Pero hay gentes que la manejan como una estaca”.

     
La experiencia muestra que el hombre es un ser misterioso. Por eso debe vivir en la verdad y manifestarla también en las relaciones interpersonales (amistad, trabajo, amor, matrimonio y familia). Pero debe comenzar por no engañarse a sí mismo. Esto le sucede al que siempre pretende tener razón o hacer su voluntad, o habitualmente echa la culpa a los demás, sin caer en la cuenta de su propia culpa, presunción y estrechez de corazón, y de los daños que produce. Aunque sólo fuera por esto, es conveniente el examen de la propia conducta.

    
  “La verdad –escribe Guardini– es también aquello por lo que el hombre hace pie en sí mismo y llega a tener carácter”. La experiencia de sí mismo le informa de que esto no es automático, pues ha de vencer la posibilidad del mal ya en su interior (el cristianismo tiene una explicación para esto: el pecado original).


La verdad sobre el hombre y la Verdad de Dios

     
Deduce de ahí consecuencias importantes para los educadores, los científicos y los literatos, los políticos, los comunicadores, los artistas, etc.; pues cualquier “imagen” del hombre –en la ciencia y en la literatura, en la política, en el periodismo o en el cine– que “calle” sobre el mal, falsea la verdad del hombre. (Hoy también convendría añadir: y cualquier “imagen” que presente de modo unilateral los defectos o las miserias de la personas, sin sugerir o educar a la vez sobre su grandeza, su dignidad y belleza, también falsea la verdad).

     
Y concluye: de un modo definitivo, auténtico y absoluto, la verdad sólo está en Dios. Más aún, la verdad es su propio modo de ser y conocer. Por eso, “quien está por la verdad está por Dios. Quien miente se rebela contra Dios y traiciona a la raíz de sentido de la existencia”. Y Dios terminará por dar a la verdad todo su poder en el día del Juicio.


La verdad es inseparable del amor

     
Benedicto XVI ha subrayado la importancia de unir la verdad con el amor. Ha explicado la expresión de San Pablo (realizar la verdad en la caridad o en el amor) completándola con la recíproca: vivir o realizar la caridad en la verdad (cf. encíclica Caritas in veritate).

    
Dice así el Papa: “Vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral” (n. 4). En relación con el saber y la ciencia, afirma: “La caridad en la verdad exige ante todo conocer y entender, conscientes y respetuosos de la competencia específica de cada ámbito del saber. (…) No existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor” (n. 30).

    
La caridad en la verdad implica también la apertura al don: la vivencia, en lo personal y en lo social, de la gratuidad como expresión de fraternidad; y, en último término, de la apertura a Dios (cf. n. 34) y a la dimensión espiritual del hombre (cf. n. 77), superando una visión puramente materialista.
 

     Por tantos motivos, buscar la verdad, junto con el amor que le es inseparable, es un valor esencial de toda educación y exige, para tomar cuerpo, una sólida formación ética.






 (publicado en www.cope.es, 10-II-2012)

martes, 7 de febrero de 2012

Oración personal y solidaria

P. Gauguin, Cristo en el Huerto de los Olivos (1889)


Durante su oración en el Huerto de los Olivos (cf. Mc 14, 26ss.), observa Benedicto XVI, “parece que Jesús no quiere estar solo”. Al contrario que otras veces, ahora invita a sus tres discípulos predilectos (Pedro, Santiago y Juan), los mismos que llamó para acompañarle en la Transfiguración. Y esto es, según el Papa, significativo (cf. Audiencia general 1-II-2012). ¿En qué sentido? 


Jesús desea la solidaridad de los suyos


     Aunque él deberá rezar solo, Jesús desea que esos tres discípulos permanezcan en relación estrecha con Él. Se trata de “una petición de solidaridad en el momento en que siente aproximarse la muerte, pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera, la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a seguirlo en el camino de la cruz”.

     Jesús se expresa, una vez más, en el lenguaje de los salmos: “Mi alma está triste hasta la muerte. Quedaos aquí y velad” (14, 33, 34). Hace suyos esos sentimientos que otros mensajeros de Dios han experimentado; siente miedo y angustia, y “experimenta la última profunda soledad mientras el plan de Dios se está llevando a cabo”. Aquí, añade el Papa, “se resume todo el horror del hombre ante su propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que roza nuestras vidas”.

     Luego cae a tierra, expresando su obediencia a la voluntad del Padre, su entrega y abandono con plena confianza, y le pide que si es posible, pase de él esa hora. “No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte –oberva Benedicto XVI–, sino la perturbación del Hijo de Dios que ve el terrible fardo del mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder”.


Lecciones de esperanza y de libertad

     Y, como en las catequesis anteriores, el Papa extrae consecuencias (permítasenos llamarle “lecciones”) para nuestra oracion. He aquí la primera: también nosotros hemos de “llevar ante Dios nuestras fatigas, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, y también el peso del mal que vemos en y alrededor de nosotros, porque Él nos da esperanza, nos hace sentir su cercanía, nos da un poco de luz en el camino de la vida”. Lección de esperanza.

     Luego Jesús continúa su oración: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti: aleja de mi este cáliz! Sin embargo, que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc 14, 36) Y aquí subraya Benedicto XVI tres detalles reveladores: la palabra aramea que usan los niños para manifestar su afecto a su padre (Abbà); la conciencia de la omnipontencia del Padre; y, sobre todo, que “la voluntad humana se adhiere completamente a la voluntad divina”.

     Según San Máximo el confesor, este sí de Jesús representa la respuesta y reparacion del “no” que Adán y Eva pronunciaron queriendo ser libres frente a Dios. Ahora, en Jesús, la voluntad humana se conforma totalmente con la voluntad divina, y el hombre recupera su plena realización. “Así –deduce el Papa apuntando una segunda lección de esta oración de Jesús–, Jesús nos dice que sólo en el conformar su propia voluntad a la voluntad divina, el ser humano llega a su verdadera altura, se vuelve ‘divino’; sólo saliendo de sí, sólo en el ‘sí’ a Dios, se cumple el deseo de Adán, de todos nosotros, el ser completamente libres”. Lección de libertad.


Lección de confianza en Dios y solidaridad

     Benedicto XVI entiende que "en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura miramos tan profundamente dentro el misterio íntimo de Jesús, como en la oración en el Monte de los Olivos". (Jesús de Nazaret, II). Esto se manifiesta especialmente en lo que se refiere a la profundidad de la oración filial de Jesús: su saberse y sentirse Hijo de Dios (cf. Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, n. 543).

     Por eso aquí también destaca la importancia de la oración del Padrenuestro "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,10). Explica el Papa: “En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y maravillosa de Getsemaní, la ‘tierra’ se ha convertido en ‘cielo’; la ‘tierra’ de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de modo que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra”.

     Esta unión de la voluntad humana con la divina constituiría la tercera lección de esta oración más íntima de Jesús, para nosotros, los cristianos (que pertenecemos al Cuerpo místico de Cristo). En la intimidad de nuestra oración, que está unida a la de nuestra Cabeza (Cristo), “debemos aprender a confiar más en la divina Providencia, pedirle a Dios la fuerza para salir de nosotros mismos y renovarle nuestro ‘sí’, para repetirle ‘hágase tu voluntad’, para adecuar nuestra voluntad a la suya”; aunque a veces esto no sea fácil, como no lo fue para aquellos tres discípulos, que no fueron capaces de velar con Él.

     Y concluye el Papa con una propuesta relativa a esta tercera lección, que resume las anteriores: “Pidamos al Señor ser capaces de velar con Él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día, incluso si habla de Cruz, de vivir en intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta ‘tierra’, un poco del ‘cielo’ de Dios”. Podemos nosotros ver aquí una lección de solidaridad, con Jesús y su “Cuerpo total” (la Iglesia), precisamente en la oración.


Oración, Trinidad e Iglesia

     Lecciones de esperanza, libertad y solidaridad. Nótese bien la profundidad de esta solidaridad. La intimidad con Dios (Padre) en la oración, que procuramos hacer unidos a la oración de Cristo, es lo que nos hace capaces de unir, por el amor (es decir, con la ayuda del Espíritu Santo), nuestra voluntad a la voluntad divina. Ese velar “con el Señor”, resume por tanto, la estructura trinitaria de la oración cristiana (al Padre, por Cristo en el Espíritu Santo).

     Al mismo tiempo, así se sugiere también un secreto íntimo de “nuestra” propia oración: a imagen de la de Jesús y por causa de ella, aunque alguna vez nos sintamos solos, no lo estamos: estamos rezando “con Él” y con los cristianos que han formado, forman y formarán parte de la Iglesia entera. Y aún más. En nuestro pobre esfuerzo por tratar personalmente a Dios, y aunque no nos demos cuenta, a través de Jesús estamos misteriosamente unidos a todas las personas que de algún modo han rezado, rezan o rezarán; porque todos ellos están llamados al Misterio de la Iglesia, que reza en y con nosotros, por las necesidades de cada uno y del mundo. La oración cristiana, sea privada o comunitaria, es siempre personal, y, a la vez, es oración en la familia de Dios.

     Ya se ve que la oración cristiana está en las antípodas de todo “intimismo” e “individualismo”: nos abre a Dios y a los que nos rodean, rompe los subjetivismos y denuncia nuestros conformismos, y nos impulsa a comprometernos a favor del bien. Es, a la vez, personal y solidaria. 

(primera versión publicada en www.religionconfidencial.com, 7-II-2012)

lunes, 6 de febrero de 2012

Única misión con diversas tareas



El decreto sobre las misiones (Ad gentes) del Concilio Vaticano II fue aprobado en aquella gran asamblea de obispos de toda la tierra, de los que una tercera parte provenían de “Iglesias jóvenes”. Eran, por tanto, frutos de la tarea misionera. En correspondencia al don de la fe recibido, querían impulsar las misiones en todo el mundo. Y así contribuyeron a manifestar que la Iglesia entera es misionera por naturaleza.

     En estas coordenadas se sitúa el mensaje de Benedicto XVII para la próxima Jornada Mundial Misionera del 21 de octubre de 2012, cuyo lema es: “Llamados a hacer que la Palabra de verdad resplandezca” (Carta Porta fidei, 6).

     Hoy existe una conciencia misionera renovada, a la que han contribuido los impulsos de Pablo VI (cf. sobre todo la Exhort. Evangelii nuntiandi, de 1975, acerca de la Evangelización en el mundo contemporáneo) y Juan Pablo II (cf. Enc. Redemptoris missio, de 1990, sobre la perenne validez del mandato misionero).


La única misión de la Iglesia

     Ahora bien, “la misión”, la única misión de la Iglesia, es proclamar el Evangelio de Cristo. Y esto es tan necesario en nuestro tiempo como lo fue para los primeros cristianos. Es esta una tarea que corresponde a todos los fieles cristianos, y no sólo a los misioneros, de un lado, o de otro a los obispos (responsables de la misión de la Iglesia en cuanto cabezas de sus Iglesias particulares, y unidos colegialmente en torno al Papa), los sacerdotes y los miembros de la vida consagrada.

     Por tanto las “misiones” se comprenden y se integran en esta gran y única “misión”, de la que todos los cristianos somos responsables, cada uno según su propia condición en la Iglesia y en el mundo. No hay cristiano que no deba hacer apostolado, porque cristiano es nombre de misión (miembro de Cristo, y, por tanto, partícipe de su vida y su misión).


La tarea misionera "ad gentes"

     Al mismo tiempo, subraya el Papa que hoy, como siempre, la tarea misionera sigue siendo “el horizonte constante y el paradigma de toda actividad eclesial”, precisamente porque la Iglesia es por naturaleza misionera. Y esto implica la cooperación de todos con las “misiones”, no sólo económicamente, sino personalmente en maneras diversas (comenzando por la oración y apoyando la promoción humana que acompaña a la evangelización); como también sucede que “el inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios” (Verbum Domini, 97).

     Con esto se alude a la actual crisis de fe, que hace necesario “promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia a Dios, de modo que redescubran la alegría de creer”. Esta tarea, decíamos más arriba, pertenece a todo cristiano, como correspondencia al don de la fe. Y no quita, sino que subraya la importancia de los misioneros y el mérito de todos aquellos que les ayudan directamente (concretamente a través de las “Obras Misioneras Pontificias”).


Diversas tareas

     En suma, el marco del apostolado cristiano es hoy la “única misión” de la Iglesia. Esta “misión” grande y única, se expresa en diversas tareas: la “tarea misionera” en sentido estricto (o “ad gentes”); la tarea ordinaria de evangelización (que llamamos “apostolado” o tarea “pastoral”); y la nueva evangelización dirigida a cristianos que no viven en plenitud su fe; aún cabría añadir la tarea ecuménica (dirigida a lograr la unidad visible de todos los bautizados).

     Toda la Iglesia y cada uno de los cristianos estamos en esta barca del apostolado de Cristo, y necesitamos ser, primero nosotros, continuamente evangelizados, “pescados” por Él, a través de la formación en la fe, de los sacramentos y de una vida centrada en el servicio al prójimo, según nuestras circunstancias. Así podremos colaborar en el ámbito formativo y catequético, y viviremos la urgencia de ofrecer a otros el Evangelio, como servicio a la plenitud de vida, para las personas y el mundo.


(www.analisiidigital.com, 3-II-2012)