jueves, 12 de febrero de 2015

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Ética y educación de las virtudes



Hoy se habla mucho de los valores y de educar en los valores. Indudablemente, la Ética debe ayudar a captar e interesarse por los valores de la realidad, es decir, aquellos bienes que nos atraen en nuestro anhelo de felicidad. Pero ni la Ética ni la educación pueden realizarse sólo a base de valores. Necesitan fijarse en las virtudes, y también en las normas. Las virtudes son fundamentales en la Ética y en la educación, aunque tampoco son por sí mismas suficientes.


Necesidad de las virtudes en el camino de la libertad

En la perspectiva de una ética abierta a la trascendencia se entiende bien que no basta captar un valor o desear algo que se me presenta como un bien. Eso es previo a la libertad. La persona se manifiesta y se perfecciona como tal cuando ejercita su libertad escogiendo el bien, haciéndolo suyo. Cuando consigue hacer esto habitualmente en algún campo de su actuación hablamos de que tiene una virtud (el orden, la veracidad, el dominio de sí, la justicia, la solidaridad, etc.). Las virtudes pavimentan el camino de la libertad. Ayudan a la persona en lo que es más importante y decisivo para su constitución y autorrealización: su capacidad de responder al amor que la constituye, y que procede del Amor de Dios que la ha traído a la existencia y la ha dotado de los bienes que posee[1].

La virtud es el “hábito” de lo bueno, así como el vicio es un hábito malo. Si escogemos hacer el mal, decir no al bien, nos hacemos malas personas y eso se traduce en los vicios. Si escogemos hacer el bien una y otra vez, nos vamos haciendo buenas personas, y eso se traduce en las virtudes. De ahí la centralidad de las virtudes en la autorrealización personal. Que las virtudes sean “hábitos” no significa que sean algo rutinario. La persona auténticamente virtuosa está siempre pendiente de contemplar la verdad y de que su acción sea verdaderamente buena[2].

De ahí que lo más propio de la libertad no es decir que “no” al bien, es decirle que “sí”. Y esto es así porque hacer el mal no me realiza como persona, sino que es una traición a mí mismo, ya que hacer el bien –ese bien que me espera y no se hará sin mí– es la manera de responder al amor que me constituye como persona.

Tal es la experiencia de la libertad, o mejor dicho, de la auténtica libertad. Hacer el bien nos alegra porque nos hace mejores. Hacer el mal, y es también experiencia, nos entristece, porque, aunque es un signo de que tenemos libertad, es un equivocado ejercicio de la libertad, una falsa libertad. Hacer “el bien que hay que hacer” es lo que nos hace a nosotros mismos, lo que nos va perfeccionando como personas. Y esto es lo que facilitan las virtudes, que son también como “vacunas” contra los posibles autoengaños e imprudencias en el manejo de las emociones y de las pasiones. Las virtudes son fundamentales para la Ética y la educación. Como se ve en películas como “K 19: The widowmaker” (K. Bigelow, 2002) o “Profesor Lazhar” (Ph. Falardeau, 2011). 


Insuficiencia de una ética o una educación solamente de virtudes

Ahora bien, las virtudes no bastan por sí solas para una vida lograda. Hay que seguir atendiendo esa llamada a hacer “justicia a la realidad” (Spaemann)[3], seguir escogiendo en cada momento el bien, de acuerdo con lo que nos dice la conciencia. A la vez hemos de formar nuestra conciencia con la ayuda de la razón abierta a los demás. Y en ese sentido también son necesarias las normas morales, que iluminan, dirigen y protegen la acción humana.

¿Qué sucedería si la Ética, o la educación, se redujera a las virtudes? . Una ética solo de virtudes es insuficiente[4]. Esto se puede ver, en primer lugar, en la ética de los estoicos [5]. El estoico considera al hombre como parte de un universo asfixiante, del que no se puede librar, sólo cabe protegerse. Es de los que dirían:”Todavía no me ha sucedido ninguna desgracia, pero me sucederá en cualquier momento”; o “El estado de salud no promete nada bueno”.

Para el estoico [6] lo que importa es lo que conserva o incrementa la racionalidad, mientras que lo demás (el placer, la salud, la riqueza, etc., y también sus contrarios) es indiferente. Por eso desea hacer de la indiferencia una virtud, y reduce la ética a esa virtud, resultando una ética incompleta o empobrecida. Su ideal es la apatía o la impasibilidad. Pero entonces la compasión y la misericordia las considera propias del necio. El estoico no ama la emoción, ni la vida, ni conoce el entusiasmo. Su ética se dirige al autodominio. No a mejorar sus actos exteriores, sino a refugiarse interiormente, para resistir ante la adversidad. Considera vergonzoso quejarse, como aquél que va al médico por una herida en la cabeza, y éste le pregunta: “¿Le duele a usted mucho?” Y le responde: “¿En dónde?”.

Ciertamente, observa Leonardo Polo, la indiferencia estoica es un ideal ético empobrecido. Pero desde luego es mejor que la solución de la modernidad, que consiste en buscar algún procedimiento técnico para controlar psíquicamente los dolores de la existencia.

Un segundo ejemplo de reduccionismo de la ética a la virtud es el del maquiavelismo. En su obra “El Príncipe” (de 1513, editado en 1532), Maquiavelo considera que la virtud es la fuerza con la que el hombre puede competir con la fortuna (en el sentido del destino, contra el cual nada puede hacerse, como sucede en el cosmos estoico). Ante las fuerzas imprevisibles del destino, de nada sirven las normas, sino el cálculo de las tendencias humanas. Por eso propone como virtud central la astucia política (habilidad para engañar, que en realidad es una deformación de la virtud de la prudencia, es decir, un vicio).

Como hemos visto, lo común a los que descalifican la ética de normas y la ética de bienes rechazando que haya un bien perfecto o que sea posible la norma moral, es el presupuesto antropológico del fatalismo o el determinismo. Esto comporta el pesimismo, pues ignora que la virtud es una mayor capacitación de la persona para el bien. Sea proponiendo la indiferencia estoica o la astucia maquiavélica, solo confían en las escasas aptitudes del hombre visto como un ser inferior al cosmos. Y de este modo la virtud se vuelve rígida y resulta ser un refugio en lugar de una liberación


Ética en "3D"

En definitiva, la ética completa es la que tiene en cuenta los bienes, las normas y las virtudes en reforzamiento mutuo, de tres dimensiones. Si busca los bienes por sí mismos, la persona puede quedarse en los bienes materiales. Si sólo se atiende a normas, éstas pueden deshumanizarse. Si se cierran en sí mismas, las virtudes se pueden hacer rígidas, aisladas respecto al camino de la verdad y del bien, que es el del hombre, peregrino del infinito.

Valores y bienes, normas y virtudes configuran la propuesta ética para una vida lograda. Para un creyente la vida es una vocación que comporta una misión en relación con Dios, los demás y el mundo. Para un cristiano buscar la felicidad, ejercer la libertad y buscar el bien son lo mismo, se identifican también con procurar la “gloria de Dios”; es decir, colaborar para que Dios sea conocido y amado, a través de nuestras obras buenas (cf. Mt 15, 16). Y entonces el hacer “justicia a la realidad” es lo que lo que los cristianos llamamos caridad, el amor a Dios y al prójimo, que es el fundamento de las normas morales, la garantía para alcanzar los bienes y la principal de las virtudes.

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[1] Cf. M. G. Santamaría, “Ser persona”, Madrid 2011, p. 31

[2] Cf. A. Millán-Puelles, “Ética y realismo”, Madrid 1996, pp. 91 ss.

[3] Diez veces sale esta expresión, como emblema de su propuesta, en el libro de R. Spaemann, "Ética: Cuestiones fundamentales", Pamplona 2010.

[4] Según Guardini, las virtudes pueden deformarse o enfermar, cf. R. Guardini, "Una ética para nuestro tiempo", publicada junto con "La esencia del cristianismo", Madrid 2007, pp. 113-124.

[5] Cf. la crítica a los estoicos de R. Spaemann ( y su defensa de la serenidad cristiana), en el capítulo VIII de su "Ética: Cuestiones fundamentales", ya citado, pp. 123-136. El estoicismo aparece en el s. IV a. C y va hasta finales del s. III. Reaparece en el Renacimiento y en el s. XVI (Montaigne); en España es fuerte la influencia de Séneca.

[6] Cf. L. Polo, "Ética: Hacia una versión moderna de los temas clásicos", Madrid 1996, pp. 115-118. Para el debate actual sobre la Ética de las virtudes, cf. R. Hursthouse, "Virtue Ethics", en The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Fall 2013 Edition), E. N. Zalta (ed). 

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