viernes, 24 de marzo de 2017

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Realismo y coherencia de la caridad

Una vez leí en Internet una descripción de la caridad que me pareció básicamente equivocada, pero con un punto de realidad. Venía a decir que la caridad es algo que hace que alguien mire a los demás por encima del hombro como diciéndole: yo soy bueno y tú no… Ciertamente eso no es la caridad, sino una deformación de la caridad que la destruye, lo que podríamos llamar la enfermedad de “la hipocresía de la caridad” o de “el amor fingido”. El punto de realidad, lamentablemente, es la existencia de esa enfermedad. Por eso es bueno reconocerla, preguntarse por sus causas y su tratamiento.

De esto se ha ocupado el Papa Francisco en su audiencia general del 15 de marzo. Se ha referido una vez más a la autenticidad del amor cristiano, de la caridad. Esa es, dice, nuestra vocación más alta, a la que está unida la alegría de la esperanza.


El riesgo de una caridad fingida

Se apoya Francisco en un pasaje de la Carta a los Romanos (Rm 12, 9-13) donde san Pablo pide que la caridad esté libre de hipocresía y que se compartan las necesidades de los hermanos, procurando practicar la hospitalidad. Y observa inmediatamente el Papa: o sea que existe el riesgo de que nuestro amor sea hipócrita. ¿Cuándo sucede esto y cómo podemos estar seguros de que nuestro amor es sincero y nuestra caridad auténtica?

Como si de un microbiólogo se tratase, explica Francisco que “la hipocresía puede insinuarse por todas partes, hasta en nuestro modo de amar”. Y esto se comprueba cuando caemos en la cuenta de que nuestro amor es “interesado”, movido por intereses personales; ¡y cuántos amores interesados hay! Por ejemplo, “cuando los servicios caritativos en los que parece que nos prodigamos se hacen para mostrarnos a nosotros mismos o para sentirnos pagados: ¡Hay que ver lo bueno que soy!

También puede suceder que hagamos cosas que tengan “visibilidad” para que se vea nuestra inteligencia o nuestra capacidad. “Detrás de todo eso —observa el Papa— hay una idea falsa, engañosa, es decir que, si amamos, es porque somos buenos; como si la caridad fuese una creación del hombre, un producto de nuestro corazón”.

En efecto, actuar así es hipocresía: un engaño a los demás que arranca de un autoengaño. Tiene su raíz en pensar de manera voluntarista, lo que en último término es una falta de realismo cristiano; es decir, una falta de ver las cosas, las personas y los acontecimientos a la luz de la fe. Y en eso consiste esa enfermedad. Así se explica que a veces nuestra caridad pueda ser fingida, ciertamente, como una telenovela, algo que no es realidad.

Sigue explicando Francisco lo que en realidad es la caridad, con palabras sencillas y a la vez profundas: “La caridad, en cambio, es ante todo una gracia, un regalo; poder amar es un don de Dios, y tenemos que pedirlo. Y Él lo da de buen grado, si nosotros lo pedimos. La caridad es una gracia: no consiste en hacer ver lo que somos, sino lo que el Señor nos da y que nosotros libremente acogemos; y no se puede expresar en el encuentro con los demás si antes no es engendrada por el encuentro con el rostro manso y misericordioso de Jesús”.


El remedio de la enfermedad

Así es, porque los cristianos amamos con el amor de Jesús. Y vamos enfocando el tratamiento que cura el amor fingido. Claramente la unión con Jesús es la primera condición para poder amar a los demás. Esto es indispensable pero no es suficiente. ¿Y por qué? ¿Es que acaso la luz y la fuerza del amor de Cristo no bastan para vencer todas las tinieblas y debilidades propias y ajenas y llevarnos a un amor auténtico? Por supuesto que de por sí la gracia que nos viene por la unión con Jesús es luz y vida de Dios y por tanto es omnipotente. Pero, a la vez, el Señor ha querido “someterse” a nuestra naturaleza —limitada— y colaborar con nuestra libertad; incluso sabiendo que somos pecadores y que nuestro modo de amar está marcado por el pecado.

Esta triste realidad —continúa el Papa— la reconoce san Pablo. Pero al mismo tiempo nos dice que nosotros podemos vivir el gran mandamiento del amor, precisamente siendo instrumentos de la caridad de Dios. ¿Y cómo y cuándo sucede esto?

Así lo apunta Francisco sin renunciar al lenguaje médico: “Esto sucede cuando nos dejamos curar y renovar el corazón por Cristo resucitado. El Señor resucitado que vive entre nosotros, que vive con nosotros es capaz de curar nuestro corazón: lo hace, si se lo pedimos. Es Él quien nos permite, a pesar de nuestra pequeñez y pobreza, experimentar la compasión del Padre y celebrar las maravillas de su amor”.

O sea que, además de estar bien unidos a Jesucristo, hemos de pedirle que nos cure de esa posible enfermedad, de esa “hipocresía del amor”, con una oración parecida a esta: “Señor, cúrame, enséñame a amar como Tú, unido a ti, lejos de todo fingimiento e hipocresía, sin buscar quedar bien ni parecer bueno, aunque esto último —el parecer bueno— quizá no se pueda evitar del todo. Pero a mí no me interesa para nada el parecer, sino el ser lo que tú quieras que sea, con todas mis limitaciones pero sirviéndote a ti y a mis hermanos”.

Y sigue la argumentación del Papa: “Se comprende entonces que todo lo que podemos vivir y hacer por los hermanos no es otra cosa que la respuesta a lo que Dios ha hecho y sigue haciendo por nosotros. Es más, es Dios mismo quien, tomando morada en nuestro corazón y en nuestra vida, sigue haciéndose cercano y sirviendo a todos los que encontramos cada día en nuestro camino, empezando por los últimos y los más necesitados, en los que reconocemos en primer lugar a Él”.

Concluye Francisco que san Pablo no quiere reprocharnos, sino animarnos y reavivar nuestra esperanza. Y apela de nuevo al realismo: “Porque todos tenemos la experiencia de no vivir de lleno o como deberíamos el mandamiento del amor”. Pero, observa que esta experiencia “también es una gracia, porque nos hace comprender que no somos capaces de amar de verdad: necesitamos que el Señor renueve continuamente ese don en nuestro corazón, a través de la experiencia de su infinita misericordia”. 


Fiarse más de Dios

Así es de coherente el actuar de Dios y así es de claro lo que nos pide: estar unidos a Él por la gracia, vivir, por tanto, lejos del pecado. Y nos pide la oración humilde y perseverante del que se sabe poca cosa, en comparación con los horizontes del amor cristiano (¡amar con Jesús y como Él!). Es como si se nos dijera: para que tu amor, vuestro amor, sea auténtico, tienes y tenéis que fiaros más de Dios. Personalmente, pegarte a Él, tomarte la oración y la vida sacramental más en serio. Y luego y continuamente vigilar (examinarse a diario, aunque sea dos minutos al final de la jornada) para ser coherente en el amor.

Si lo hacemos así, daremos un salto enorme de calidad en nuestro amor y en nuestra vida. Y eso nos ayudará a redescubrir lo más grande en lo más pequeño y cotidiano. Porque la vida de las personas está hecha de pequeñas cosas que se hacen grandes por el amor:

“Entonces sí que volveremos a apreciar las cosas pequeñas, las cosas sencillas, ordinarias; volveremos a apreciar todas esas cosas pequeñas de todos los días y seremos capaces de amar a los demás como los ama Dios, queriendo su bien, o sea, que sean santos, amigos de Dios; y estaremos contentos por la posibilidad de hacernos cercanos a quien es pobre y humilde, como Jesús hace con cada uno de nosotros cuando estamos alejados de Él, de inclinarnos a los pies de los hermanos, como Él, Buen Samaritano, hace con cada uno de nosotros, con su compasión y su perdón”.


(publicado en www.religionconfidencial.com, 22-III-2017)

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