Cristo es la luz de las gentes que, desde los cristianos y sus familias, quiere llenar de amor el mundo y las familias del mundo. Así puede verse, en nuestro tiempo, el sentido de la Navidad.
La luz de la Navidad significa que Dios ha querido compartir nuestra historia, nuestro mundo y nuestra vida, para que todo lo nuestro se introduzca en la vida de Dios mismo. La luz de Cristo es la gracia que nos da la vida verdadera y nos la hace conocer “visiblemente”. Meditando en la encarnación del Verbo, dirá San Juan: “Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos” –atención ahora– “para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” (1 Jn, 1, 3). Podría haber dicho: para que formemos una sola familia, la familia de Dios.
Lo pintó con mimo y detalle un artista holandés de la escuela flamenca, Geertgen tot Sint Jans, a principios del renacimiento, en su cuadro “Nacimiento de Cristo” (c. 1490, National Gallery, de Londres).
La fuente de la luz es el mismo Niño desde el pesebre. La luz inunda el rostro de la madre que le contempla a sus pies, en actitud adorante. Ilumina asimismo al conjunto de ángeles que rezan a la cabecera del recién nacido. San José, el buey y la mula, permanecen en segundo plano, sugeridos en la penumbra, su mirada fija en Jesús. En lontananza, otro ángel anuncia a los pastores la noticia de la Noche Santa, que supera con su luz la del pequeño fuego en el que se calentaban.
En su mensaje de Navidad, ha explicado el Papa que la nueva familia de Dios –la Iglesia– “comienza su camino en la gruta pobre de Belén, y a través de los siglos se convierte en Pueblo y fuente de luz para la humanidad”. Y añadía: “También hoy, por medio de quienes van al encuentro del Niño Jesús, Dios sigue encendiendo fuegos en la noche del mundo, para llamar a los hombres a que reconozcan en Él el ‘signo’ de su presencia salvadora y liberadora, extendiendo el ‘nosotros’ de los creyentes en Cristo a toda la humanidad”. Como María, la Iglesia ofrece al mundo a Jesús, sin miedo. “No se lo guarda para sí”.
A este propósito cabe recordar el título que el Concilio Vaticano II quiso dar a la Constitución sobre la Iglesia: “Luz de las gentes”. Y el texto comienza precisamente: “Por ser Cristo la luz de las gentes…”. La Iglesia refleja la luz de Cristo. Y Él quiere llenarlo todo con su luz, que es el amor de Dios, al mundo; y lo hace por medio de esta familia de Dios que son los cristianos; también, y particularmente, desde sus familias.
Por eso los cristianos, y las gentes de buena voluntad, “hacemos familia”, celebramos la familia, defendemos la familia. Y esto, en el silencio de los días corrientes, y, cuando conviene, también en la calle y en la vida pública, porque la familia es semilla y escuela de sociedad. Antes que nada, procuramos que Dios esté en el centro de nuestras familias. Como consecuencia, nuestras casas deberían estar abiertas a otras familias y a los que carecen de familia.
Los cristianos transmitimos la fe dentro de la familia y desde ella, con detalles concretos de oración, con la vida de los sacramentos, con el servicio a los demás. Presentamos a la familia como semilla y modelo de sociedad, sobre todo en estos tiempos de crisis, y procuramos ayudar a los que lo necesiten, para que todos puedan continuar adelante con confianza en Dios. “¡Qué importante es, entonces, que todo niño que viene al mundo, sea acogido en el calor de una familia!... De esto tienen necesidad los niños: del amor del padre y de la madre” (Angelus, 26-XII-2010).
Especialmente durante el tiempo de Navidad podemos unir nuestra oración a la del Papa: “Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera fraternidad. Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia” (Homilía en Nochebuena, 24-XII-10).
(publicado en www.religionconfidencial.com, 29-XII-2010)