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martes, 15 de febrero de 2011

Gratuidad

Caminaba por la calle a hora punta. Me sobresaltó el estruendo de una moto de gran cilindrada que se detenía junto a mí. Una figura con traje negro, salpicado de remaches, me espetó, mientras se quitaba el casco a toda prisa:
– “Padre, padre, quisiera hacerle una pregunta”.
Tras unos segundos de expectativa, mostró por fin su rostro de motera desenfadada. 
– “Por supuesto –respondí–, a tu disposición”.
         – “Mire… yo quisiera hacer algo los fines de semana, que fuera…, bueno, que no fuera para mí misma sino para los demás. ¿Qué podría hacer?”
         Se me ocurrió aconsejarle que fuera a una parroquia cercana donde tienen bien organizado el servicio a los más necesitados, un banco de alimentos y de ropa, atención a los enfermos, visitas a las personas que están en la cárcel, etc. Y se despidió con un “Gracias, es lo que necesitaba”.
            No es muy frecuente este deseo de “dar gratis”. Diez veces nombra Benedicto XVI la gratuidad en su tercera encíclica. La Biblia muestra que Dios ha tenido la iniciativa para dirigirse como amor a los hombres, manifestado máximamente en Jesucristo. Por eso los cristianos hablamos de “gracia”, esto es lo que Dios nos da “gratis”, y los santos dieron mucho y gratis. Todo es gracia, enseñanza paulina que recogen entre muchos otros Santa Teresa de Lisieux y Georges Bernanos. En nuestro lenguaje nos queda, –“gracias a Dios”– la costumbre de dar gracias; especialmente cuando nos regalan algo que no hemos merecido, o quizá simplemente como una muestra de educación ante cualquier pequeño servicio.
            ¿Gratis? Se preguntan los “maestros de la sospecha” (como llamó Paul Ricoeur a Marx, Freud y Nietzsche) ¿No será que los cristianos dan porque esperan “a cambio” el premio del más allá?
            Sin embargo, la experiencia muestra que las personas estamos hechas para dar y recibir (ni somos cosas inertes que no pueden dar, ni somos Dios que no necesita recibir nada, pues es puro don). Somos felices cuando damos, aunque no seamos conscientes de que eso se debe a que recibimos ante todo el bien que hacemos. ¿No será esto –insiste de nuevo la sospecha– un “dar” interesado? No, porque el que da gratis experimenta la satisfacción del bien hecho sólo si obra con rectitud. En cambio, para el materialista cerrado a la trascendencia, no tienen sentido las palabras que San Pablo atribuye a Jesús: “Mayor felicidad hay en dar que en recibir”. El materialista ateo no puede explicar la alegría del don, porque la materia, incluso animada por una forma animal –valga la redundancia–, sólo se “da” necesariamente y por instinto; carece de autoconciencia y por tanto no puede experimentar el gozo que es prueba de haber encontrado, quizá en un detalle insignificante, el amor como sentido de la vida.
            La gratuidad es un signo de la trascendencia de la naturaleza humana. Dar se origina en el darse. Y sin el don de sí mismo, cualquier don, aunque pretenda ser “gratis”, puede ser manipulado por el que lo da; también puede ser rechazado por el que lo recibe, porque desconfíe de que resulte para él no un bien sino un mal. 
            Si “todo es gracia”, la humanidad no puede progresar verdaderamente si no es concediendo prioridad a la gracia, a lo gratuito. Primero a la “gracia” como amistad y unión con Dios, cuyo signo y testimonio es la paz de la conciencia. En segundo lugar, hay que dar paso a la gratuidad como actitud personal: dar sin esperar nada a cambio, lo que podría parecer humanamente un sinsentido: dar dinero, dar tiempo (aún más difícil), pero sobre todo –como queda dicho–, lo que está más al fondo: darse a sí mismo.
            En su encíclica Caritas in veritate, Benedicto XVI observa que todo lo que tenemos (comenzando por la capacidad de conocer la verdad y amar el bien) es don de Dios que hay que saber manifestar, dándose a los demás; correspondiendo a la gratuidad de Dios que desea también nuestra generosidad para contribuir a la unidad y la comunión del género humano. Tanto la caridad como la verdad son regalos que Dios nos hace y no productos ni resultado de los esfuerzos humanos. Aunque pensamos que nos podemos “hacer” a nosotros mismos, nos equivocamos: nos “hacemos” si colaboramos con Dios.
            Señala el Papa que la dimensión de gratuidad es uno de los mejores “negocios” que la economía actual –sin renunciar al beneficio– debería descubrir, porque las personas son las principales riquezas de los pueblos. La “lógica del don” es una exigencia de la caridad en la verdad. “Sin la gratuidad –escribe– no se alcanza ni siquiera la justicia”. Y añade: “El mercado de la gratuidad no existe y las actitudes gratuitas no se pueden prescribir por ley. Sin embargo, tanto el mercado como la política tienen necesidad de personas abiertas al don recíproco”.
            También la naturaleza creada –la tierra, el agua y el aire– son dones recibidos, lo mismo que la conciencia y la libertad. Esto lo desconoce la mentalidad tecnicista y materialista. Pero entonces “el desarrollo de los pueblos se degrada cuando la humanidad piensa que puede recrearse utilizando los ‘prodigios’ de la tecnología”.
            Por eso “la fuerza más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano” que enseña a reconocer, en la oración, los dones de Dios y manifestar ese reconocimiento por medio de la gratuidad en nuestra vida. Y también por eso, excluir a Dios se demuestra inhumano. “La conciencia del amor indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos”. Porque, en último término, el amor mismo “no es el resultado de nuestro esfuerzo sino un don”.
            Así aparece en la película London River (R. Bouchareb, 2009), donde el amor se abre paso contando con el dolor.


Una primera versión de este texto fue publicada en 
www.religionconfidencial.com, 14-IX-2009,
y reproducida en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios",
ed. Eunsa, 2010

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