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jueves, 31 de marzo de 2011

Al Dios desconocido

Rafael, El sermón de San Pablo en el Areópago de Atenas (1515)


En 1864, cuando tenía 20 años, Friedrich Nietzsche escribió un poema al Dios desconocido: 

“Antes de seguir mi camino
y de poner mis ojos hacia adelante,
alzo otra vez, solitario, mis manos
hacia Ti, al que me acojo,
al que en el más hondo fondo del corazón
consagré, solemne, altares
para que en todo tiempo tu voz,
una vez más, vuelva a llamarme.
Abrásase encima, inscrita hondo,
la palabra: Al Dios desconocido:
suyo soy, y siento los lazos
que en la lucha me abaten
y, si huir quiero,
me fuerzan al fin a su servicio.
¡Quiero conocerte, Desconocido,
tú, que ahondas en mi alma,
que surcas mi vida cual tormenta,
tú, inaprehensible, mi semejante!
Quiero conocerte, servirte quiero”.


      Muchos años antes, San Pablo había descubierto en Atenas un altar dedicado “al Dios desconocido”. Y había tomado pie de esa expresión para comenzar su célebre discurso del Areópago (cf. Hch 17, 22-34), en el que anunció la salvación de Dios manifestada en Jesucristo e intentó explicar el mensaje cristiano de la resurrección. El Apóstol de las gentes les dijo que el Dios cristiano no era ajeno a su cultura (griega), sino la respuesta a las preguntas más profundas que aquella y todas las demás culturas se formulaban.


El atrio de los gentiles

      Por otra parte, en el templo de Jerusalén existía un amplio espacio, el “atrio de los gentiles”, donde los que no compartían la fe de Israel podían encontrarse con los escribas, hablar de religión o incluso rezar a aquel Dios desconocido para ellos. Jesús vino precisamente para abrir el templo definitivo (su Cuerpo místico, la Iglesia) al atrio de los gentiles, para derribar el muro que separaba a judíos y gentiles (cf. Ef 2, 14; Mc 11, 17; Jn 2, 21). Vino para quitar “aquello que es contrario al conocimiento y a la adoración común de Dios, despejar por tanto el espacio para la adoración de todos” (J. Ratzinger-Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, parte segunda, p. 29).

      En nuestros días, el Papa se ha referido en varias ocasiones “al Dios desconocido”. Lo hizo especialmente en el Colegio de los Bernardinos, Paris (12-IX-2008), para decir que la búsqueda de Dios sigue siendo actual como la manifestación más elevada de la razón humana; lo mismo que la disponibilidad para escucharle sigue siendo el fundamento de toda verdadera cultura.

      El 21 de diciembre de 2009, en un discurso a la Curia Romana, Benedicto XVI volvió sobre el tema, sugiriendo la apertura, en la Iglesia, de un “patio de los gentiles” que facilitara sobre todo “el diálogo con aquellos para quienes la religión es algo extraño, para quienes Dios es desconocido y que, sin embargo, no querrían quedarse simplemente sin Dios, sino acercarse a él al menos como Desconocido”.


   El Greco, Expulsión de los mercaderes del templo (1600)

Al expulsar a los mercaderes,
que habían convertido los alrededores de la casa de Dios en una "cueva de ladrones",
Cristo mostró la conexión esencial entre culto y justicia.
Y al mismo tiempo quitó los obstáculos que impedían
que el templo pudiera ser casa de oración para todas las gentes



     Pues bien, el “atrio de los gentiles” se ha puesto en marcha, organizado por el Pontificio Consejo de la Cultura, para relanzar el diálogo entre fe y razón. Después de una primera sesión en Bolonia (febrero de 2011), la segunda se ha celebrado en París. Allí muchos jóvenes han podido escuchar una videoconferencia del Papa, frente al atrio de la catedral de Notre-Dame (25-III-2011).


Coherencia y búsqueda de la verdad

      Por un lado, les decía, “los no creyentes queréis interpelar a los creyentes, exigiéndoles, en particular, el testimonio de una vida que sea coherente con lo que profesan y rechazando cualquier desviación de la religión que la haga inhumana”. Por otro lado, “los creyentes queréis decir a vuestros amigos que este tesoro que lleváis dentro merece ser compartido, merece una pregunta, merece que se reflexione sobre él”. En cualquier caso, añadía, “la cuestión de Dios no es un peligro para la sociedad, no pone en peligro la vida humana. La cuestión de Dios no debe estar ausente de los grandes interrogantes de nuestro tiempo”.

      Convencido de que el encuentro entre la fe y la razón es fructuoso para el hombre, les avisaba, al mismo tiempo, de que “muy a menudo la razón se doblega a la presión de los intereses y a la atracción de lo útil, obligada a reconocer esto como criterio último”. Por eso “la búsqueda de la verdad no es fácil”. Pero el Evangelio llama a cada uno a decidirse con valentía por la verdad, “porque no hay atajos hacia la felicidad y la belleza de una vida plena”. Y Jesús lo dice claramente en el Evangelio: “La verdad os hará libres”.


Derribar los muros del miedo, construir puentes

      Les explicaba que esa búsqueda es la que permite promover la fraternidad más allá de las convicciones, sin negar las diferencias entre creyentes y no creyentes. Puesto que no hay contradicción entre una sana laicidad y la religión, esto comienza por ayudar a todo ser humano, lo que también es un camino hacia Dios. Por eso les exhortaba: “Contribuid a derribar los muros del miedo al otro, al extranjero, al que no se os parece, miedo que nace a menudo del desconocimiento mutuo, del escepticismo o de la indiferencia”.


Alberto Cortez, No me llames extranjero

Abrirse al Dios desconocido
o profundizar en el conocimiento amoroso de Dios,
facilita reconocer que nadie me es ajeno, que todas las personas son,
o pueden llegar a ser, de mi familia.
Y la atención a los demás es, a su vez,
un camino hacia Dios.


     Benedicto XVI animaba a los jóvenes a construir puentes de diálogo entre ellos: “Procurad estrechar lazos con todos los jóvenes sin distinción alguna, es decir, sin olvidar a los que viven en la pobreza o en la soledad, a los que sufren por culpa del paro, padecen una enfermedad o se sienten al margen de la sociedad”.


Abrirse y abrir a Dios un mundo nuevo

      Finalmente, invitaba a entrar en la catedral para hacer oración, para buscar sin miedo a Dios, caminando así hacia un mundo verdaderamente nuevo. “Abrid vuestros corazones a los textos sagrados, dejaos interpelar por la belleza de los cantos, y si realmente lo deseáis, dejad que los sentimientos que hay dentro de vosotros se eleven hacia el Dios Desconocido”.

      En efecto, tanto los no creyentes como los creyentes ganaríamos en preguntarnos, los primeros, cuál es la idea de Dios que rechazan (en lo que probablemente tienen mucha razón); y los segundos, si nuestra vida es coherente con una religión plenamente acorde, a su vez, con la dignidad del hombre. Así todos podremos caminar hacia Dios y contribuir, en familia, a la edificación de un mundo nuevo.




(Publicado en www.analisisdigital.com, 31-III-2011) 

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Leonard Porter, San Pablo predicando en el Areópago (2010)
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domingo, 27 de marzo de 2011

Abolir esclavitudes



Su fe cristiana llevó a William Wilberforce hasta conseguir en 1807 la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico, como se relata en la película Amazing Grace (Michael Apted, 2006). El título se refiere a la popular canción cuya versión inicial compuso John Newton, clérigo y poeta inglés que en su juventud había sido tratante de esclavos. Según la película, cuando era anciano y casi ciego, Newton seguía recitando el final de su canción: “Estaba ciego, pero ahora veo”.


Todo pecado es personal y tiene consecuencias sociales


      Hace algún tiempo se difundió la noticia de que la Iglesia había cambiado los pecados “tradicionales” (los denominados “capitales” porque están en la cabeza de los demás pecados: la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) por unos nuevos pecados, que serían los verdaderos pecados: los “pecados sociales”. Es decir, los que van contra la justicia social y el cuidado de la tierra. Era un malentendido, porque, para empezar, todo pecado tiene una raíz personal. Y, a la vez, todo pecado posee implicaciones para los demás y el mundo. Estas implicaciones –daños reales a los que nos rodean y a la tierra en que vivimos– no se tienen en cuenta o no se perciben como consecuencias de pecados personales.


     La difusión de este tipo de noticias puede deberse a cierta reacción contra una perspectiva individualista del pecado. En efecto, si se piensa que el pecado sólo me afecta a mí y a mis relaciones con Dios, y a nadie más le importa, puede ser difícil reconocer su relación con la justicia. El siglo pasado –como señalaba Benedicto XVI en un encuentro con el clero de Roma (7-II-2008)– se extendió hasta cierto punto una interpretación individualista del Evangelio, donde lo importante era la salvación de la propia alma, y esto –aún siendo fundamental– no podía ser plenamente cristiano; porque alguien se salva en la medida en que se entrega a los otros, para que ellos también puedan salvarse de sus límites, de sus dificultades, y, en último término, de una vida sin sentido. Por eso el pecado nunca afecta sólo al que lo comete, aunque se trate de un oculto pensamiento. En la perspectiva bíblica y cristiana, el pecado es una injusticia a la realidad de las cosas, y, como tal, no queda en la esfera privada o individual, sino que de alguna manera afecta al mundo entero.

     Actualmente quizá estemos –entre otras cosas por la ley del péndulo, que provoca una reacción contraria cuando algo es exagerado– en el otro extremo: Juan Pablo II habló de una “pérdida del sentido del pecado”; sobre todo, de su raíz personal. Y es por aquí por donde ahora parece venir el no reconocer la relación de la injusticia con el pecado. No sólo porque no se vea que todo pecado es una injusticia, sino porque se tiende a reducir el pecado a la injusticia social. 


La raíz de todas las injusticias

     Con esto el problema es que no se descubre la injusticia más “radical”: aquella que priva a cada uno de lo suyo, en aquello que más necesita y en el orden que lo necesita. Y como las personas necesitamos el amor, cuando no se nos da –o no lo damos a Dios y a los demás– cometemos una injusticia. No una injusticia cualquiera, sino la peor de todas las injusticias, la raíz de todas las injusticias que consiste en encerrarse en uno mismo, dando la espalda a la verdad más profunda de las personas y de las cosas; hasta llegar a convertirse cada cual en dios de sí mismo.

     Tal venía a ser la argumentación del Papa en su mensaje para la Cuaresma de 2010. La justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”; porque la persona, “para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle”. Ciertamente, necesita de los bienes materiales (los alimentos, el agua, las medicinas). Pero “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”. Y a este propósito Benedicto XVI recogía una observación de San Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios".

     En cambio, según la Biblia –continuaba el Papa– la justicia se aprende de Dios. Dios se apiada del pobre y del forastero, de la viuda y del huérfano. Y, como consecuencia, dicta los Diez Mandamientos, que no son sino una expresión de la justicia, con Dios y con los demás. Por tanto, para entrar en la justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. Y para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Claro que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere “humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.


La justicia más grande vive por el amor

     Por la obra de Cristo –concluía Benedicto XVI– “podemos entrar en la justicia ‘más grande’, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar”. Al mismo tiempo, con esta experiencia “el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor”. Este es –cabe recordar– el modelo que seguían ya los primeros cristianos en su vida ordinaria, a través de su trabajo, sus relaciones familiares y sociales: una justicia enraizada, presidida, enmarcada, perfeccionada y vivificada por el amor.

     Amazing Grace. Hoy también se necesita abolir otras esclavitudes. En primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la autosuficiencia, la codicia, la posesión o el poder injustos); también las esclavitudes de aquellos que en el seno materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida antes de ver la luz; las de tantos millones de esclavos del hambre, la explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos desamparados. Ojalá que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa maravillosa o “asombrosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora veo”. 



Una primera versión de este texto se publicó,
bajo el título “La justicia vive por el amor”,
en el “Houston Catholic Worker”,
EE.UU, vol.XXX, n. 2 (marzo-abril 2010)

*     *     *

Amazing Grace

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.

(…)

He superado ya muchos peligros,
esfuerzos y enredos;
esta gracia me ha mantenido a salvo hasta ahora,
y la gracia me llevará a casa.

(…)

Cuando hayamos estado ahí durante diez mil años,
resplandecientes como el sol,
no nos quedarán menos días para cantar las alabanzas de Dios
que cuando lo hicimos por vez primera.

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.


viernes, 25 de marzo de 2011

Sacerdotes de hoy


Sacerdotes no sólo por un tiempo sino siempre, que sirven con humildad, anunciando “toda” la voluntad de Dios y confíando en el Señor. Sacerdotes capaces de renovarse continuamente, velando por su propia vida espiritual para atender a los fieles que el Espíritu Santo ha puesto a su cargo. Sacerdotes que pasan en medio de las dificultades llevando el consuelo de Dios, cuidando especialmente de los pobres y los débiles. Y para todo eso, sacerdotes que se apoyan en la oración.

     Tal es el perfil del sacerdote que Benedicto XVI ha trazado ante el clero romano (10-III-2011), a partir de un pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que recoge la despedida de San Pablo de los presbíteros de Éfeso (cf. Hch 20, 17-38).

     1. Ante todo, disponibilidad plena, servicio y humildad, anuncio “integral” de la voluntad de Dios y confianza en Él. Aunque a veces haya que realizar tareas no demasiado espirituales, “no se es sacerdote sólo por un tiempo; se es siempre, con toda el alma, con todo el corazón. Este ser con Cristo y ser embajador de Cristo, este ser para los demás, es una misión que penetra nuestro ser y debe penetrar cada vez más en la totalidad de nuestro ser”. Servicio y humildad son dos palabras claves. Servir quiere decir “no buscar mis preferencias, mis prioridades, sino realmente ‘ponerme al servicio del otro’. Y la verdadera humildad consiste en no buscar ante todo que nos vean ni dejarse llevar por el qué dirán; “no aparecer ante los hombres, sino estar en la presencia de Dios y trabajar con humildad por Dios, y de esta manera servir realmente también a la humanidad y a los hombres”.

     Así se entiende que el sacerdote deba predicar no las preferencias personales, sino asumir el “compromiso de anunciar toda la voluntad de Dios, también la voluntad incómoda, incluidos los temas que personalmente no agradan tanto”. ¿Cómo saber dónde está la voluntad de Dios?: “La doctrina, la liturgia, la moral y la oración ­­­‑las cuatro partes del Catecismo de la Iglesia católica‑ indican esta totalidad de la voluntad de Dios”. He ahí la sencillez y la riqueza de la fe, donde encontramos la verdad, la belleza, la bondad de Dios.

     2. También el sacerdote ha de renovarse de continuo, con el paso de los años, convirtiéndose hacia la verdadera realidad, que es Dios y no las cosas materiales, y dejando que esa realidad integre la personalidad, la inteligencia y el corazón. Y por eso es necesario “dejarme transformar, con toda mi vida, por la Palabra de Dios”, por la oración, por la unidad con la Iglesia. Esto ayuda a “tener las prioridades justas”, sin una preocupación excesiva sobre la salud o las condiciones del trabajo pastoral; sin permitir que un activismo de buenas intenciones destruya la vida espiritual por falta de oración; porque todo esto es condición para velar por la grey que se nos ha confiado.

     3. Sacerdotes que, a la vez, no se sorprenden por las dificultades, sino que van adelante con alegría y esperanza, cuidando especialmente de los más necesitados. “La opción preferencial por los pobres, el amor por los débiles, es fundamental para la Iglesia, es fundamental para el servicio de cada uno de nosotros: estar atentos con gran amor a los débiles, aunque tal vez no sean simpáticos, sino difíciles”.

     Estas actitudes se resumen en la oración. San Pablo se despidió de Éfeso rezando con los presbíteros de rodillas: “Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad”.

     Así se perfila la sencillez y la grandeza del sacerdocio, que es don y tarea, yugo y alegría. Así son los sacerdotes que requiere la nueva evangelización. 


(publicado en www.religionconfidencial.com, 21-III-11)
 

martes, 22 de marzo de 2011

Dragones




Con cierta frecuencia el cine tiene que afrontar un desafío: combinar los hechos reales con la ficción. Esto sucede también en la película “Encontrarás dragones” (R. Joffé, 2011). Su director explicaba el porqué del título en una entrevista que concedió a la agencia Zenit (1-I-2011 y 6-I-2011): “Los mapas medievales calificaban los territorios desconocidos con las palabras ‘Hic sunt dragones’, ‘aquí hay dragones’. Cuando comencé a investigar sobre el tema y a escribir el guión, dado que realmente no sabía lo que me esperaba ni cómo acabaría, ‘Encontrarás dragones’ me pareció un título apropiado”.


Cada uno tiene sus dragones, por dentro y por fuera

      El entrevistado continuaba diciendo que dragones son, para cada uno, todos los desafíos fundamentales y los dilemas de la existencia, los “momentos de inflexión en nuestras vidas en los que afrontamos opciones decisivas”; allí donde se plantea la dificultad y la necesidad de vencer las tentaciones de odio, resentimiento y violencia.

     Los dragones son, en palabras de Roland Joffé, “las guerras civiles de nuestra vida ordinaria”. Y es que “puede verse la vida como una serie de injusticias, de rechazos y heridas, o como una serie de oportunidades, de ocasiones, para vencer a esos dragones a través del poderoso deseo de sustituir el odio por el amor y la unidad”.

     Reconoce haber quedado impresionado por “la convicción de Josemaría de que todos somos santos en potencia, por su fe en que cada quien es en última instancia capaz de acabar con sus propios dragones”. Por eso espera “que la gente que vea la película lo descubra en sus propias luchas con sus dragones, y que comprenda que ningún santo ha llegado a serlo sin haber luchado”.

     En efecto, ¿no es bueno ir detectando los propios dragones, también como requisito para ayudar a que otros puedan descabezar los suyos? ¿Qué son sino dragones la intolerancia y la dictadura del relativismo? ¿No son otros dragones los prejuicios que nos alejan de los demás, nos encierran en nosotros mismos y nos impiden “hacernos cargo” de sus circunstancias? ¿Y la tendencia al bienestar, la seguridad y la comodidad, que nos hace ir demasiado deprisa sin mirar siquiera a los que, a nuestro lado, nos necesitan?

      Menos mal que, a veces por caminos insospechados, se encienden luces y se descubre que, junto a la fragilidad humana, camina también la grandeza de lo divino. En último término, la batalla contra los dragones se juega en el terreno del amor.




Detrás de las cámaras


Una película sobre el amor, la fragilidad humana y las opciones divinas

      Esto es lo que aparece también en esta película, que, en opinión de su director, habla del perdón y la reconciliación, y que “es sobre todo una película sobre el amor, sobre la fuerza de su presencia y sobre el árido y aterrador mundo en el que vivimos con su ausencia”.

     Ahora bien –advierte–, “el amor no siempre es fácil, no puede serlo. No puede proceder de una actitud de superioridad, sólo puede proceder de una actitud de humildad y de humanidad. Y, sin embargo, su belleza es poderosa”. El amor –continúa­– sólo puede lograrse poniéndose en la piel del otro y perdonando. De nada sirve demonizarle en nombre de un ideal único del amor, ya que el amor reviste muchas formas. En la opinión del cineasta, “sólo si se comprende la trágica falibilidad de todos los seres humanos y de todos los comportamientos humanos, podemos encontrar la senda del entendimiento y de esa profunda empatía, ese sentido de identificación con el otro, que libera de la demonización y de las espirales de violencia sin esperanza”.

     Lo que le parece claro es que “los seres humanos, en sus relaciones unos con otros, toman opciones divinas, opciones que afectan profundamente a la vida de los demás y al mundo que les rodea”. Y añade: “Esta interconexión constituye el fundamento del amor: lo que hacemos a favor o en contra de los demás nos afecta a nosotros y a ellos porque todos estamos unidos los unos a los otros”.

     Por eso entiende que “el amor no es algo caído del cielo”. Como seres humanos “tenemos que encontrar este amor profundo en nosotros mismos, comprendiendo la belleza escondida de nuestra fragilidad y de la fragilidad de los demás, en un sentido profundo que ilustra, me parece, la historia de Cristo”. 


Percepción de la realidad y lucha contra los dragones

     Todo esto, a su juicio, concuerda con lo que la física ha descubierto: “He acabado por comprender que el gran descubrimiento de la física moderna consiste en que nuestra percepción de la realidad se basa en modelos fabricados por nuestro cerebro y que, por tanto, existen numerosos modelos de realidad”. Aunque muchos de ellos son insuficientes para explicarlo todo, “esta comprensión no excluye la idea de Dios o una dimensión espiritual del inmenso universo en el que moramos”; más aún, “nos ofrece también una oportunidad para reinterpretar y redefinir lo espiritual”.


Otras palabras del director


   

      Desde el comienzo de su pontificado Benedicto XVI viene encendiendo una potente luz, como arma eficaz contra los dragones propios y ajenos, y como camino para alcanzar la plena sabiduría. Es el corazón de la fe cristiana y suena así: “Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él” (1 Jn, 4, 16). Es lo que da unidad al mensaje cristiano, y, en definitiva, lo que lo hace creíble. Vivir el Evangelio es, por eso, vivir el amor, también en medio de dragones.




(Texto publicado en www.cope.es, el 22-III-2011)

viernes, 18 de marzo de 2011

Volver al padre



Se dice que la modernidad tomó en serio el mito del hijo (Perseo) que, por la fuerza del destino, ha de matar al padre (Acrisio). Dejando ahora aparte sus innegables conquistas al servicio del hombre, la modernidad ha perdido su memoria y la conexión con sus raíces. Ha identificado al padre con la autoridad y a ésta con el poder del que quería librarse. Al mismo tiempo ha quebrado la piedad (parte de la virtud de la religión) y las manifestaciones de respeto y cariño hacia los progenitores. Y ha terminado oponiéndose a la vida: no sólo dudando si vale la pena, sino incluso arrogándose el poder de suprimirla recién concebida o en cualquier otro momento si estorba, sobre todo la vida débil, disminuida o enferma, de modo particular en su etapa final.

 
Necesidad del padre

      Pero los hijos necesitan valorar y querer a su padre, y que él los valore y los quiera; y cuando esto no se produce, surgen problemas afectivos. También el padre necesita comprenderse y mostrarse a sí mismo como padre. Y todo ello comienza para él, a su vez, cuando es niño –hijo– y va configurando su imagen de lo que es un padre.


      El cine abunda, como tema principal o tema importante, en este recuperar la imagen o la figura del padre, en esta nostalgia del padre. Y esto en formas muy distintas. Los replicantes de “Blade Runner” (R. Scott, 1982) buscan desesperadamente a su creador; como sugerente metáfora de su semejanza con los hombres, buscan a un “padre”, para reclamarle nada menos que la inmortalidad. En “Paris, Texas” (W. Wenders, 1984) es el padre mismo quien intenta recuperar su identidad reconociendo a su hijo y devolviéndolo a la madre. La trilogía de Kieslowski (“Tres colores”: “Azul”, “Blanco” y “Rojo”, 1993 y 1994), refleja una idea de Dios más cercana al Juez del Antiguo Testamento que al Padre misericordioso del Evangelio, pero siempre desde la búsqueda espiritual. A. Holland le hace decir a su Beethoven (“Copying Beethoven”, 2006): “Mi padre era un animal y un borracho. Si Dios es mi padre, reniego de él”; pero luego, en la novena sinfonía el coro cantará: "Hermanos, sobre la bóveda estrellada debe habitar un Padre amoroso". En “El niño con el pijama a rayas” (M. Herman, 2008), Bruno se introduce en el mundo de su amigo Schmuel para ayudarle a encontrar a su padre y comparte su destino. Y así podríamos seguir.


   La perspectiva cristiana ilumina poderosamente la realidad de la paternidad junto con la maternidad. El cristianismo es también una “patro-logía”: una teología del padre –que tiene entrañas de madre– y más aún, una profunda y plena vivencia de las relaciones paterno-filiales. 


Para ser buen padre, hay que ser buen hijo

     En su encíclica Dives in misericordia (1980), Juan Pablo II señalaba que es difícil comprender y vivir lo que es ser padre si uno no se esfuerza en ser buen hijo. Ya en 1964 compuso un poema sobre la paternidad, donde pone en boca de Adán sus reflexiones: “Siendo padre de tantos, tantos hombres, debo ser niño: cuanto más padre, más niño”. Adán descubre la necesidad de mirar a Cristo, porque en Él se revela el amor del Padre. Y ese amor se transforma, en Cristo, en el amor del esposo, que se entrega por la humanidad y cada persona, “como amante por su amada”. Así en Cristo se manifiesta esa gran trilogía que ilumina toda paternidad humana (física o espiritual) y la eleva al nivel divino: padre, niño, amor.


    Con otras palabras, para todo padre, lo prioritario es ser buen hijo de Dios. Y, desde ahí, lo siguiente es el amor a la esposa, renovado y demostrado cada día en lo grande y en lo pequeño. Los hijos son primero de Dios y en segundo lugar, y continuamente, fruto del amor de los esposos. Y todo esto tiene también su reflejo paralelo en el ámbito de la paternidad espiritual. José de Nazaret hizo las veces de padre de Jesús, y mostró de manera eminente cómo debe ser un padre. 


El Greco, San José con el Niño (h. 1597-1599)

      Explicando el Padrenuestro, dirá Joseph Ratzinger en su libro “Jesús de Nazaret” (primera parte) que “ser hijo no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza”. Más adelante en la misma obra, a propósito de la parábola del hijo pródigo, retoma lo que significa volver al Padre y acoger su abrazo: “El ‘yugo’ de este brazo no es un peso que debamos soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en hijos”. Por otra parte –afirma en diversos lugares– sólo volviendo a Dios, nuestro Padre común, nos podemos volver a encontrar con nuestros hermanos. Volver al Padre es para los cristianos experimentar la alegría de la confesión sacramental. Y para todos está abierta su casa, la familia de Dios que es la Iglesia.



*    *    * 


 Montserrat Caballé canta el Padrenuestro
en la Ciudad de las Artes (Valencia),
el 9 de julio de 2006

*     *    *


 
Versión ampliada de un texto que se publicó en www.zenit.org, el 18-III-2009
Fue reproducida en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios", 
ed. Eunsa, 2010

martes, 15 de marzo de 2011

Ser cristiano: vocación al compromiso

 San Martín y el mendigo, El Greco (h. 1597-1599)


Ser cristiano es una vocación (una llamada) al amor y la verdad. Si toda persona tiene esta llamada, el cristiano debe comprometerse con Dios para servir a las necesidades materiales y espirituales de todas las personas del mundo, comenzando por los que tiene más cercanos (su familia, sus amigos).

     La encíclica Caritas in veritate, donde el término “vocación” (llamada) aparece en 25 ocasiones, afirma:

     “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano”. Esa vocación universal al amor y a la verdad es manifestada por Jesucristo, que la libera de las limitaciones humanas y la hace plenamente posible.

      En la medida de su respuesta a esa llamada –explica el documento–, “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”.

     Puesto que toda llamada espera una respuesta, ¿cuáles serían las condiciones para responder a esta “vocación al desarrollo humano”? La encíclica señala tres condiciones principales: la libertad, la verdad y la caridad.

     a) La libertad va siempre unida a la responsabilidad, palabra que viene de responder. Y deben responder a esa llamada –de Dios, del propio ser humano y de las personas necesitadas– cada cristiano y también las estructuras e instituciones sociales y eclesiales.

     b) Responder al desarrollo humano con la verdad significa “promover a todos los hombres y a todo el hombre”. Con otras palabras: preocuparse por todos, con espíritu de solidaridad y corazón universal, y atender a todas las necesidades reales de los demás, las del cuerpo y las del espíritu. A este propósito el Evangelio es fundamental, porque enseña a conocer y respetar el valor incondicional de la persona humana. Cristo revela el hombre al propio hombre –señala el Concilio Vaticano II– y, así, le muestra que su valor es grande para Dios. Le muestra “el gran sí de Dios” a todos sus anhelos.

     De aquí deduce el Papa que sólo abriéndose a Dios el hombre puede ser feliz y realizarse plenamente: “Precisamente porque Dios pronuncia el ‘sí’ más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar –ante todo– el propio desarrollo” y contribuir al desarrollo de los demás.

     c) Finalmente, “la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad”. Las causas del subdesarrollo –se lee en la encíclica– no son principalmente materiales, sino que radican, primero, “en la voluntad que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad”. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente a la voluntad (por eso se requiere configurar un “humanismo nuevo”). Y, sobre todo, la causa está en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.

     Ahora bien –se pregunta Benedicto XVI–, ¿podrán los hombres lograr esta fraternidad por sí mismos, especialmente en nuestra era de la globalización? Y responde que no, porque la fraternidad nace de Dios Padre, que nos amó primero y nos enseñó mediante su Hijo lo que es la caridad fraterna. De ahí también –añade– que la vocación para el desarrollo requiere hoy la urgencia de la caridad de Cristo.

     Sólo esa urgencia de la caridad permite responder a los aspectos concretos y costosos de esa llamada. Así es la intervención en la vida pública, cultural y política, cada cual según su condición. “Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis”. Otro aspecto es el cuidado y la responsabilidad por la naturaleza; y, antes, el cuidado respetuoso de cada persona en la familia, en la empresa, en la universidad, sabiéndose servidores y no dueños de los demás. Responder a esta vocación requiere del trabajo y de la técnica que de él procede. En todo caso, Benedicto XVI proclama la necesidad de formar “hombres rectos… que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.

     Finalmente, conviene subrayar que esta vocación no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que viene de Dios. Por eso, antes que nada, y continuamente, es preciso acoger a Dios en nuestra vida, dejarle entrar libremente y seguirle con toda fidelidad y entusiasmo. Ha llegado la hora –especialmente para los jóvenes y más aún para los universitarios– del compromiso con Dios y los demás. Pues “sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero”.

(La primera versión se publicó en www.cope.es, el 26-VII-2010)

*     *     *



Ralph McTell, Streets of London

(traducción)

¿Te has fijado en aquel viejo,
en el mercado cerrado,
pateando papeles
con sus gastados zapatos?
En sus ojos no hay ningún orgullo
y sujeta suavemente en su costado
el periódico de ayer con las noticias de ayer

Entonces, ¿cómo puedes decirme tú que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión


¿Te has fijado en aquella chica
que camina por las calles de Londres,
con su cabello polvoriento y sus ropas andrajosas?
No tiene tiempo para hablar,
simplemente sigue caminando
llevando su casa en un par de bolsas de plástico.

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión


En el viejo café que está toda la noche abierto
a las once y cuarto
el mismo viejo de siempre se sienta solo,
contemplando al mundo
desde el borde de su taza de té…
cada té le dura una hora
y luego se va deambulando solo a casa.

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?.

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión

¿Te has fijado en aquel viejo
afuera de la casa de los marinos,
cuya memoria se marchita junto
con las cintas de la  medalla que lleva?
En nuestra ciudad invernal
la lluvia llora con un poco de pena
por un héroe más entre los olvidados
y un mundo que no le importa

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?.

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión




La zarza ardiente: el misterio del encuentro


Moisés ante la zarza ardiente, M. Chagall
(Más información sobre la imagen: Musée Chagall, Nice)

La herencia judía –configurada por el Dios vivo–, el alma rusa –transida de cristianismo y de vitalidad–, la historia europea del siglo XX y la cultura occidental –con sus avances y paradojas–, la nostalgia de la niñez y de las tradiciones populares, el sentido profundo de los símbolos, el dominio de la fantasía surrealista, una llamativa capacidad para observar el mundo como una vidriera de intensos y vivos colores. Todo eso se junta en la obra de Marc Chagall (1887-1985), pintor francés, de origen bielorruso, cuyo verdadero nombre era Moishe Shagal. 

     En el museo nacional de Niza que lleva su nombre, Chagall tiene una colección denominada “mensaje bíblico”. Uno de sus cuadros, de fondo azulado oscuro, representa el encuentro de Moisés con la zarza ardiente, en el monte Horeb. Allí le habla “El que es” para convocarle a su misión de pastor y liberador de su pueblo. Moisés, ataviado con una túnica blanca, está de rodillas, descalzo, adorando el fuego que sale de la zarza. De su cabeza brotan los haces de la luz que –según el libro del Éxodo– llenaba su rostro, por haber hablado con Dios. Sobre la zarza, un ángel en el centro de un círculo coloreado de amarillo, rosa y rojo, corona la escena, como intermediario entre la llamada de Moisés, a la derecha, y la ejecución de su misión, del otro lado: Moisés de nuevo, con la faz de un amarillo resplandeciente, con un manto largo que representa –¡allí están todos ellos diminutamente constituyendo ese manto!– la multitud del Pueblo de Israel atravesando el Mar Rojo a la salida de Egipto, como haciendo un sólo cuerpo con Moisés que camina hacia las tablas de la Ley, mientras el ejército egipcio, que les persigue, es engullido por las aguas.

      Cualquiera que haya oído hablar de esa escena y la contemple ahora así, necesita el silencio para observar y escuchar (“lo que hemos visto y oído”, dice San Juan en su Evangelio) un mensaje que, en perspectiva cristiana tiene a Jesús por centro. 



Moisés y la zarza ardiente, fresco en la pared occidental
de la sinagoga de Dura-Europos (Siria), s. IIII



      En efecto, Jesús es “el nuevo Moisés”, apunta once veces Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret” (volumen primero). Jesús es el que habla cara a cara siempre con Dios; el que libera a la humanidad definitivamente; el que le da el “pan del cielo” (la Eucaristía) que la alimenta por el desierto de la vida; el que calma su sed con el “agua viva” (la gracia), que surge de esa roca que es la fidelidad de Dios a sus promesas, encarnadas en Cristo. Cristo nos entrega además el nuevo Decálogo de los Mandamientos, no sólo como resumen de la Ley Natural, sino perfeccionado con las Bienaventuranzas, que son el vivo retrato suyo y del cristiano.

     Si ya el encuentro con las personas, decía Yves Congar, es un gran misterio, cuánto más los encuentros de cada uno con Dios, antes o después, siempre en toda vida. ¿Cómo se inscriben en sus designios de salvación? ¿Qué papel ocupan en esos designios? ¿Cómo de esos encuentros –de la llamada interior que un alma experimenta, quizá desde niño o en sus años jóvenes, o de repente en una edad avanzada– depende tal vez el destino de otros muchos? ¿Cómo el fuego del Amor –el Espíritu Santo– se las arregla para llamarnos la atención, como a Moisés, y decirnos que sí, que Dios cuenta con nosotros de modo personalísimo, y que en el concierto inmenso de la historia espera que suene nuestra melodía cuando toque –si queremos, claro está–?


     Especialmente la cuaresma es tiempo de vigilancia, de estar alerta, con la oración y la justicia, que es consecuencia de la oración, porque es dar “a cada uno lo suyo” en el sentido más profundo. Primero dar “lo suyo” a Dios: el amor, el respeto, la adoración. Y dar a los demás también lo suyo, que seguro tiene que ver con lo “nuestro”, con lo de Dios y lo de todos; pues, como predicaba San  Josemaría Escrivá, “todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina”.


Una primera versión de este texto fue publicada 
en www.religionconfidencial.com, el 9-III-2010

viernes, 11 de marzo de 2011

Mensajes vivos

 
Rembrandt, El retorno del hijo pródigo (h. 1662)
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El cuadro de Rembrandt representa la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de San Lucas (15, 11-32). El padre misericordioso recibe y perdona al hijo lleno de harapos que vuelve a él, después de haber dilapidado la herencia. A la derecha se ve un personaje que podría ser el hijo mayor. Otras figuras no identificadas quedan en la sombra.
      La luz cae sobre la escena principal. Del padre llaman la atención dos cosas: sus manos diferentes, una masculina y otra femenina, como si el pintor quisiera sugerir que Dios es Padre y también tiene sentimientos de madre; y sus ojos, cegados de tanto mirar al horizonte del camino esperando el regreso de su hijo.
      Esta actitud amorosa contrasta con la del hijo mayor, incapaz de reconocer al otro como su hermano, y de esta manera se incapacita a sí mismo para reconocer la importancia de la conversión y del perdón, de la alegría y de la fiesta del retorno. (Ver la interpretación de Marc Chagall)

*     *    *

Ante el sufrimiento y las necesidades que vemos en el mundo, hay que movilizarse, pero no basta. Es necesario dejar el hombre viejo (cf. Col. 3, 9), inclinado a separarse de Dios y despreocuparse del prójimo. En cambio, quien vive junto a Cristo aprende a ver las cosas desde Su perspectiva de Hijo de Dios, experimenta Sus sentimientos y en todo lo que hace busca el bien auténtico de quienes le rodean de una manera más completa, eficaz y constante.

      En sus mensajes para la Cuaresma, Benedicto XVI ha venido subrayando aspectos centrales del encuentro con Cristo y de la vida en Él, que siempre se traduce en la caridad: la “salvación integral” del hombre (2006) –que luego desarrollaría en su encíclica “Caritas in veritate”–; la cruz como revelación del amor de Dios en Cristo (2007); el sentido de la limosna (2008); el valor y la razón del ayuno (2009); la promoción de la justicia vivificada por el amor (2010); y, finalmente, este año, el redescubrimiento del Bautismo.

      “El Bautismo no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo”.

      Las cinco semanas que constituyen la Cuaresma señalan –con el Evangelio del domingo correspondiente– jalones de un camino: la lucha contra las tentaciones, la oración desde la contemplación de la gloria de Cristo en su transfiguración, la apertura al don del Espíritu Santo con su gracia (agua viva para la sed de Dios), la luz de Cristo que nos lleva a vivir de fe, y el horizonte de la vida plena (vida eterna incoada ya en la tierra) como meta del cristiano.

     Para facilitar esta conversión, la Cuaresma vuelve a proponer tres prácticas cristianas tradicionales: el ayuno, la limosna y la oración. El Papa dice que para el cristiano el ayuno “no tiene nada de intimista”. Y así es, porque tanto el ayuno como la limosna y la oración, no buscan que alguien se quede ensimismado en la propia interioridad, buscando simplemente “sentirse bien”, al margen de los problemas del mundo. Al contrario, el ayuno, la limosna y la oración son como tres puertas que nos abren a Dios y a las necesidades de los demás. El cristiano no es alguien que cuando reza o se sacrifica por otros busca sentirse bien, sino unirse al Bien que es Dios y, en consecuencia, hacer el bien a todos.

     “La idolatría de los bienes (materiales), en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro?”

      En cuanto a la oración, es la raíz de todo este camino, pues nos permite situarnos en la perspectiva que da sentido y horizonte a nuestro tiempo. “En la oración encontramos tiempo para Dios, para conocer que ‘sus palabras no pasarán’ (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que ‘nadie podrá quitarnos’ (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna”.

      Por tanto “el periodo Cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad; acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”.

      Cada Cuaresma es una invitación a tomar conciencia de que sin Dios la existencia humana carece de sentido pleno. Para los que ya siguen a Cristo, una oportunidad de purificar la vida y las intenciones, de alargar la mirada, de renovar las fuerzas para seguirle más de cerca, y, como consecuencia, abrirse más a las necesidades materiales y espirituales de los otros. 
 
     En la cultura de la comunicación, los cristianos quedamos emplazados ante la responsabilidad de convertir nuestra propia vida en “buena noticia” (Evangelio): en un mensaje salvador que otros pueden percibir y aceptar porque está avalado por la conducta, el testimonio y los argumentos de quienes comparten con ellos sus trabajos, sus alegrías y sus penas: “Con nuestro testimonio evangélico –ha señalado Benedicto XVI en su homilía del Miércoles de Ceniza–, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchos casos somos el único Evangelio que los hombres de hoy leen aún”. Es éste un motivo más para vivir bien la Cuaresma: “Ofrecer el testimonio de la fe vivida a un mundo en dificultad que necesita volver a Dios, que tiene necesidad de conversión” (9-III-2011). 

     Volver a Dios para morir a uno mismo y resucitar, contribuyendo a dar vida a los demás. Tal es la tarea constante del cristiano. 



Pero a tu lado (Los Secretos)

*     *     *
(Versión ampliada de un texto publicado en www.cope.es, 11-III-2011)

martes, 8 de marzo de 2011

Oración y vida corriente

 Nathan Greene, Marta y María

Jean Corbon (1924-2001) fue profesor de liturgia en el Líbano. Con sus aportaciones, intervino, muy notablemente, en el texto de la cuarta parte del Catecismo de la Iglesia Católica (sobre la oración), en una época (finales de los años ochenta) en que eran frecuentes los bombardeos sobre Beirut. A veces, cuando sonaban las alarmas y debía ir al sotano junto con otras personas, seguía allí trabajando. Es lógico imaginar que quien recibió, en aquellas circunstancias, el encargo de explicar qué y cómo es la oración de los cristianos, lo haría pidiendo la paz de Cristo para todos.
     La oración es básicamente el diálogo personal con Dios, realizado con palabras espontáneas o con fórmulas cristianas tradicionales (el Padrenuestro, el Avemaría, etc.), o incluso con pocas palabras, pues basta una mirada de afecto, una sonrisa agradecida, un ofrecimiento de una pena.
     La oración presupone y demuestra la fe, y también la fortalece. Y siempre, de alguna manera, se traduce en compromiso de servicio: no tiene nada que ver con una huída de la vida, de las necesidades de los demás o de los asuntos cotidianos, la mayoría bien normales o corrientes, y de los otros no tan corrientes, pero que la vida trae consigo en forma de dificultades o crisis.
     En casa de su amigo Lázaro, Jesús le dice a Marta: “Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada” (Lc 10, 38-42). Esto no significa que Marta tuviera que abandonar sus tareas para sentarse como su hermana a escuchar al Maestro. Significa que el activismo sin la oración no sirve de mucho, y puede convertirse en un obstáculo para uno mismo y para los otros. Se trata de una llamada a la prioridad de la oración como raíz y alimento, impulso y alma de la vida ordinaria. Y, para la mayor parte de los cristianos (los fieles laicos), es una exhortación a la contemplación de Dios, suma belleza, bien y verdad; no “al margen de” lo ordinario, sino “en y por” las mismas tareas familiares, profesionales y sociales de cada día. 




La historia del lechero (San Josemaría)

     Esto en la práctica se consigue si se dedican ratos diarios, concretos y exclusivos a la oración (sin hacer otra cosa); y con un esfuerzo, sostenido por la dirección espiritual, para convertir el día en una relación con Dios que tenga por centro y raíz la Eucaristía. Todo ello, sin salirse cada uno de su sitio, de las actividades normales y de los propios deberes con los demás, con el convencimiento de que la oración es garantía de una vida humana y cristiana plena.
     De esta manera, el cristiano corriente (que no es sacerdote ni religioso en el sentido canónico) que busca la amistad con Dios y lucha contra el pecado, está llamado a vivir con Cristo, gracias al Espíritu Santo, principio de unidad y vida en la Iglesia. Desde esa íntima vida y unión con su Señor, el cristiano lleva a cabo el diálogo con Dios Padre (la oración), bajo el impulso del mismo Espíritu Santo que llenaba de amor el trato filial de Jesús con su Padre.
     Y así el cristiano poco a poco va aprendiendo a contemplar cuanto le rodea con los ojos de Cristo, a amar con Su corazón, a cultivar el espíritu de servicio y entrega por el bien de todos: Por Cristo, con El  y en El (final de la Plegaria Eucarística) “nos implicamos en la dinámica de su entrega” (Deus caritas est, n. 13).
     Por tanto la oración se vincula estrechamente a la Misa; de ella surge y en ella desemboca siempre, porque la Eucaristia es la actualización de la entrega de Cristo en la Cruz y su resurrección gloriosa. Por eso la Misa es centro y culmen de la vida cristiana, y escuela primera de la oración. En prolongación de la Misa y preparación de la siguiente, la oración cristiana se despliega a lo largo del día en acción de gracias y alabanza a Dios, petición e intercesión por todos.
     Todos los cristianos, y no sólo unos pocos elegidos, estamos llamados a una oración auténtica, que haga plena nuestra vida, aspirando a una unión con Dios más alta que la que pudiera lograr cualquier “mística” meramente humana.
     Es importante darse cuenta de que la relación personal con Dios a través de la oración y los sacramentos, nos une con todos los miembros de la familia de Dios que es la Iglesia, a la que están llamadas todas las personas: “La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo sólo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán”. Así se entiende que “el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos: el Dios encarnado nos atrae a todos hacia sí” (ib. 14). Y por eso la oración (junto con la Eucaristía) se vincula esencialmente al ejercicio práctico del amor, a una vida y un trabajo movido y finalizado por el amor.
     En definitiva, nunca la oración cristiana auténtica es un “ensimismamiento” individualista. Esto se cumple incluso en oraciones tan “subidas” como la que puede mostrarse en el poema “Noche oscura” de San Juan de la Cruz: una canción del alma que busca a Dios, en medio de ciertas dificultades y pruebas (que todos, de una manera u otra, hemos de pasar). Ese poema se puede interpretar también, en un plano aún más profundo, como la canción de la Iglesia que anhela unirse aún más con Cristo, y comunicar su amor al mundo. Expresa, por tanto, el horizonte de la oración de todo cristiano, también de los niños y los sencillos.
     La oración personal, si es verdadera, es oración en comunión de amor con Dios y los demás; y brota siempre de nuevo –desde esa comunión– para convertir la propia vida (las alegrías y las penas, el trabajo y el descanso, todas las tareas y actividades) en amor.
     Este es el fundamento –expresado en la Biblia y en los escritos de los santos con el símbolo del amor esponsal– de la inseparable unidad entre oración y vida, contemplación y acción, amor a Dios y amor al prójimo, vocación cristiana (laical, sacerdotal, religiosa) y misión de la Iglesia en el mundo y para el mundo. 

 (Texto publicado en www.analisisdigital.com, 8-III-2011)

*    *    * 


 
Lorenna McKennitt, Dark Night of the Soul 
Noche Oscura del alma (San Juan de la Cruz)


En una noche oscura,
con ansias en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada,
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa,
sin otra luz ni guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierta que la luz del mediodía,
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía,
en parte donde nadie parecía.

¡Oh noche que me guiaste!,
¡oh noche amable más que el alborada!,
¡oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!

En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba,
allí quedó dormido,
y yo le regalaba,
y el ventalle de cedros aire daba.

El aire de la almena,
cuando yo sus cabellos esparcía,
con su mano serena
en mi cuello hería,
y todos mis sentidos suspendía.

Quedéme y olvidéme,
el rostor recliné sobre el amado,
cesó todo, y dejéme,
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.











sábado, 5 de marzo de 2011

Atreverse a volar

Sapere aude, decía Kant: “Atrévete a pensar”. En nuestra época se nos dice con frecuencia: “Atrévete a volar, vete más allá de lo establecido, no te conformes con las rutinas y los estereotipos”.
Es cierto que para romper con los acostumbramientos, hay que atreverse a volar alto: más allá de la mediocridad, de la comodidad, del aburguesamiento. Pero no hay que olvidar que las personas necesitamos una adecuada proporción entre estabilidad y dinamismo, identidad y desarrollo, tradición y progreso. Algo así como los árboles, que sólo crecen y extienden sus ramas en el espacio irguiéndose sobre sus raíces.



La caída de Ícaro (Marc Chagall, 1975)


Ícaro era hijo de Dédalo, arquitecto del laberinto de Creta. El rey Minos puso a los dos en prisión por colaborar con los troyanos, pero consiguieron escaparse. Planearon cruzar el mar con unas alas hechas de plumas, que pegarían a su cuerpo con cera. Dédalo advirtió a Ícaro que no volase demasiado alto porque el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo porque la espuma del mar mojaría las alas y no podría volar. Pero el muchacho no hizo caso de la sabiduría de su padre y subió en exceso, hasta que el sol ablandó la cera que mantenía unidas las plumas y éstas se despegaron. Así que cayó en picado al mar. Lo inmortalizaron en sus cuadros Peter Bruegel (s. XVI) y Marc Chagall (s. XX), aparte de tantos poemas, composiciones musicales y referencias en el teatro y el cine.
Esa leyenda mitológica me venía a la memoria al leer algunos pasajes de la homilía de Benedicto XVI en la vigilia pascual de 2007. Es cierto, observaba, que el alma del hombre es inmortal, pero su fuerza no basta para elevarse hacia Dios. “No tenemos alas que podrían llevarnos hasta aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no el estar con Dios”. Con este argumento de sabor agustiniano, invitaba el predicador a mirar hacia lo alto: “El hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba”. ¿Qué hacer?
Solos no podemos nada. Pero Cristo ha bajado a los infiernos, hasta la noche de la muerte, y ha resucitado triunfante. Si nos agarramos a Él, en comunión con su Cuerpo, podemos llegar hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas: “Unidos con su amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él”.
Ya el día anterior, al final del Via crucis en el Coliseo romano, escenario del testimonio de los mártires, señalaba el Papa que el amor de Dios abre nuestro corazón a las necesidades de los que nos rodean. Para los primeros cristianos “convertirse a Cristo, hacerse cristiano, quería decir recibir un corazón de carne, un corazón sensible a la pasión y al sufrimiento de los demás”. Sólo Cristo nos puede sacar definitivamente de la insensibilidad y dureza de corazón. “Se hizo hombre para darnos un corazón de carne y despertar en nosotros el amor por los que sufren, por los necesitados”. Con la mirada en Cristo parece repetirnos Benedicto XVI insistentemente: “Atrévete a amar”.


Rosana, Si pongo corazón
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El texto fue publicado en www.ssbenedictoxvi.org, el 22-IV-2007
y reproducido en el libro
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios",
ed. Eunsa, 2010