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lunes, 24 de octubre de 2011

Esperanza en la noche oscura


A veces lo más difícil no es perdonar a otro, sino perdonarse a sí mismo (esto es más fácil, y definitivo, si se cuenta con Dios). La película “Camino a la libertad” (Peter Weir, The way back, 2010), ambientada en 1940, relata cómo unos fugados de un gulag en Siberia recorren 6000 kilómetros hasta la India. Un camino por un valle oscuro, guiados por la esperanza. 

      El líder del grupo, el polaco Janusz, anhela encontrarse con su esposa, para evitar que siga culpándose a sí misma, por haberle delatado bajo tortura. Los otros tienen también, cada uno, que perdonarse algo, con sus historias y sus esperanzas. La oración de todos, cuando alguno se va quedando en el camino, va jalonando esa aventura y drama que simboliza también nuestra existencia. 


     El director de la película manifestaba en el New York Times (7-I-2011): "Siempre me han fascinado las historias de supervivencia". Y explica: "Incluso en circunstancias que no son tan extremas, la pregunta sobre qué hace que alguien siga adelante, siempre es intrigante. ¿Para qué vivir? Quiero decir que todo ser humano puede desfallecer. Puedes echarte y morir. Hay algo dentro de nosotros que nos empuja, sea lo que sea".


Salmo 136: "Porque es eterna su misericordia"

      La Revelación bíblica subraya el papel de la oración, en el creyente que reconoce el amor y la misericordia de Dios, que perdona y libera siempre. Botón de muestra es el salmo 136, que se identifica como, al menos, una parte del “Gran Hallel” cantado por los israelitas en la cena pascual hebrea. Probablemente Jesús lo cantó con sus discípulos antes de salir para el Huerto de los Olivos (cf. Mt 26,30; Mc 14,26).

     En él, Israel hace memoria de la presencia salvífica y de los prodigios, las grandes maravillas que el Dios vivo ha obrado por su Pueblo. Y esta memoria consoladora se expresa al ir repitiendo: “porque su amor es para siempre” (o, según otras traducciones, “porque es eterna su misericordia”).

     Ante todo, se rememora la creación del mundo. Luego, la liberación de la esclavitud de Egipto (el Éxodo). Más tarde, su guía durante el largo camino por el desierto. Por último, la posesión de la tierra prometida y la protección contra los enemigos, la tentación de los ídolos y la autosuficiencia que llevaría al olvido de los dones divinos… 



Acordarnos de los dones de Dios

     En su audiencia del 19 de octubre se preguntaba Benedicto XVI cómo podemos aprovechar este salmo, actualizándolo en nuestra vida. Lo fundamental es acordarnos de la bondad de Dios con nosotros, no sólo los cristianos sino todos los hombres, que como el Pueblo de Israel, pasamos también por valles oscuros o momentos de dificultades.

      La bondad de Dios con todos se ha manifestado primero en la creación. En segundo lugar, la historia de Israel es un memorial para nosotros, porque nos recuerda que Dios ha creado un pueblo (como preparación y prefiguración de la Iglesia). “Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros”. Y más aún, sigue presente entre nosotros en este Cuerpo de humanidad, la Iglesia, que él ha querido para salvar al mundo: “Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra”.

      Se detiene el Papa para subrayarlo: “También en estos dos mil años de historia de la Iglesia está siempre la bondad del Señor”. Y lo testimonia con su propia experiencia: “Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre”. 



Memoria, oración y esperanza

      He ahí lo importante: que la memoria de la bondad de Dios en la historia general, más concretamente en la historia de Israel, y todavía más en la historia de la Iglesia, “se convierte también en fuerza de esperanza” para cada uno en su historia personal:

      “Cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna”.

      Esta “noche oscura” personal, a la que se refiere Benedicto XVI, puede interpretarse de diversos modos. Puede entenderse como la “noche oscura del alma”, que han experimentado muchos santos. Para la mayoría de los creyentes esto puede referirse más bien a un dejar de sentir, por un tiempo más o menos largo, el calor de la presencia de Dios y la luz de la fe, ante acontecimientos de nuestra vida que no acabamos de comprender, que nos cuesta aceptar, o que, de repente, un día se nos muestran como privados de sentido. No por eso hemos de concluir que Dios no existe o que nos ha retirado su protección. Hemos de acudir entonces a nuestra experiencia, a nuestra reflexión y a la tradición cristiana, para redescubrir cuántos bienes nos da dado Dios. Y haciendo nuestra esa “memoria” de su amor y misericordia, seguir esperando en Él y agradecerle sus dones, incluso los que no conocemos.

      El salmo termina volviendo al agradecimiento por la misericordia de Dios, que “da alimento a todo viviente” (v. 25). Y en este punto observa Benedicto XVI: “El invisible poder del Creador y Señor, cantado en el Salmo, se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel ‘pan de la vida’, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo”.

      En efecto, Dios nos ha escogido en Cristo antes de la constitución del mundo para que seamos santos (cf. Ef 1, 4), es decir, hijos de Dios en Cristo (cf. 1 Jn, 3, 1). Para eso Cristo fundó la Iglesia que vive y crece a diario con su presencia y alimento en la Eucaristía. Para extender el mensaje de la santidad a otros, nos ha escogido a los cristianos, como recuerda la constitución Lumen gentium, del Concilio Vaticano II.

      En conclusión, como señala el Papa, el misterio pascual de Cristo (su muerte y su resurrección, consumada con la venida del Espíritu Santo) y su continuación en la Iglesia, son confirmación de la misericordia de Dios y de su amor eterno para la humanidad y para cada uno de nosotros. Sabernos hijos de Dios nos ayuda a caminar con esperanza, también por los “valles oscuros”, mientras extendemos su familia por el mundo. Y en todo esto la oración ocupa un lugar central. 




(publicado en www.cope.es, 24-X-2011)

miércoles, 19 de octubre de 2011

Fe y nueva evangelización



El anuncio de un Año de la Fe, coincidiendo con el 50 aniversario del Concilio Vaticano II, es una noticia de primer orden, que acaba de completarse con la publicación de la Carta apostólica Porta fidei. 


El Año de la fe

      El Año de la Fe “será un momento de gracia y de compromiso para una cada vez más plena conversión a Dios, para reforzar nuestra fe en Él y para anunciarlo con alegría al hombre de nuestro tiempo” (Homilía tras un encuentro sobre la Nueva Evangelización, 16-X-2011).

      Transcurridos cincuenta años desde la apertura del Concilio, entiende el Papa que será oportuno “recordar la belleza y la centralidad de la fe, la exigencia de reforzarla y profundizarla a nivel personal y comunitario, y hacerlo en perspectiva no tanto celebrativa, sino más bien misionera; en la perspectiva, precisamente, de la misión ad gentes y de la nueva evangelización” (Angelus, 16-X-2011). Al fin y al cabo, añade, la tarea propiamente misionera (“ad gentes”) y la nueva evangelización son aspectos de la única misión de la Iglesia.

     (Todo ello es bien coherente, porque la fe cristiana antes de ser celebrada requiere ser anunciada. Al mismo tiempo, anunciar la fe y confirmarla, en los que ya han recibido ese anuncio, para que la vivan en plenitud, pertenece esencialmente al ministerio del sucesor de Pedro. Además el Papa está promoviendo diversos encuentros para preparar el próximo Sínodo, en octubre de 2012, sobre la nueva evangelización).

      En el mensaje para la Jornada Mundial Misionera (23-X-2011), dice Benedicto XVI que extender el Evangelio –llevar a otros la alegría de descubrir a Cristo, el Hijo de Dios que se entregó en la Cruz por cada persona– es, en efecto, el mejor servicio que se puede hacer a quienes buscan “las razones profundas para vivir en plenitud su propia existencia”. Es de subrayar esa expresión: “plenitud de la existencia” o vida plena, como sentido de la vida que todos buscan; una clave interpretativa de las enseñanzas del Papa.


 El Concilio Vaticano II y la Nueva evangelización

      Respecto al Concilio Vaticano II, ha observado en su homilía del 16 de octubre: “Después de la época nefasta de los imperios totalitarios del siglo XX, los hombres de nuestro tiempo necesitan encontrar una mirada de conjunto al mundo y al tiempo, una mirada verdaderamente libre, pacífica, aquella mirada que el Concilio Vaticano II ha transmitido en sus documentos”. Una mirada de conjunto a la historia en la perspectiva de la fe (lo que suele denominarse “teología de la historia”) es, según Benedicto XVI, un aspecto esencial de la Nueva Evangelización.

      Y con referencia a la primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses, el Papa ha señalado algunas características que ha de tener el anuncio de la fe, es decir, la evangelización.

       Primero, que “no se evangeliza de forma aislada” (San Pablo tenía junto a sí a Silvano, Timoteo y muchos otros colaboradores). Y así es, porque quien anuncia la fe y la transmite es siempre ante todo la Iglesia, comunidad de los “fieles” (es decir, de los que profesan la fe cristiana); y en ella, cada uno se sabe un miembro de ese “Cuerpo”, y colabora en el anuncio de la fe de acuerdo con sus propios dones y capacidades.

      Segundo, que “el anuncio de la fe debe ser siempre precedido, acompañado y seguido de la oración”.

      Tercero, es Dios quien, por medio de su Palabra (en último término, Cristo) y el Espíritu Santo, elige a los cristianos y les encarga difundir la fe con la plena certeza de que dará eficacia a la evangelización.

      Cuarto, el anuncio de la fe es anuncio de Jesucristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6); camino que conduce a la verdad y la vida (San Agustín). “Los nuevos evangelizadores están llamados a caminar los primeros por este Camino que es Cristo, para que los otros puedan conocer la belleza del Evangelio que da la vida. Y por este Camino –insiste Benedicto XVI– no se va solo sino en compañía: una experiencia de comunión y de fraternidad que se ofrece a cuantos encontramos, para que participen en nuestra experiencia de Cristo y de su Iglesia”.

      En la moneda que le enseñaron los fariseos a Jesús estaba inscrita la imagen del César. Benedicto XVI evoca la enseñanza de los Padres de la Iglesia sobre la imagen de Dios que está en cada hombre, para reflejar su gloria. Y, según San Agustín, Cristo habita en el alma del cristiano, como iluminándola con el rostro divino.

      Concluía diciendo que, a ejemplo de Cristo (cf. Mt 22, 21), la Iglesia no se limita a distinguir el orden político del religioso. “La misión de la Iglesia, como la de Cristo, es esencialmente hablar de Dios, hacer memoria de su soberanía, recordar a todos, especialmente a los cristianos que han perdido la propia identidad, el derecho de Dios sobre lo que le pertenece, es decir, nuestra vida”.


La "vida en plenitud"

      El Año de la Fe se inscribe en esta finalidad: “Dar un renovado impulso a la misión de toda la Iglesia y sacar a los hombres fuera del desierto en el que frecuentemente se encuentran, hacia el lugar de la vida, la amistad con Cristo que nos da la vida en plenitud”.

      Aquí encontramos de nuevo esa expresión que hemos subrayado antes, con la que el Papa se refiere a la finalidad o al sentido de la vida humana. No suele hablar sin más de la “felicidad”, quizá porque ésta se confunde muchas veces con el mero bienestar. Lo que todos buscamos es “sencillamente vida en toda su plenitud” (enc. Spe salvi, n. 27): la “vida plena” que sólo se encuentra en unión con Cristo.

      Lo mismo les dijo a los jóvenes que le acogieron en la plaza de La Cibeles, durante la JMJ de Madrid-2011: “La vida en plenitud ya se ha aposentado dentro de vuestro ser (…). Hacedla crecer con la gracia divina” (18-VIII-2011). A los voluntarios les exhortaba a entregarse como voluntarios al servicio de Cristo que ha venido a servir: así “vuestra vida alcanzará una plenitud insospechada” (Discurso en el Ifema, 21-VIII-2011). Y así hasta su despedida: “Con vuestra cercanía y testimonio, ayudad a vuestros amigos y compañeros a descubrir que amar a Cristo es vivir en plenitud” (Discurso en el aeropuerto de Barajas, 21-VIII-2011).

      Comienza, pues, la preparación para el Año de la Fe, en el contexto de la nueva evangelización. El anuncio y la transmisión de la fe, como tendremos ocasión de considerar en los próximos meses, consiste, básicamente, en proponer a todos esta vida en plenitud.



(publicado en www.analisisdigital.com, 29-X-2011)

martes, 18 de octubre de 2011

Vivir, conocer y comunicar la fe

Caravaggio, Vocación de San Mateo (1599)
Iglesia de San Luis de los Franceses, Roma




La Carta apostólica “Porta fidei” (11-X-2011), mediante la que se convoca el “Año de la Fe”, es una invitación a vivir la fe, conocer sus contenidos y comunicarla a otros, como puerta y camino hacia la vida en plenitud. En ese documento cabe señalar tres pasos.



Vivir la fe: conversión y evangelización

      Primero, redescubrir la fe, en todas sus dimensiones, para poder ser testigos de Cristo. La fe es una puerta que Dios abre para introducirnos en su vida íntima, a través de la Iglesia (n.1). Esta vida es la única vida plena para el hombre. Actualmente la “profunda crisis de fe” pide redescubrir la fe cristiana de manera nueva, para poder dar un testimonio coherente de Cristo. La guía segura para esa profundización es el Concilio Vaticano II: “la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX” (Juan Pablo II) (cf. nn. 1-5).

     El testimonio cristiano pide ante todo la conversión personal, que lleva a implicarse en la nueva evangelización, es decir, en transmitir o comunicar la fe a otros. “La fe, en efecto, crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo. Nos hace fecundos, porque ensancha el corazón en la esperanza y permite dar un testimonio fecundo: en efecto, abre el corazón y la mente de los que escuchan para acoger la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos” (n. 7).

      Como consecuencia, “redescubrir los contenidos de la fe profesada, celebrada, vivida y rezada, y reflexionar sobre el mismo acto con el que se cree, es un compromiso que todo creyente debe de hacer propio, sobre todo en este Año” (n. 9).

     Aquí se subrayan dos aspectos de la fe: los contenidos de la fe (expresados en el Credo) y el acto de fe. La fe personal comienza con el acto de fe (la decisión y el asentimiento a Dios), que es movido por la gracia de Dios. No basta conocer los contenidos de la fe, sino que se requiere “abrir el corazón” (cf. Hch 16, 14), para aceptar lo que la fe propone.

     La fe tiene consecuencias para la inteligencia y para la vida social: lleva a “comprender las razones por las que se cree” y “exige también la responsabilidad social de lo que se cree”. No es algo puramente privado e individual: “la misma profesión de fe es un acto personal y al mismo tiempo comunitario. En efecto, el primer sujeto de la fe es la Iglesia” (n. 10). (En efecto, el cristiano que cree se incorpora al Cuerpo o la familia de los creyentes). Esto no es obstáculo para que quien busca sinceramente la verdad, aunque todavía no tenga la fe cristiana, posea ya un “preámbulo” de la fe.


Conocer la fe: el Catecismo de la Iglesia Católica

     Segundo: por ser la Iglesia el primer “sujeto” de la fe”, el Catecismo de la Iglesia Católica es, en nuestro tiempo, una referencia esencial para conocer y hacer vida los “contenidos” de la fe. “Subsidio precioso e indispensable”, “uno de los frutos más importantes del Concilio Vaticano II”, fue entregado por Juan Pablo II a la Iglesia “como regla segura para la enseñanza de la fe y como instrumento válido y legítimo al servicio de la comunión eclesial” (Const. ap. Fidei depositum).

     En este horizonte, “el Año de la fe deberá expresar un compromiso unánime para redescubrir y estudiar los contenidos fundamentales de la fe, sintetizados de modo sistemático y orgánicamente en el Catecismo de la Iglesia Católica”. En él se ofrece “una memoria permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de fe”. En las distintas partes de su estructura, íntimamente relacionadas, lo que presenta el Catecismo “no es una teoría, sino el encuentro con una Persona que vive en la Iglesia”: Cristo (cf. n. 11).

      Por tanto, Benedicto XVI espera que el Catecismo sea un apoyo para la fe en el momento actual, que “reduce el ámbito de las certezas racionales al de los los logros científicos y tecnológicos”, ayudando a mostrar que no hay conflicto entre la fe y la verdadera ciencia (cf. n. 12).


Comunicar la fe: el testimonio cristiano del amor

     Tercero y último, el testimonio cristiano se centra en el amor, fruto y prueba de la fe (cf. St 2, 14-18). Repasa el Papa “la historia de nuestra fe” a partir de Jesucristo, inicio y consumación de la fe (cf. Hb 12, 2), y de la respuesta de María, de los apóstoles y demás discípulos, los mártires y todos aquellos llamados “a dar testimonio de su ser cristianos: en la familia, la profesión, la vida pública y el desempeño de los carismas y ministerios que se les confiaban” (n. 13).

     Señala Benedicto XVI: “La fe sin la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente, de modo que una permite a la otra seguir su camino”. La fe es lo que nos permite distinguir en los necesitados el rostro de Cristo (Mt 25, 40). Es esta fe, arraigada y edificada en Cristo y en su Cruz (cf. 1 P 1, 6-9), y manifestada con obras, la que se transmite mediante el testimonio coherente de los cristianos. Es esto lo que el mundo necesita de los cristianos: “Lo que el mundo necesita hoy de manera especial es el testimonio creíble de los que, iluminados en la mente y el corazón por la Palabra del Señor, son capaces de abrir el corazón y la mente de muchos al deseo de Dios y de la vida verdadera, ésa que no tiene fin” (n. 15).

     En definitiva, con esta carta, Benedicto XVI pone de relieve que la fe cristiana no es un puro sentimiento que podría aislarnos de los demás y del mundo; antes al contrario, es el único camino para encontrar y comunicar la vida verdadera y bella. La fe, que es primero un don de Dios, transforma la propia vida, impulsa a la razón y lleva a ponerse al servicio de todos. Porque interpela a la razón y da sentido a la vida, la fe pide conocer (¡estudiar!) sus contenidos y ser vivida con autenticidad. La fe es vida y conocimiento, impulso y resplandor, oferta libre y aventura de plenitud.


(publicado en www.religionconfidencial.com, 18-X-2011)

jueves, 13 de octubre de 2011

Formación en los valores

 
M. Chagall, Blue Profile (1967)


Hay quien piensa que los jóvenes no escuchan porque no quieren, no les interesa complicarse la vida, van a lo suyo. Y no es verdad. Con frecuencia lo que pasa es que no saben, o no pueden, por lo que sea, escuchar. Quizá una voz les susurra por dentro que, a pesar de las dificultades, pueden. Y hay que decirles que escuchen esa voz, que no se dejen recortar sus alas demasiado pronto por el ambiente, que aspiren a todo lo que sean capaces, como los artistas.

     Durante su encuentro con los profesores universitarios en la JMJ de Madrid, 2011, Benedicto XVI caracterizó así la tarea educativa: “Un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor” (Discurso en San Lorenzo de El Escorial, 19-VIII-2011). Así es, porque educar no es ante todo “enseñar”, sino “formar”; no se trata solo de que el alumno aprenda, sino de que llegue a ser más o mejor persona.

     Por eso el mero utilitarismo o el placer, hoy con frecuencia fusionados en la oferta “cultural”, no dan respuesta al sentido de la vida. Se precisa una educación en los auténticos valores. Es lo que aborda R. Spaemann en uno de los capítulos de su libro “Ética: Cuestiones Fundamentales”.


La captación de los valores

     El filósofo alemán muestra primero qué son los valores: contenidos valiosos que captamos en la realidad, motivados por nuestros intereses. Ya el uso lingüístico diferencia entre “alegría” y “placer”. Y en un caso problemático, nadie dudará de cuál de los dos es un “bienestar” más alto. Lo más valioso es aquello frente a lo cual se puede prescindir de otra cosa, incluso del placer (porque, decimos, “vale la pena”). Los valores se captan en la medida en que se aprende a objetivar intereses, a tener intereses más allá del mero interés por uno mismo, que no lleva a una vida lograda.

     Dando un paso más, observa Spaemann que se captan en su relación u ordenación mutua: decimos que algo vale más que otra cosa. Una vez más hablamos de valores y no sólo de gustos, y una persona madura los distingue, sabe que vale más atender a un accidentado que pasar sin complicarse la vida. Acierta quien tiene formación.


La formación en los valores

     Para formar en los valores, este profesor se fija en algunas condiciones interconectadas: fomentar el conocimiento de un “orden objetivo” que haga posible llegar a la armonía con uno mismo y con los demás; abrir a la jerarquía de los valores por encima de los simples “gustos”; comparar la diferencia que existe entre lo que es menos y lo que es más valioso, aunque esto segundo exija más atención y esfuerzo.

     Finalmente, señala dos obstáculos para la captación de los valores: la apatía y la ceguera de la pasión. La apatía (la falta de pasión) hizo que Esaú escogiera un plato de lentejas, a cambio de la herencia que le correspondía como primogénito de Isaac. Por otra parte, la pasión hizo que el rey David quedara seducido por la belleza de Betsabé hasta el punto de cometer un gran crimen.

     Las pasiones orientan hacia los valores (como la belleza), pero al mismo tiempo desfiguran las proporciones en que deben ser contemplados; nos descubren valores, pero no su jerarquía. Y no vale como disculpa invocar la pasión, porque no somos animales.

     Además, las pasiones son transitorias. Y cuando la ira, la compasión de un momento, o el enamoramiento (la fase primera del amor) desaparecen, todavía se requiere la prueba de la fidelidad, para hacer justicia a la realidad de las cosas y al valor de los compromisos. (De ahí la diferencia entre las pasiones y las virtudes que son ya los “hábitos buenos”). De otra manera, los enamorados estarían siempre abocados a la angustia de perder su amor. Si al ir madurando ese amor, saben que no ocurrirá, es porque “el amor se ha apoderado de su libre querer, o porque su libre querer ha captado el amor”.

     En el fondo, cabría pensar, esto se debe a que el órgano que experimenta el valor, según una notable tradición del pensamiento occidental (San Agustín, Dante, Pascal, Max Scheler, Guardini), se localiza en el corazón (entendido en el sentido de la antropología bíblica). Por eso es importante tener corazón.

     Spaemann tiene toda la razón, pues educar es ayudar a comprometerse. Y esto exige formar para ser libres. A su vez, la libertad pide escuchar la realidad sobre uno mismo, los demás y el mundo.







Saber escuchar la realidad



     En la película “Cielo de octubre” (J. Johnston, 1999), la profesora le da al desanimado Homer el consejo decisivo: ““No siempre está uno en condiciones de hacer caso de lo que le dicen. Tienes que escucharte a ti mismo”. Para dar ese consejo, ella tuvo que escucharse antes a sí misma, para ser creativamente fiel a su tarea.

     Educar es más que preparar a los alumnos (escolares o universitarios) para lo que suele entenderse como “triunfo” en la vida (con esa mentalidad, se puede llevar a la persona más seguramente hacia el fracaso de su vida y de su tarea en la sociedad).

     Por eso, decía Benedicto XVI: “Los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad”.

     Es cierto. Sólo así podrán preparar a sus alumnos para que extraigan todo el jugo del “Carpe diem”, haciendo caso a Platón: “Busca la verdad –que para él estaba unida al bien y a la belleza– mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos”.


(publicado en www.cope.es, 13-X-2011)

jueves, 6 de octubre de 2011

La vida como obra de arte

M. Prendergast, New England Harbor (1923)
Museo de arte, Cincinnati

Si el arte es una vocación al servicio de la belleza (Juan Pablo II), ¿no será la vida humana una llamada a la belleza?

      Veamos sucesivamente el valor de la belleza, del arte y su ética, y la vida como obra de arte. 



¿Qué es lo bello?

      Ante todo, ¿qué es lo bello? Según los sabios, lo bello dice más que lo verdadero y lo bueno. Para Platón, “la belleza es el esplendor de la verdad” (Banquete); y “la potencia del Bien se ha refugiado en la naturaleza de lo Bello” (Filebo).

     La experiencia confirma que la belleza manifiesta la realidad con un especial vigor, a través de una forma, por la claridad y el esplendor de su perfección. En cambio la falsa belleza (correspondiente a un esteticismo materialista o consumista) se acaba en la emoción o el placer efímero que provoca y en el que se centra, despreocupándose por la calidad de su “contenido” acerca del mundo y de la realidad. Es la actitud de quien ante un incendio, exclama: “¡Qué bello!”, sin preocuparse por los heridos o la forma de detener el daño. En cambio, ¿qué es lo que nos atrae en los gestos y en la actitud de Teresa de Calcuta?

     Para San Agustín, lo bello es lo que podemos amar. Por eso la belleza más alta es el amor más alto. Y de esta manera la sabiduría de la belleza griega (la armonía y el orden de las formas) es asumida y superada por la transcendencia a la que abre la belleza.

     Los medievales vincularon lo bello (del latín bonicellum, pequeño bien) a lo bueno: lo bello es un pequeño o breve bien, que se nos da a través de la forma (formosus, lo hermoso). Según la cultura judeocristiana, la Palabra eterna se hizo Palabra “abreviada” en un hombre, que comenzó siendo niño.

     Dice Soloviev (cristiano ruso del s. XIX) que lo bello resulta de una colaboración (sinergia) entre la materia y la luz. Mientras el carbón absorbe la luz, el diamante la refleja encendiendo incluso el espectro del color. La belleza viene a ser como la encarnación, en formas sensibles, de la verdad y el bien. Por sí misma, una verdad puede aislarse y endurecerse transformándose en mera ideología. Por sí solo, un bien puede encerrarse en forma de moralismo e incluso de fanatismo. En efecto, ambos, sin la belleza, se pueden convertir en espiritualismos que se vuelven contra el hombre; la ausencia de la belleza resulta en impotencia de esa verdad y ese bien para unirse y ser auténticos.

     Otro ruso, que murió en el siglo XX, Florenskij, define la belleza como amor realizado. Lo transformado por el amor se convierte en eterno, no muere. La belleza es el resplandor que brota de morir a uno mismo y renacer como persona en comunión con las demás. Por eso la mayor belleza se encuentra en la Iglesia, comunión de personas en torno a Dios, y se expresa particularmente en la liturgia, que es particularmente esplendor de la belleza.

 
 

¿Qué y cómo es el arte? ¿Hay una ética del arte?

     En sus lecciones en la Universidad de Múnich, observa Guardini que hablamos de arte cuando nos encontramos con una obra de un ser libre, que supera su inmediato existir en el contexto de la naturaleza, y produce algo bello.

     Desde Platón hasta llegar al romanticismo, se subraya que el arte supone no tanto la “creación” del artista, como más bien su descubrimiento de una belleza preexistente, imitada por la naturaleza, y luego captada y plasmada por el artista. Así volvemos a encontrar los dos elementos de la belleza: la atracción de la forma y la realidad que se manifiesta. Decir que sólo es importante el “cómo” lo hace, sería parecido a decir de una teoría científica que lo importante no es el conocimiento objetivo que demuestra, sino sólo el método (cosa que interesa sobre todo a los especialistas, pero no es lo primero que se pregunta la gente normal).

     Pero ¿en qué consiste eso “objetivo”? Aristóteles señala que el arte tiene una función liberadora, “catártica” (purificadora) o maduradora: mediante el arte, el hombre se aparta de la animalidad y va posesionándose de la realidad de un modo más profundo. 





     Guardini responde: “El arte temprano es por esencia religioso”. La más antigua poesía es canto de alabanza o invocación a la divinidad. Las pinturas rupestres de las cuevas de Francia y España representan escenas de caza, pero esa caza está relacionada con los sacrificios ofrecidos a lo divino. Las tragedias griegas están concebidas como ocasión para que los espectadores experimenten y renueven el sentido de su vida. Los cantores homéricos tenían una relación con lo divino y su representación se consideraba como una forma de culto. Aún hoy en Oriente el teatro de sombras o marionetas suele introducirse con alguna referencia religiosa (recuérdese la película “Vivir”, de Zhang Yimou, 1994).

     Para la espiritualidad bíblica, el artista vale más que todas las obras de arte, se alimenta de la oración y goza y sufre con los acontecimientos de su pueblo. De ahí que la liturgia cristiana puede verse, ella misma, como una obra de arte.

     De todo ello deduce Guardini que hay una ética propia del artista, por difícil que resulte de perfilar: el artista debe servir a la realidad, no manipularla; tiene una responsabilidad ante los demás, que le impide tomar dos extremos: dejarse llevar por lo que le apetezca, o hacer caso sólo a los fines que otros tratan de imponerle (políticos, religiosos, etc.); debe, ante todo, aceptarse a sí mismo en su realidad, y no rebelarse por medio del rencor, ni tomarse la justicia por su mano.  

 

¿Es posible hacer de la propia vida una obra de arte?

     En su Carta a los artistas (1999) escribe Juan Pablo II: “A cada hombre se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra”.

     Benedicto XVI, que ha llamado a la Iglesia “el don más bello” (en el Olympiastadion, de Berlín, 22-IX-2011), da a los artistas un buen consejo, que sirve para todos aquellos que se preguntan cómo hacer de su vida una obra de arte. Puesto que la belleza deriva de la sinfonía entre la verdad y el bien o el amor, se trata de no separar nunca la creatividad de la verdad y el amor, no buscar nunca la belleza lejos de la verdad y el amor:

     “Haced resplandecer la verdad en vuestras obras y haced de modo que su belleza suscite, en la mirada y en el corazón de quien las admira, el deseo de hacer bella y verdadera la existencia, toda existencia, enriqueciéndola con ese tesoro que no disminuye nunca, que hace de la vida una obra de arte y de cada hombre un artista extraordinario: la caridad, el amor” (Discurso 4-VII-2011). 




(publicado en www.religionconfidencial.com, el 6-X-2011)