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martes, 5 de junio de 2012

Nuestra situación, entre Babel y Pentecostés


P. Brueghel, La torre de Babel (1563), Museo de Historia del Arte, Viena


(La figura recuerda, a propósito, al Coloseo romano, testigo de tantos mártires. Los pisos no siguen líneas horizontales sino una espiral perpendicular al terreno inclinado. La inestabilidad se muestra en el hecho de que hay algunos arcos derrumbados. Aunque se ha llegado hasta arriba, la base del edificio no está acabada)


Cuando según la Biblia, los hombres intentaron hacer una ciudad sin Dios (Babel: cf. Gn 11), sus lenguas quedaron confundidas. Cuando los apóstoles de Jesús recibieron el Espíritu Santo, los que les oían predicar les entendían “cada uno en su propia lengua” (cf. Hch. 2, 6-11). Ni Babel ni Pentecostés son acontecimientos meramente pasados: seguimos viviendo en ellos. Así lo ha dicho Benedicto XVI en su homilía del 27 de mayo.

      Después del Concilio Vaticano II, Louis Bouyer hacía notar que la vocación de Abraham (cf. Gn. 12) le prepara, a través de una peregrinación por el desierto, para la fundación de otra ciudad, contrapuesta a Babel. Una ciudad que Dios mismo construirá para los hombres con horizonte universal, y que se podrá considerar para siempre la familia de los hijos de Abraham (cf. L’Église de Dieu, ed. Du Cerf, Paris 1970).
 


Contraposición entre Babel y la Iglesia

     Así es, porque la Iglesia camina, desde Pentecostés, en la dirección contraria a Babel. Su misión consiste en transmitir la llamada de Dios Padre, que quiere convertir a los hombres en hijos, y por tanto en hermanos bien unidos entre sí; pues sólo la comunión con Dios hace posible la unión y la comprensión de los hombres entre sí.

      Explica el Papa nuestra experiencia cotidiana: “Todos podemos constatar que en nuestro mundo, aunque estamos cada vez más cerca uno del otro con el desarrollo de los medios de comunicación y las distancias geográficas parezcan desvanecerse, la comprensión y la comunión entre las personas es con frecuencia superficial y difícil. Permanecen desequilibrios que no raramente llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones se hace costoso y a veces prevalece la contraposición; asistimos a hechos cotidianos en los que parece que los hombres se están volviendo más agresivos y desabridos; comprenderse parece demasiado comprometido y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios intereses”.

      Así las cosas, se pregunta Benedicto XVI: “¿Podemos encontrar verdaderamente y vivir aquella unidad que necesitamos?”

      En la línea que comenzaron los padres de la Iglesia, en los primeros siglos, el Papa interpreta el relato de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-11) sobre el trasfondo de la historia de Babel (cf. Gn 11, 1-9), aquella torre que los hombres quisieron construir al margen de Dios. Y Benedicto XVI subraya, de un modo bien gráfico y actual, las consecuencias que hoy llamaríamos “antropológicas” y “eclesiológicas”; es decir, lo que sucede entre los hombres cuando se “olvida” a Dios y la relación que ello tiene con la Iglesia. 


 
Actualidad de Babel


      “¿Qué era Babel?”, se pregunta el Papa. Y responde, en primer lugar: “Es la descripción de un reino en el que los hombres han concentrado tanto poder que piensan que no han de referirse a un Dios lejano y que son suficientemente fuertes para poder construir ellos solos un camino que lleve al cielo, para abrir sus puertas y ponerse en el lugar de Dios. Pero justamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres están trabajando juntos para construir la torre, de repente se dieron cuenta de estaban construyendo uno contra el otro. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de no ser ya siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental del ser persona humana: la capacidad de ponerse de acuerdo, de comprenderse y de trabajar juntos”.

      A continuación, la comparación entre Babel y nuestra situación se hace aún más clara: “Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos llegado al poder de dominar fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al mismo ser humano. En esta situación, rezar a Dios parece algo ya pasado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queramos. Pero no nos damos cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de comprenderse o quizá, paradójicamente, nos entendemos cada vez menos? Entre los hombres ¿no parece tal vez insinuarse un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a convertirnos en peligrosos uno para el otro?”. 



Pentecostés: un corazón nuevo y una comunicación nueva

      La respuesta a esta pregunta la encontramos, según Benedicto XVI, en la Escritura: “La unidad sólo puede existir con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar”. En la mañana de Pentecostés, el Espíritu Santo se posó sobre cada uno de los discípulos y “encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor capaz de transformar. Desapareció el miedo, el corazón sintió una nueva fuerza, las lenguas se soltaron u comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado: En Pentecostés, donde había división y desconocimiento, nacieron la unidad y la comprensión”.

      Esto tiene también consecuencias para los cristianos y para el modo en que hemos de sabernos, sentirnos y vivir como familia de Dios, como Iglesia. Según Jesús, la Iglesia es el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad (cf. Jn 6, 13). Jesús, señala el Papa, “nos dice que actuar como cristianos significa no cerrarse en el propio ‘yo’, sino orientarse hacia el todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera, o, todavía mejor, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago cerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo”. 



Dos amores hicieron dos ciudades

      Tal es, continúa observando, la obra del Espíritu Santo, que es Espíritu de unidad y de verdad: “Nosotros no crecemos en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente llegando a ser capaces de escuchar y compartir, solamente en el ‘nosotros’ de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior”.

      Y así queda clara la contraposición actualísima entre Babel y Pentecostés, de una forma que recoge a la vez la situación del mundo (ahora y en todos los tiempos), y la misión de los cristianos, cuando viven en la unidad y en la verdad de su “ser Iglesia”:

      “Donde los hombres quieren hacerse Dios, solamente pueden ponerse uno contra el otro. En cambio donde se situán en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que les sostiene y les une”. Esto lo confirma San Pablo al contraponer las “obras de la carne” al “fruto del Espíritu Santo” que comienza por el amor, la alegría y la paz (cf Ga 5, 22). Nos parece estar leyendo a San Agustín: '”Dos amores hicieron dos ciudades. El amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celeste'” (cf. De Civ. Dei, XIV, 28). Y quizá aluda también a esto la historia de “las dos torres” (que podrían ser Minas Tirith y Barad-dur), en El Señor de los anillos, de Tolkien. 




(publicado en www.cope.es, 4-VI-2012)

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