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viernes, 1 de febrero de 2013

La Iglesia, convocación a la santidad

 
A. Brenner, Cristo llamando a sus primeros discípulos (1839), Leiscester Museum & Art Gallery, Inglaterra
 
 
 
 
 


El Concilio Vaticano II, en uno de sus textos más importantes (const. dogm. Lumen gentium), explica que la Iglesia es uno de los misterios de la fe cristiana (cf. LG cap. I). Ahora bien, ¿qué decir a una persona que afirma que cree en Dios pero que no cree en la Iglesia? Y por otra parte, ¿qué significa “creer en la Iglesia”?


Fe en Dios y en la Iglesia

      Cabría comenzar diciendo que las dos cosas no están en el mismo nivel. Primero, la fe en Dios, sobre la base de la razón (que puede llegar a la existencia de un ser infinitamente bueno y justo), nos lleva a afirmar que Dios existe; a fiarnos totalmente de Él y a buscarle como sentido total de nuestra vida.

      Para un cristiano, creer en Dios es inseparable de creer en Jesucristo, que nos manifiesta el amor de Dios; y en el Espíritu Santo, que es el que nos lleva a la fe. Segundo, cuando un cristiano dice “creo en la Iglesia” quiere decir que cree que existe la Iglesia como obra de Dios, querida y fundada por Cristo, vivificada y asistida por el Espíritu Santo, para ser medio de salvación. Así la “fe” en la Iglesia es inseparable de la fe en Dios. Ciertamente, la Iglesia no es Dios, y no es por sí misma objeto de fe, como, en cambio, sí lo es Dios. Como la luna, la Iglesia da una luz que no es suya, sólo la transmite. La fe que anuncia la Iglesia no es la fe “en ella”, sino en Dios.

     Así dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “En el Símbolo de los Apóstoles, hacemos profesión de creer que existe una Iglesia Santa, y no de creer en la Iglesia, para no confundir a Dios con sus obras y para atribuir claramente a la bondad de Dios todos los dones que ha puesto en su Iglesia” (n. 750).


La Iglesia, Misterio de comunión con Dios y "sacramento" de salvación

     Al mismo tiempo, creer en Dios nos lleva a confiar en la Iglesia, sabernos y sentirnos parte de la Iglesia, Misterio de comunión con Dios y con los que están unidos con Él, signo e instrumento de salvación (sacramento en sentido amplio: cf. LG 1, 9, 48 y 59) para todos los hombres, familia de Dios, germen de una nueva y definitiva fraternidad universal.

    En la práctica, cuando una persona dice que “cree en Dios” pero “no cree en la Iglesia”, suele significar que no se fía de que la Iglesia tenga que ver con Dios. Y esto puede ser por algo que ha oído o le han contado y no ha verificado suficientemente, por alguna “herida” personal que no ha curado adecuadamente, alguna duda que se ha planteado y no ha sabido resolver, una idea de Dios poco cristiana, etc.


Fiarse de la Iglesia es fiarse de Cristo

    Vienen bien aquí unas palabras de Benedicto XVI, cuando, en el Olimpyastadion de Berlin (22-IV-2011) señalaba que no se entiende a la Iglesia si se la mira quedándose en su apariencia exterior; si se la considera “únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la ‘Iglesia’. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y profundo de la Iglesia”. De esa visión no brota ya la alegría de pertenecer a esta vid.

     Como la madre y la luna, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya. Lo importante es que la Iglesia es de Dios, ha sido querida por Cristo para salvar al hombre, y en ella actúa el Espíritu Santo para que sea luz y vida de las personas y del mundo. Pero esto solo lo puedo descubrir si me abro a Dios y a los demás, si me comprometo como cristiano. Si estoy dispuesto a cambiar lo que haga falta para buscar la verdad junto con el amor.

     Cabría decir que “creer en la Iglesia” significa creer que Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre, sigue viviendo. Y que actúa, hoy y en todas las épocas, por medio de los cristianos. Esto no es una imaginación sin fundamento ni una pretensión sin sentido. Es una realidad que va dejando huella en la historia, y que se apoya en lo que Cristo hizo, enseñó y prometió.

    ¿Con qué fin? Para que los cristianos den luz y vida verdadera al mundo. ¿Y cómo? Cada uno desde su lugar, en su trabajo, en sus familias, con sus relaciones culturales, en sus actividades sociales, con tal de que permanezca cada uno en unión con Dios y abierto a las necesidades materiales y espirituales de los demás.


La fe no es individualista

    Y es que la fe cristiana no es individualista, no es algo solitario, como el producto de mi pensamiento, ni se puede vivir al margen de los demás cristianos. Como suele decir Benedicto XVI, “nuestra fe es verdaderamente personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ‘mi fe’, solo si vive y se mueve en el ‘nosotros’ de la Iglesia, solo si es nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia” (Audiencia general, 31-X-2012).

    Esto no quiere decir que yo pierda mi personalidad, sino al contrario: al vivir con Cristo y con los que viven con él, mi personalidad se dilata. Mi conocimiento adquiere un mayor alcance. Crece mi capacidad de amar y aumenta la eficacia de todo lo que hago, pues adquiere un valor de ofrenda a Dios y de servicio a los demás. Yo me encuentro fortalecido con la ayuda de los demás, y también yo les ayudo, incluso con mis pocas fuerza.


Santidad y pecado en la Iglesia

    ¿Cómo sé que la Iglesia católica es la verdadera? Porque ella guarda, para transmitirlo de modo vivo, todo lo que Cristo hizo y enseñó. Y de esto hay suficientes signos: la vida y el ejemplo admirable de los santos, los milagros (que siguen existiendo y puede probarse que no tienen causas naturales), la calidad del pensamiento que origina la fe cristiana, su ayuda al desarrollo de las culturas, a la defensa de los derechos humanos, a la promoción de la paz y de la justicia, la belleza de tantas realizaciones de la Iglesia en su conjunto y de muchos cristianos personalmente.

    ¿Pero no es verdad también que a veces los cristianos se han equivocado y han hecho daño a otros? ¿No es verdad que hay curas que no han hecho bien a las personas? Como todo aquello donde intervienen los hombres, también en el cristianismo ha habido equivocaciones, debilidades y pecados. Santidad y pecado coexisten durante la historia en la Iglesia. Pero si la Iglesia fuera algo meramente humano, habría desaparecido muy pronto. Comenzando porque los apóstoles abandonaron a Jesús ante su pasión, y uno de ellos (Judas) fue el que le traicionó. Pero Jesús prometió que Él no abandonaría a los suyos, y que el Espíritu Santo no permitiría que fueran dominados por el error o por el mal.

    Ni las dificultades exteriores ni las interiores (los fallos de los cristianos) han sido capaces de acabar con la Iglesia porque la Iglesia es de Dios y no nuestra. Es verdad que los cristianos podemos dar mal ejemplo, y a veces lo hemos dado. Por eso hemos de estar vigilantes para ser fieles cada uno a lo que tenemos que hacer en el mundo: ser santos y ayudar a los demás en el camino hacia Dios. La palabra Iglesia es transcripción del griego ek-klesis, que significa con-vocación, vocación junto con otros, llamada a la santidad que es llamada al amor.


(publicado en www.analisisdigital.com, 1-II-2013)






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