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martes, 4 de junio de 2013

Educar en cristiano


M. Chagall, París en la ventana (1913)

Educar es ayudar a descubrir la vida como un don


¿Qué es, en la perspectiva cristiana, educar? ¿Qué requiere en cuanto a los proyectos y los contenidos, las actitudes y los métodos? En su Mensaje a las comunidades educativas, de 2007, el entonces Cardenal Jorge M. Bergoglio perfila la tarea educativa cristiana como un compromiso compartido por todos, que hoy requiere un impulso decidido.


Educar en la perspectiva cristiana


      Educar en la perspectiva cristiana es ayudar a descubrir la vida como un don de Dios Padre. Esto incluye aprender y enseñar a valorar la vida como don promoviendo la verdadera libertad que se configura por el amor.


      Esta tarea tiene un carácter esencialmente pascual, porque es Cristo Resucitado quien hace posible esta tarea fascinante de promover libertades responsables, como don y tarea de todos. Para esa tarea, que hoy se encuentra con especiales dificultades y tentaciones de cansancio, contamos con el saludo del Resucitado a sus discípulos: “No temáis”; pues, en efecto, ha sido removida la piedra que pretendía obstaculizar la vida y el mensaje del Hijo de Dios hecho carne: la manifestación del amor de Dios que es luz y vida plena para cada persona y para el mundo; manifestación que sigue adelante a través de la familia de Dios que es la Iglesia.

     La tarea educativa cristiana, señala el Cardenal Bergoglio, vive de la esperanza en una humanidad nueva, por designio divino: “Es la esperanza que brota de la sabiduría cristiana, que en Jesús Resucitado nos revela la estatura divina a la cual estamos llamados” (ver el mensaje recogido en el libro El verdadero poder es el servicio, Madrid 2013, p. 111).


Una antropología de la trascendencia

      Por eso, apunta citando a Benedicto XVI, la antropología cristiana es una antropología de la trascendencia (cf. “La persona humana, corazón de la paz”, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1-I-2007). Es –en expresión de sabor newmaniano– una especie de “gramática” natural que se desprende del proyecto divino de la creación, por el que no somos simplemente una parte del mundo sino culminación de la creación.

    Escribe el Cardenal argentino, hoy Papa Francisco: “La creación ‘se trasciende’ en el hombre, imagen y semejanza de Dios. Porque el hombre no es sólo Adán; es ante todo Cristo, en quien fueron creadas todas las cosas, primero en el designio divino” (El verdadero poder..., p. 112).

     Hace notar que, según esto, el cristianismo da lugar a una concepción peculiar de lo que es “trascendencia”: la trascendencia cristiana no es un ámbito que esté “afuera” del mundo, separado o elevado de las cosas creadas. Más bien “consiste en reconocer y vivir la verdadera ‘profundidad’ de lo creado”. Y apunta certeramente dónde está esa profundidad: “El misterio de la Encarnación es el que marca la línea divisoria entre la trascendencia cristiana y cualquier formar de espiritualismo o trascendentalismo gnóstico” (ibid.)

     En ese sentido –observa– “lo contrario a una concepción trascendente del hombre no sería sólo una visión ‘inmanente’ del mismo, sino una (visión) ‘intrascendente’”, es decir, algo sin importancia ni relevancia. No se trata de un juego de palabras, sino que cuando el hombre pierde su fundamento divino su existencia se desdibuja, pierde su fundamento, se convierte en una pieza de un rompecabezas, en un peón más del ajedrez, en un número de estadística o un elemento insignificante de un proceso de producción.

     En esa “antropología de la intrascendencia” –que vemos a diario: niños o niñas que viven en la calle, mujeres esclavizadas, etc.– se pierde de vista la dignidad infinita o trascendente de las personas, esto es, la dignidad del hombre, de quien está relacionado con Cristo, con el mismo Dios; y que hace que las personas no se puedan considerar como simples números iguales unos a otros. 


Crear cultura con sabiduría y responsabilidad

     Que la dignidad humana trasciende el mundo no quiere decir separación de la naturaleza –eso sería una “trascendencia desnaturalizada–, sino capacidad para crear cultura; no destruyendo la naturaleza, sino interrogándonos sobre nuestra participación en la naturaleza, con sabiduría y responsabilidad. Esto debe reflejarse en la educación, enseñando el sentido de la ciencia y de la técnica, de la producción y del consumo, del cuerpo y de la sexualidad; de la transformación del mundo, más allá de la dictadura del consumismo y de la imagen; del valor de lo gratuito, del tiempo y del trabajo compartido, de la belleza diversa de las personas.

     La antropología cristiana es trascendente también respecto a uno mismo, por la apertura constitutiva hacia los otros. Y esto es lo contrario a lo que se ha llamado “individualismo competitivo” como ideología resultante de la modernidad en occidente. La felicidad de las personas incluye a los demás, necesita del lenguaje, de la historia, de la comunidad. Por eso no puede aceptarse una definición negativa de la libertad, del tipo: “tu libertad termina donde empieza la de los demás”. Más bien sucede otra cosa: “La libertad, desde este punto de vista –señala Jorge M. Bergoglio– no ‘termina’ sino que ‘empieza’ donde empieza la de los demás. Como todo bien espiritual, es mayor cuanto más compartida sea” (p. 119).

     Y esto se refleja en el sentido del trabajo humano y de la libertad, de la relación con las personas y con las cosas: “¿Para qué quiero construir un mundo si en él voy a estar solo en una cárcel de lujo?” (Ibid.). Una concepción positiva de la libertad lleva a entender a las personas no como objetos a poseer, sino como sujetos a quienes promover y amar, no por lo que tienen sino por lo que son. Según la ideología o más bien la idolatría de mercado, quien no tiene, no existe y por eso se le excluye y se autoexcluye. La clave cristiana de la antropología va en la línea contraria de esta intrascendencia individualista, de este individualismo competitivo. Va en la línea de la ciudadanía, de la solidaridad y, en último término del amor.


Un ojo de carne y otro de vidrio


    Por eso no es suficiente con reconocer una nueva conciencia ecológica que supere toda reducción determinista a lo natural-biológico; y tampoco basta una nueva conciencia humanística y solidaria que se oponga al egoísmo individualista y economicista. Es necesario mantener la capacidad de soñar.

    Cabría recordar aquí la canción de Fantine, en el musical y película "Los miserables" (T. Hooper, 2012). Ella dice: "Soñé que el amor nunca moriría, soñé que Dios sería misericordioso". Son expresiones de esto que dice el ahora Papa Francisco, pues sin la capacidad de soñar, también en el perdón y la misericordia, la humanidad estaría muerta en cada uno de nosotros.

     Refiere el Cardenal Bergoglio: “Un escritor latinoamericano decía que tenemos dos ojos: uno de carne y otro de vidrio. Con el de carne miramos lo que vemos, con el de vidrio miramos lo que soñamos”. Pues bien, esto sólo puede darse con certeza desde la libertad y la apertura de la fe, que nos salva de la esclerosis y el conformismo; y al mismo tiempo nos libera del relativismo, al dar a todo lo que hacemos un sentido y un término en relación con el “encuentro personal y comunitario con el Dios-Amor, más allá incluso de la muerte”.


Actitudes educativas, contenidos y métodos

     ¿Cómo educar esta nueva humanidad que debe comenzar en cada escuela (también cabría decir, en cada familia)? Lo último que deberíamos hacer los educadores, anota Jorge Bergoglio, es atrincherarnos en las lamentaciones: “No nos es lícito convertirnos en unos ‘desconfiadores’ a priori (…) y felicitarnos entre nosotros, en nuestro mundillo clausurado, por nuestra claridad doctrinal y nuestra insobornable defensa de las verdades… defensas que sólo terminan sirviendo para nuestra propia satisfacción”. Hemos de convencernos de que las cosas se pueden cambiar.

    Para eso debemos primero convertirnos, como Jonás, para dejar de huir, y ser capaces de servir a los planes de Dios. Jonás tenía unas ideas “demasiado claras” sobre cómo actúa Dios y qué quiere en cada momento; y Dios le pidió abandonar su seguridad y su comodidad para ir a la “periferia”. También nosotros, sugiere el Cardenal, deberíamos aceptar el riesgo de protagonizar una nueva educación, para ir al encuentro de aquellos que siguen interrogándose sobre el sentido de la vida. Y ofrece orientaciones concretas: conceder prioridad a los valores no cuantificables como la amistad, la autenticidad, el encuentro, la participación; presentar el testimonio de tantos que han soñado con una humanidad distinta, como “modelos” que permitieron mantener la cabeza en alto a generaciones enteras, que brillaron por su virtud y su alegría; fomentar la “cultura de la trascendencia” despertando sueños y esperanzas, y ayudando a que se maduren y sostengan.

     En efecto, cabría decir ahora con el Papa Francisco: ha llegado la hora de una educación integralmente humana. En la escuela ese proyecto puede acometerse con la colaboración entre las familias y los profesores. Es un proyecto que implica no sólo una revisión de los “contenidos” de la educación; sino también, y ante todo, de las disposiciones y actitudes, primero de los educadores. Y eso tiene que ver con nuestras expectativas y horizontes. El proyecto implica, como ya hemos visto, los métodos. Jorge Bergoglio termina hablando de revalorizar la palabra: la de los educadores, la de los jóvenes, y sobre todo la de Dios, practicando y enseñando la oración.


(publicado en www.analisisdigital.com, 3-VI-2013)

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