Fe, verdad y amor
En las relaciones humanas importan la confianza, la verdad y el amor. Como también cuentan la comunicación, la atención y la mirada, los afectos. Así se refleja, por ejemplo, en películas tan diferentes como “El nombre” (Le prénom, M. Delaporte y A. De la Patellière, 2012), “Las nieves del Kilimanjaro" (R. Guédiguian, 2011), o "Amor bajo el espino blanco” (Z. Yimou, 2012). De la relación entre fe y verdad, y entre ambas con el amor, se ocupa la encíclica Lumen fidei, del Papa Francisco.
¿Qué podemos extraer de nuestra propia experiencia, a partir de lo que llamamos “verdad” o “amor”, para la fe? ¿Qué nos aporta la Biblia en relación con Dios? De todo ello trata el capítulo segundo de la encíclica Lumen fidei.
Fe y verdad: la confianza abre a la realidad
La relación entre fe y verdad se aborda en la encíclica arrancando de la perspectiva bíblica. La Biblia enseña que solo el que tiene fe, porque confía en Dios –sólo Dios es máximamente fiable– es el que llega a comprender la realidad. Es decir, los caminos de Dios en la historia y en la vida de los hombres, su plan de sabiduría. Y así llega a mantenerse en pie, apoyándose en la verdad de Dios, como reza San Agustín: “Me estabilizaré y consolidaré en ti (…), en tu verdad” (cf. Lumen fidei, n. 23)
Sin verdad, sin conocimiento –señala la encíclica– el hombre no va adelante, aunque confiemos en algo o alguien. “La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida” (n. 24)
Vivimos –prosigue– en una época de crisis de verdad. Reducimos la verdad a la verdad tecnológica (la que construimos para nuestro bienestar), o a la verdad meramente subjetiva (que solo vale para uno mismo). Miramos con sospecha “la verdad grande, (…) que explica la vida personal y social en su conjunto”. Eso sería lo que han pretendido los grandes totalitarismos. En consecuencia, queda sólo un relativismo. La “verdad completa”, la que tiene que ver con Dios, con la religión, no interesa porque la asociamos con el fanatismo, intolerante con quien no comparte las propias creencias. Pero, se observa en el texto, aquí lo que está en juego es la “memoria” profunda del hombre, que reconoce lo que nos precede y de este modo puede unirnos más allá de nuestro pequeño y limitado “yo” (cf. n. 25).
La fe conoce y transforma porque se abre al amor
En nuestra situación, se pregunta la encíclica ¿cuál podría ser la aportación de la fe cristiana para acercarse a la verdad? Para responder, “es necesario reflexionar sobre el tipo de conocimiento propio de la fe” (n. 26). San Pablo afirma que “se cree con el corazón” (Rm 10, 10). Esto es, según el sentido bíblico del término corazón, con todas las dimensiones del hombre: cuerpo y espíritu, interioridad y apertura a los demás y al mundo, inteligencia, voluntad y afectividad.
Por este camino la encíclica llega a una de sus enseñanzas principales: “La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se abre al amor” (Ibid.) Y continúa: “Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el mismo amor trae una luz” (n. 26, el subrayado es nuestro).
Así se aclara la relación entre fe, verdad y amor: la verdad de la fe, aquello por lo que la fe es luz, es su apertura y su encuentro con el amor. Cabría seguir en esta línea, apuntando que el conocimiento de la fe no es simplemente un conocimiento más alto que el de la razón humana; sino que se abre a la razón divina y la invita a abrirse a ella a través del amor. Bellamente lo dice la encíclica: “La comprensión de la fe es la que nace cuando recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos nuevos para ver la realidad” (n. 26, subrayamos).
El amor se vincula con la verdad, la verdad necesita del amor
Para comprender esto es necesario superar la idea de que el amor es un sentimiento subjetivo, que no tiene que ver propiamente con la verdad (L. Wittgenstein). En realidad el amor se vincula con la verdad que se alcanza al salir de nuestro propio aislamiento, para unirnos con la persona amada y establecer con ella en una relación común y duradera. Por eso, “el amor verdadero unifica todos los elementos de la persona y se convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena” (n. 27), que comporta una visión nueva de la realidad.
Pero no sólo el amor necesita la verdad, sino también la verdad tiene necesidad del amor. “Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona” (Ibid). De ahí, cabría resumir, la verdad o el conocimiento propio de la fe surge cuando la fe se vive por el amor. En este sentido, continúa la encíclica (con referencia a San Gregorio Magno y Guillermo de Saint Thierry), el amor es fuente de conocimiento. Y ello porque implica una lógica nueva, un conocimiento compartido, una visión común de las cosas.
Esto, que es experiencia humana común, lo confirma la Biblia en lo que se refiere a Dios: saboreando el amor de Dios y su fidelidad, el pueblo de Israel comprende la verdad de los planes de Dios y el papel de los creyentes en la historia del mundo (cf. n. 28)
Escucha, visión y corazón
Por esa unión entre conocimiento y amor, la Biblia presenta a la fe como “escucha” (cf. Rm 10, 17). Y San Pablo habla de la “obediencia de la fe” (cf. Rm 1, 5; 16, 26), que requiere un tiempo y un camino. A ello se añade en la Biblia el deseo de ver el rostro de Dios, la visión o la contemplación (cf. n. 29).
Para San Juan la fe implica escuchar y al mismo tiempo ver, e incluso tocar; y todo ello a partir del encuentro con Jesús: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1).
El conocimiento propio del amor sólo podía llegar a su plenitud si el mismo Dios se hacía carne, en Cristo, para compartir nuestra humanidad y hacernos participar de su divinidad. Así llegaba a su plenitud lo que sucede entre las personas: “En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio” (Lumen fidei, n. 31, subrayado nuestro).
Ya en el capítulo anterior se decía: “La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros” (n. 20).
Por eso San Agustín, comentando la curación de la hemorroisa, dirá: “Tocar con el corazón, esto es creer”. Este ser tocados en el corazón –señala nuestro texto– sucede especialmente en los sacramentos –en el Bautismo, la Confesión, la Eucaristía, etc.–, donde recibimos la fuerza de la gracia que Cristo nos da (cf. n. 31). Fue también el Doctor de Hipona el que, asociando escucha y visión, escribió, pensando en Cristo, de “la Palabra que resplandece dentro del hombre”.
De esta manera en el capítulo más “sistemático” de la encíclica resplandece la sencillez de la fe cristiana. En definitiva, la fe implica la verdad profunda, claramente manifestada en Jesús, del amor de Dios; y se traduce en el amor a los demás. El encuentro con el Señor lleva a escucharle, a contemplarle, a querer unirnos con Él por el amor. Y en ese proceso nuestra vida se hace más grande, también porque se abre a los demás.
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