M. Chagall, Moisés recibiendo las tablas de la Ley (h. 1963),
Museo Message biblique, Niza (Francia)
“Si queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido” (encíclica Lumen fidei n. 8).
En efecto, tal como explicó el Concilio Vaticano II, el hecho de que la fe se da en la historia, es algo que afecta no solamente a la fe cristiana en su conjunto, sino a la de cada cristiano tomado personalmente. La fe es respuesta a Dios que llama y camino confiado en Dios que nos acompaña y nos espera.
La fe es respuesta de Dios y nuestra
La fe comienza por Abrahán: “Dios le dirige la Palabra, se revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre” (n. 8). Con Abrahán se manifiesta que “la fe está vinculada a la escucha”. Dios se dirige a él para establecer una Alianza. Y esto nos afecta a cada uno: “La fe es la respuesta a una Palabra que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre” (Ibid).
¿Y qué contiene esa “Palabra”? “Lo que esta Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa” (n. 9). Consecuentemente, la fe es la respuesta personal a esa llamada y el camino que se emprende para obedecerla. Abrahán sale de su tierra hacia el futuro que se le promete: “La fe ‘ve’ en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio abierto por la Palabra de Dios” (Ibid). Lo que se pide a Abrahán es que se fíe de esa Palabra, porque Dios es roca firme que no falla, que es fiel. Y el hombre es fiel cuando sigue a Dios.
Además la fe es llamada que asume la experiencia humana. A Abrahán Dios le habla como el Dios de la vida y del bien, padre y creador, para confirmarle –a él, que había perdido ya la esperanza de tener descendientes por su edad avanzada y la de su mujer– que su vida no procede de la nada o de la casualidad, ni de un Dios extraño, sino de un amor que garantiza la vida incluso después de la muerte (cf. n. 11). Efectivamente, y por eso la llamada de la fe es ya una respuesta –primero de Dios– a nuestras preocupaciones, intereses y afanes; y una prueba de confianza suya con nosotros.
La fe se vive en un pueblo, una familia
En el libro del Éxodo se cuenta que Moisés saca de Egipto al pueblo de Israel. Pero ahora el protagonista principal ya no es una persona sino un pueblo, que tiene también su historia, que guarda la memoria de las maravillas que Dios ha hecho para guardar sus promesas. “La arquitectura gótica –señala la encíclica– lo ha expresado muy bien: en las grandes catedrales, la luz llega del cielo a través de las vidrieras en las que está representada la historia sagrada” (n. 12).
Pero Israel cae repetidamente en la idolatría del politeísmo. “Se disgrega en la multiplicidad de sus deseos”, en tantos ídolos que no van a ninguna parte, que son excusa para ponerse a uno mismo en el centro. Ya no se trata de un camino sino de un laberinto, como nos pasa con frecuencia a los hombres. “La fe consiste en la disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios” (Ibid). Y así el hombre vuelve a encontrar el camino seguro arropado siempre por la familia de Dios, que está siempre en el horizonte del proyecto divino.
La fe requiere mediadores
Cabría preguntarse: ¿no podría yo creer por mí cuenta? ¿Para qué necesito de “mediadores”? La figura de Moisés, asegura la encíclica, manifiesta que la mediación no representa un obstáculo, sino una apertura. “Desde una concepción individualista y limitada del conocimiento –explica el texto–, no se puede entender el sentido de la mediación, esa capacidad de participar en la visión del otro, ese saber compartido, que es el saber propio del amor” (n. 14); pues la fe exige la humildad de fiarse de otros para descubrir ese camino luminoso del encuentro entre Dios y los hombres que es la historia de la salvación. “No se puede seguir a Jesús en solitario”, dijo Benedicto XVI en Madrid a los jóvenes (Homilía en Cuatro Vientos, 21-VIII-2011).
Con Cristo llega la plenitud de la fe cristiana
Con Cristo llega la plenitud de la fe cristiana, “la manifestación plena de la fiabilidad de Dios”, su intervención definitiva, la manifestación suprema de su amor por nosotros (Lumen fidei, n, 15). Cristo, sobre todo en su muerte y resurrección, es la convergencia de las promesas, la Palabra eterna de Dios, la garantía de su amor.
“La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. ‘Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él’ (1 Jn 4,16)” (Ibid.). Si en la muerte de Jesús se revela el amor indefectible de Dios por nosotros, en la resurrección se manifiesta como ese amor vence a la muerte.
Más aún. Jesús no es sólo aquél en quien creemos, sino “también aquel con quien nos unimos para poder creer” (n. 18). De hecho, “la fe no sólo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos” (Ibid). Si en nuestra vida con mucha frecuencia nos fiamos de muchas personas –del arquitecto, del farmacéutico, del médico, del abogado– nadie como Jesús para acogernos a Él, para confiar en él, uniéndonos a él mediante el amor y siguiéndolo a lo largo del camino de la fe.
De esta manera, nos dice la encíclica, “la fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra” (Ibid.).
La fe nos salva porque se abre al Amor que nos cambia
Es así como la fe nos salva, por nuestra unión con el “ser filial” de Cristo. No por nuestras obras o nuestros trabajos, aunque fueran el cumplimiento más estricto de todos los mandamientos; pues la salvación no es obra nuestra, sino don de Dios (cf. Ef 2, 8 s). “La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros” (n. 20).
Atención porque este es uno de los núcleos de la encíclica. La fe se vincula al Amor que nos salva porque nos transforma. La fe es abrirse a ese Amor que nos da el Espíritu Santo para vivir en Cristo (cf. Ga 2, 20, Ef 3, 17). “En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu” (n. 21).
La fe no es individualista y va unida al amor y a la esperanza
Por eso la fe tiene una “forma eclesial”, porque el cristiano se comprende a sí mismo en relación con Cristo y con los hermanos en la fe, como miembro de un mismo cuerpo, no como una simple parte anónima o pieza de un engranaje. “Sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su propio ser” (n. 22). En bella expresión de Romano Guardini, es la Iglesia “la portadora histórica de la visión integral de Cristo sobre el mundo”. Por tanto, si la fe es ver con los ojos de Cristo, esto sólo puede hacerse en y por la Iglesia. Por eso “la fe no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio” (Ibid.) Cabría releer todo esto junto con las encíclicas de Benedicto XVI Deus caritas est, sobre la caridad (tarea principal en la Iglesia) y la Spe salvi, sobre la esperanza (que solo puede ser para mí en la medida en que también lo es para los otros).
La fe obra por el amor y hace “caminar” por la esperanza. “La fe se hace entonces operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en la historia hasta su cumplimiento” (Lumen fidei, 22).
Así concluye el capítulo bíblico de la encíclica sobre la fe: “Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos”.
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