Clave de la educación cristiana es la antropología cristiana, es decir la visión cristiana del hombre. Es esta una “antropología de la trascendencia” (J.M. Bergoglio) que conduce a vivir y educar en
El sentido cristiano del hombre
1. El sentido
cristiano del hombre (J. Mouroux) asume la visión clásica de la persona
apoyada en sus tres pilares, que podemos llamar para simplificar: razón,
experiencia y tradición; y abierta siempre hacia la trascendencia. La
revelación cristiana enriquece esta antropología impulsando el diálogo entre la
razón y la fe, hasta llegar a ver “con los ojos de Cristo”, experimentar sus
propios sentimientos y participar de la dinámica de su entrega. Y afrontar así
el trato con los demás y la vida familiar y profesional, social, cultural,
política, etc.
Todo ello solo puede realizarse en y a través de la
Iglesia como familia de Dios Esto no significa clericalismo, pues la Iglesia es el “nosotros”
de los cristianos, donde cada uno participa según su condición, dones y
capacidades. La Iglesia
es comunidad de personas llamadas a vivir y transmitir que lo primero es el
Amor (S. Hahn). Dios nos llama en la
Iglesia a la comunión con Dios Padre como hijos en su Hijo
Jesucristo por la gracia del Espíritu Santo, lo que nos conduce a la verdadera fraternidad de los hijos de
Dios. En la unión con el Dios que es Amor, encontramos la luz y fuerza para
salir del pecado y del individualismo.
2. En la antropología cristiana esto incluye una propuesta fundamental: “creer en el amor” (cf. 1 Jn. 4, 16). No se trata de una utopía ingenua en un tiempo
como el nuestro, en el que muchos están de vuelta de lo que significa
generosidad y entrega de sí mismo a los demás. “Creer en el Amor” distingue el
auténtico espíritu cristiano, que es siempre joven, de la actitud recelosa de
quién no se fía de nadie ni de nada. De hecho esta propuesta, “creer en el
amor”, se sitúa en el núcleo del mensaje que nos ha dejado el pontificado de
Benedicto XVI.
En efecto, en el cristianismo
el amor es la síntesis y el fruto de la fe. La fe es respuesta al Amor de Dios.
Y para dar una respuesta verdaderamente personal hay que darla con la inteligencia,
la voluntad y los sentimientos, y con obras de servicio a los demás. La fe es luz,
conocimiento; y al mismo tiempo impulso para la acción, precisamente en cuanto
que la fe “vive” por el amor (cf. Ga 5, 6; St 2, 14-19). El amor es “vida de la
fe” en unión con la mente, el corazón y las obras meritorias de Cristo, también
en unión con su oración pues el Resucitado sigue intercediendo por nosotros a
la derecha del Padre.
Pues bien, esto solo puede
hacerse en unión con los otros cristianos, porque solamente la Iglesia “es la portadora histórica de la
visión integral de Cristo sobre el mundo” (R. Guardini), y no cada cristiano
aisladamente (cf. enc. Lumen fidei, n. 22). Realmente la Iglesia es el primer
sujeto de la fe, de la esperanza y del
amor, el “nosotros” de esta nueva vida que es la vida cristiana, como vida que
nos hace participar de las energías de Cristo: de su mirada, de su voluntad y
sentimientos, de su misma acción. Si yo quiero participar de eso,
necesariamente he de pasar por la
Iglesia.
Así lo dice la encíclica
sobre la fe. La fe “mira desde el punto de vista de
Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver” (n.
18), es una experiencia espiritual por la que “el cristiano comienza a ver con
los ojos de Cristo” (n. 46). “El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus sentimientos, su condición
filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que es el Espíritu” (n. 21).
Por el bautismo, el cristiano recibe una “forma nueva de actuar en común, en la Iglesia ” (n. 41). Este
“actuar común” es a la vez profundamente personal, y lo es precisamente en la
medida en que se inserta en el Cuerpo (místico) de Cristo. Con ello pasamos al
punto siguiente.
3. “Nuestra fe es verdaderamente
personal, solo si es a la vez comunitaria: puede ser ‘mi
fe’, solo si vive y se mueve en el ‘nosotros’ de la Iglesia , solo si es
nuestra fe, nuestra fe común en la única Iglesia” (Benedicto XVI, Audiencia general, 31-X-2012). La fe no nos quita nuestra personalidad, sino
que la dota de una mayor profundidad de conocimiento y de capacidad para amar.
Y así podemos participar del supremo acto de amor que es la entera vida de
Cristo, consumada en el misterio pascual de su muerte y resurrección.
En síntesis, la antropología
cristiana vivida, si se puede hablar así, no es otra cosa que la vida cristiana
en la familia de Dios. Todo lo que vive y realiza un cristiano (sus actividades
familiares, su trabajo, sus tareas sociales y culturales, sus alegrías y sus
penas, su descanso y sus cansancios, etc.) está llamado a hacerlo en la profunda
comunión del Cuerpo de Cristo. Y así resulta meritorio, santificador, para uno mismo
y para los demás.
Es la Iglesia la que nos educa
en la fe, por medio de la “profesión de la fe” (el Credo), de los sacramentos,
del Decálogo, perfeccionado por las bienaventuranzas, y de la oración. Y por
eso la educación en la fe se realiza en profunda comunión con la Iglesia y su Magisterio, o
no se realiza. Se lleva a cabo en la unidad de la fe que es también integridad,
es decir, aceptación y vivencia de todos los
aspectos de la fe, sin seleccionar solo los que parecen más “fáciles” de vivir
y comprender.
4.
En sus catequesis sobre la
Iglesia , el Papa Francisco nos ha preguntado si nos sabemos
identificar con la Iglesia ,
pues es nuestra madre y nuestra familia; si rezamos por ella y procuramos que
todos en ella se sientan acogidos y comprendidos, y puedan descubrir la
misericordia y el amor de Dios que transforma la vida (cf. Audiencia general, 29-V-2013).
Asimismo nos ha invitado a cuestionarnos: “¿Soy de los que
‘privatizan’ la Iglesia
para el propio grupo, la propia nación, los propios amigos?” “¿Rezo por ese
hermano, por esa hermana que está en dificultad por confesar y defender su fe?”
(25-IX-2013).
Esas y otras preguntas debemos hacérnoslas no
solamente en singular, pues la fe cristiana tiene consecuencias sociales y
eclesiales, institucionales y familiares. Una familia o una comunidad cristiana
es más que la suma de los individuos que la componen. Es un nudo de relaciones
personales donde cada uno es valorado ante todo por lo que es y no primero por
lo que tiene o por lo que aporta; donde se fomenta la comunicación, el diálogo
y la participación, según las diversas condiciones y capacidades; donde cada
uno está siempre dispuesto a sacrificarse por otros, defendiendo especialmente a
los más frágiles y a los más débiles (cf. Papa Francisco, Discurso al Pontificio Consejo para la familia, 25-X-2013); donde
los más responsables –por razón de edad, autoridad u oficio– se plantean
siempre el bien que Dios desea para cada uno y para todos; donde las tareas y
las cargas se reparten buscando la unidad, pero sin deshacer la diversidad; donde
la “imagen” que se da de la propia familia o grupo se busca como fruto de una
realidad que compromete a todos y que cuenta con todos.
Por eso son igualmente pertinentes otras
preguntas en plural: “¿Somos una Iglesia que llama y acoge con los brazos
abiertos a los pecadores, que da valentía, esperanza, o somos una Iglesia
cerrada en sí misma?” (Audiencia general, 2-X-2103) “¿En
nuestras comunidades vivimos la armonía o litigamos entre nosotros? ¿Aceptamos
al otro, aceptamos que exista una justa variedad, que éste sea diferente, que éste
piense de un modo o de otro –teniendo la misma fe se puede pensar de modo
diverso– o tendemos a uniformar todo? ¿Somos misioneros con nuestra palabra,
pero sobre todo con nuestra vida cristiana, con nuestro testimonio? (9-X-2013).
(publicado en www.analisisdigital.com, 30-X-2013)
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