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martes, 16 de septiembre de 2014

Custodiar la esperanza

Conversión y caridad

G. Conti, La parábola del buen samaritano (s. XVIII), 
Messina, Iglesia de la Medalla Milagrosa, 
casa de hospitalidad Collereale

Hoy muchos ven la necesidad de “defender el cristianismo”, frente al nihilismo y el relativismo, de un lado, y el fanatismo de otro. Y así es. Al mismo tiempo, con motivo del encuentro de Rimini, se ha señalado la prioridad de “hacer el cristianismo” (Péguy), mostrando de esta manera su belleza.

    El cristianismo significa curar y redimir al hombre y para eso es necesario salir al encuentro de las personas en su realidad. Esta es la línea de Francisco. En su discurso a los obispos de Corea (Seúl, 14-VIII-2014), les ha exhortado a ser “custodios de la memoria y de la esperanza”. Es decir, ser impulsores de la conversión y de la caridad.


Herederos... y llamados a la conversión en el presente

    “Vosotros –les ha dicho– sois los descendientes de los mártires, herederos de su heroico tes­timonio de fe en Cristo. Sois además herederos de una extraordinaria tradición que surgió y se desarrolló gracias a la fidelidad, perseverancia y trabajo de generaciones de laicos. Ellos no tenían la tentación del clericalismo: eran laicos, caminaban ellos solos”.

    “Es significativo –añade el Papa- que la historia de la Iglesia en Corea haya comenzado con un encuentro directo con la Palabra de Dios. Fue la belleza intrínseca y la integridad del mensaje cristiano –el Evangelio y su llamada a la conversión, a la renovación interior y a una vida de caridad– lo que impresionó a Yi Byeok y a los nobles an­cianos de la primera generación”.

    Esto va más allá de recordar o conservar gracias del pasado, pues requiere, además, una conversión en el presente: “Ser custodios de la memoria significa darse cuenta de que el incremen­to lo da Dios (cf. 1Co 3,6), y al mismo tiempo es fruto de un trabajo paciente y per­severante, tanto en el pasado como en el presente”. En otros términos: “Nuestra memoria de los mártires y de las generaciones anteriores de cristianos debe ser realista, no idealizada ni triunfalista. Mirar al pasado sin escuchar la llamada de Dios a la conversión en el presente no nos ayudará a avanzar en el camino; al contrario, frenará o incluso de­tendrá nuestro progreso espiritual”.


Esperanza, confianza en Dios

    Ahora bien, responder a la llamada de conversión en el recorrido diario requiere custodiar la esperanza. La esperanza cristiana es la confianza que Dios mismo nos da en su gracia y en su misericordia.

    El mundo actual, por encima de la prosperidad material, busca algo más grande y auténtico, más pleno. La esperanza cristiana se abre a ese “más” por medio de la fe, los sacramentos y la caridad. Esto equivale, para todos los cristianos, a la búsqueda de la santidad personal y el afán de llevarla a los demás.

     Francisco señala algunos puntos para orientar esta tarea pastoral de los obispos, que resume como “custodiar la esperanza”.


Cercanía a las personas

     1. A los obispos, como cabeza de las comunidades cristianas, les corresponde guardar y acrecentar esa esperanza, estando primero, muy cerca de sus sacerdotes:

     “Custo­diáis esa esperanza manteniendo viva la llama de la santidad, de la caridad fraterna y del celo misionero en la comunión eclesial. Por esa razón, os pido que estéis siempre cerca de vuestros sacerdotes, animándoles en su labor diaria, en la búsqueda de la santidad y en la proclamación del Evangelio de la salvación”.

     2. En segundo lugar es necesario impulsar continuamente la evangelización, cuidando al mismo tiempo de cada miembro del Cuerpo de Cristo (cf. Evangelii gaudium, 268), particularmente de los niños y ancianos: “¿Cómo podemos ser custodios de la esperanza sin tener en cuenta la memoria, la sabiduría y la experiencia de los ancianos y las aspiraciones de los jóvenes?”.

     “A este respecto –destaca Francisco–, quisiera pediros que os ocupéis especialmente de la educación de los jóvenes, apoyando la indispensable misión no sólo de las universi­dades, que son importantes, sino también de las escuelas católicas desde los prime­ros niveles, donde la mente y el corazón de los jóvenes se forman en el amor de Dios y de su Iglesia, en la bondad, la verdad y la belleza, para ser buenos cristianos y honestos ciudadanos”.

     3. En tercer lugar, custodiar la esperanza es cuidar especialmente a los pobres, los refugiados, los inmigrantes y los marginados de la sociedad. Y ello de dos maneras: iniciativas concretas de asistencia a los más necesitados, y promoción humana: 


Caridad y promoción humana

     “Esta solicitud debería manifestarse no sólo me­diante iniciativas concretas de caridad –que son necesarias– sino también con un trabajo constante de promoción social, ocupacional y educativa. Podemos correr el riesgo de reducir nuestro compromiso con los necesitados solamente a la dimensión asistencial, olvidando la necesidad que todos tienen de crecer como personas –el derecho a crecer como personas–, y de poder expresar con dignidad su propia per­sonalidad, su creatividad y cultura”.

    Se extiende el Papa subrayando la centralidad, en el mensaje cristiano, de la caridad y de la misericordia: “La solidaridad con los pobres está en el centro del Evangelio; es un elemento esencial de la vida cristiana; mediante una predica­ción y catequesis, basadas en el rico patrimonio de la doctrina social de la Iglesia, debe permear los corazones y las mentes de los fieles y reflejarse en todos los aspec­tos de la vida eclesial”.

     “El ideal apostólico de una Iglesia de los pobres y para los po­bres –evoca Francisco los comienzos de la Iglesia en Corea–, una Iglesia pobre para los pobres, quedó expresado elocuentemente en las primeras comunidades cristianas de vuestra nación. (…) Estoy conven­cido de que, si el rostro de la Iglesia es ante todo el rostro del amor, los jóvenes se sentirán cada vez más atraídos hacia el Corazón de Jesús, siempre inflamado de amor divino en la comunión de su Cuerpo Místico”.

     Y continúa señalando que los pobres no solo están en el centro del Evangelio sino también al principio y al final, como se ve en la vida de Jesús (cf. Lc 4, 18 y Mt 25). 


La tentación del bienestar y la comodidad

     Por eso, advierte a las comunidades cristianas sobre la tentación de dejarse llevar por el bienestar o la prosperidad material, tentación que puede venir también por descuidar a los pobres: “Hay un peligro, una tentación, que aparece en los momentos de prosperidad: es el peligro de que la comunidad cristiana se ‘socialice’, es decir, que pierda su dimensión mística, que pierda la capacidad de celebrar el Misterio, y se convierta en una orga­nización espiritual, cristiana, con valores cristianos, pero sin fermento profético”.

     “En ese caso –observa Francisco–, se pierde la función que tienen los pobres en la Iglesia. Es una tentación que han tenido las Iglesias particulares, las comunidades cristianas, a lo largo de la historia. Hasta el punto de transformarse en una comunidad de clase media, en la que los pobres llegan incluso a sentir vergüenza: les da vergüenza entrar. Es la ten­tación del bienestar espiritual, del bienestar pastoral. No es una Iglesia pobre para los pobres, sino una Iglesia rica para los ricos, o una Iglesia de clase media para los acomodados”.

     Esto no es algo nuevo, recuerda el Papa, como se lee en la primera Carta de San Pablo a los Corintios (cf. 1 Co 11, 17) y en la del apóstol Santiago (cf. St 2, 1-7). Éste “se vio obligado a reprender a las comunidades acomoda­das, Iglesias acomodadas y para acomodados. No se expulsa a los pobres, pero se vive de tal forma, que no se atreven a entrar, no se sienten en su propia casa. Ésta es una tentación de la prosperidad”.

    Por eso Francisco les pide a los obispos coreanos que estén atentos ante la tentación de la comodidad, del secularismo, de la ambición de poder; puesto que sería como “despojar a la Cruz de su capacidad para juzgar la sabiduría de este mundo” (cf. 1 Co 1, 17). Y concluye: “Dios quiera que nos podamos salvar de esa mundanidad espiritual y pastoral que sofoca el Espíritu, sus­tituye la conversión por la complacencia y termina por disipar todo fervor misione­ro (cf. Evangelii gaudium, 93-97)”.

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