F. de Zurbarán, La Virgen niña dormida (h. 1630-1635), col. B. de Santander.
Duerme en una pausa de la oración en que estaba usando el libro (¿la Biblia?),
soñando quizá en la venida del Mesías.
A la derecha, un cuenco de porcelana con tres flores:
la rosa (el amor), la azucena (la pureza) y el clavel (la fidelidad).
Sobre su cabeza (hacer click para agrandar la imagen),
una luminosa aureola de cabecitas angélicas
una luminosa aureola de cabecitas angélicas
(Cf. comentario de Alfonso E. Pérez Sánchez).
El papel de María en la salvación y para cada cristiano se ha ido iluminando dentro del catolicismo, con más intensidad en los últimos siglos. Esto, decía Jean Daniélou, no es un añadido a la Sagrada Escritura ni es un residuo del paganismo, sino que proviene de haber entendido mejor la Biblia. Implica dos aspectos: entender mejor el misterio de su elección para ser madre de Dios; entender también por qué y cómo es madre nuestra, en cuanto que mantiene hacia nosotros la misma relación que tiene con Cristo. De todo ello se ocupa el gran teólogo francés en un capítulo de su libro “El misterio del Adviento” (Madrid 2006, original de 1948, pp. 109-128).
Su reflexión nos puede servir para terminar con intensidad la espera del Adviento, y vivir con intensidad la Navidad cristiana, especialmente este Año de la Misericordia, concentrándonos en la petición de la comunión espiritual que san Josemaría aprendió de un religioso escolapio: “Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos”. Una oración que sirve a la vez para preparar la comunión eucarística siempre que podamos recibirla.
María resume y encarna la espera del Mesías, y la “educación” que para eso llevó Dios a cabo con el pueblo elegido en el Antiguo Testamento. Es decir, todo lo que había sido preparado en el alma de los justos que intervienen en la historia de la salvación (sobre todo de las santas mujeres como Raquel y Rebeca, Sara y Rut) culmina en el alma de María.
En qué consiste esa educación? En diálogo con Daniélou, se puede sintetizar en tres aspectos:
El sentido de Dios
1. El sentido de Dios, frente a un mundo más bien carnal y con tendencia panteísta e idólatra. Siempre el pueblo elegido está tentado por los ídolos de los países vecinos. Dios le reprocha sus infidelidades a la Alianza como si se tratase de un adulterio.
En cambio, la Virgen es siempre fiel, como rezamos en el rosario. A ella la liturgia le aplica las palabras de la Esposa del Cantar de los Cantares, pues representa la fidelidad ante todo a Dios Padre, que es fuente de unidad. Nosotros deseamos que Dios nos conceda esa devoción que pedimos en la comunión espiritual, tan relacionada con la conciencia de la presencia de Dios en el mundo y en nuestra vida. Y como cristianos que percibamos de verdad su figura de Padre y la realidad de nuestra filiación divina, con todo lo que ello comporta de visión sobrenatural, serenidad y optimismo ¿Es así mi oración cada día? ¿Es así mi participación en la Santa Misa de modo que influya en todo el día?
La gracia
2. La gracia, es decir, la comunicación de la vida divina, que se revela y se realiza también a lo largo de la historia de la salvación, frente al sentido espontáneamente reductivo al que tendía el pueblo de Israel. La protección divina la entendían, o era una tendencia frecuente, en el sentido de una mera liberación política y una expectativa de bienestar terreno, pues Dios les había liberado de la esclavitud de Egipto para llevarles a una tierra de promisión. Y era cierto. Pero todo ello expresaba unas realidades más profundas. Por eso Dios les va educando a base de retirarles los bienes temporales (recordar la figura de Job, el justo infeliz) para enseñarles el valor del desprendimiento hasta la Cruz. Pero esto es costoso, y se prolonga hasta la misma escena de la ascensión del Señor (“Señor: ¿es ahora cuando vas a instaurar tu Reino?...”).
En cambio, en la Virgen contemplamos el misterio de la educación divina en la gracia. La gracia es lo único que ella pide, y se le concede por encima de la sabiduría que pidió Salomón, de manera que ella alcanza en grado sumo el sabor de las realidades espirituales.
Por eso el ángel le llama “llena de gracia”: “porque es la que ha querido la gracia, la que no ha querido más que la gracia, la que ha comprendido que una sola cosa contaba y la que, por eso, la ha obtenido” (p. 115). Pero también por eso en ella se realiza la educación de Dios en Israel.
Nosotros podemos pedirle que sepamos valorar la vida de la gracia de modo que sepamos no sólo conservar el estado de gracia en nuestra alma, aborreciendo todo pecado venial deliberado, sino crecer en pureza. La verdadera y más profunda pureza es la pureza del corazón. Ésta –como observa J. Ratzinger en el segundo volumen de su libro Jesús de Nazaret– no se limita a lo sexual, sino que consiste en vivir el mandamiento del amor como Jesús y en comunión con Él, por tanto en la Iglesia y en el mundo con todas las consecuencias que eso tiene para un cristiano.
No se trata sólo de una pureza meramente ritual como pensaban las religiones antiguas, sino de la santificación del cuerpo y de todas las realidades humanas. Es decir, la búsqueda de la santidad y de la misericordia, dejándonos sumergir en el Cuerpo místico de Cristo para vivir con Él por los demás. Este sería el sentido de la petición de la comunión espiritual: quisiéramos, “quisiera Señor recibirte con aquella pureza…” de la Virgen fiel, de la Madre de la divina gracia. ¿Pero ponemos los medios para que todo nuestro ser y nuestro obrar sea como una ofrenda de amor y de servicio a Dios y a los demás?
El sentido universal de la salvación
3. El sentido universal de la salvación. Pues Israel, elegido como instrumento de salvación para los demás pueblos, durante diecinueve siglos había sucumbido a la tentación de entender esta llamada como dominio y supremacía, sin aceptar el saber disolverse como el fermento en la masa.
En cambio, la Virgen acepta este plan universal del amor de Dios. Ella es Virgen fiel y Madre de la gracia; no solo de la gracia en sí misma sino también de la gracia para nosotros. Y por eso es también Madre de Misericordia para nosotros y para todos. Ella es “la que ha aceptado que su corazón se ensanche hasta los límites del mundo” (p. 116). Pero esto le ha costado a María lo que Daniélou llama “el misterio de la pasión de su corazón”. Y lo explica así:
“Lo que muere en el corazón de María en la tarde de la Pasión es este amor todavía humano, aún carnal, por el Cristo particular; y lo que resucita en el corazón de María en el día de la Resurrección es su maternidad espiritual en relación con todos los hombres. Y ahí algo ha debido morir en el corazón de María; es el final de una felicidad muy grande, de esos treinta y tres años que ella había vivido con el Hijo de Dios hecho hombre”.
“Por eso –continúa Daniélou–, cuando Cristo le dijo, señalándole a Juan: ‘Mujer, ése es tu hijo’, su corazón fue atravesado muy profundamente por una espada, porque era el final, en efecto, de una realidad maravillosa; ella ha superado en este momento este amor concentrado en la humanidad de Jesús para dilatar su corazón a la medida de toda la humanidad; y esto no podría hacerse más que por la muerte, por esta muerte del corazón, por esta pasión del corazón tan profunda como la pasión del cuerpo de su hijo; porque este aumento de la caridad, esta expansión de la caridad hasta abarcar el mundo sólo puede hacerse, una vez más, por la muerte”.
Esto, que Dios le pidió a María y que podemos pensar nosotros que pide de alguna manera a todas las madres –no solo a las madres de los sacerdotes– también es una realidad para cada uno de nosotros, como señala el ilustre teólogo francés:
“Ello se hace realidad en cada una de nuestras vidas mediante la muerte –se refiere a la muerte espiritual, a la muerte a nosotros mismos tal como hemos de buscarla mediante la mortificación y el sacrificio voluntario– cuando superamos lo que hay de demasiado estrecho en nosotros para ensanchar verdaderamente nuestro corazón a la medida del corazón de Cristo” (pp. 116-117).
“Y –observa agudamente– “es también lo que ocurre en la historia de todo pueblo en la medida en que es preciso, para que entre así en el cuerpo de Cristo, que sepa también superar lo que en él hay justamente de demasiado estrecho, renunciar a su dominación. Es un aspecto del misterio de Cristo que reúne todas las cosas por su cruz” (p. 117).
Pensemos por tanto en la mortificación, en el espíritu de penitencia, en el sacrificio, que a muchos suena como cosa negativa, como mera renuncia; y sin embargo no es así porque sacrificio significa “hacer sagrado”, hacer que algo sea de Dios o para Dios. Y en sentido cristiano el sacrificio es hacer algo por amor a Dios o para los demás por amor a ese Dios –el único Dios vivo y verdadero– que se manifestó como Amor y Misericordia en Jesús. Hacemos algo que nos cuesta, aunque sea una cosa pequeña, porque queremos colaborar un poco con Jesús en su llevar la Cruz por nosotros.
El Adviento es tiempo de penitencia: sin ella no cabe prepararse al nacimiento de Jesús. También cada uno y nuestra propia cultura debe renunciar a dominar sobre los demás y las demás, para colaborar en lo que san Josemaría decía: “se han abierto los caminos divinos de la tierra”: colaborar con Dios para santificar lo que somos y lo que hacemos, santificarnos a nosotros mismos y a los demás.
Todo ello tiene por base la humildad que pedimos en la comunión espiritual y que destaca en el canto mariano del Magnificat. ¿Cómo y en qué cosas concretas muero yo a mí mismo cada día para que Jesús pueda nacer de nuevo en todos?
Al acercarse la Navidad y en Navidad y después de Navidad podemos repetir siempre: “Yo quisiera, Señor, recibiros, con aquella pureza, humildad y devoción con que os recibió vuestra Santísima Madre, con el espíritu y fervor de los santos”. Yo quisiera recibirte, aceptar tu amor a mí y a todos y al mundo. Yo quisiera, y quisiera que todos quisieran, aceptar ese Amor tuyo incomprensible por loco, hacia nosotros.
San Ambrosio nos dejó este consejo siempre precioso, quizá especialmente para estos días de Adviento y Navidad:
“Que en cada uno de vosotros esté el alma de María, para alabar al Señor; que en cada uno esté el espíritu de María, para gozarse en Dios. Según la carne, una sola es la Madre de Cristo; según la fe, Cristo es fruto de todos nosotros” (Expositio Evangelii secundum Lucam, 2 26: PL 15, 1561).
Amen Jesus!
ResponderEliminarMuy interesante saber mas y mas sobre nuestra amada Virgencita Maria, Madre de Dios y Madre nuestra!
ResponderEliminarBellísima reflexión.Nutre nuestro sentir interior.
ResponderEliminarBellísima reflexión. Nutre nuestro sentir interior.
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