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domingo, 17 de julio de 2016

Esperanza para mí y para los otros

En nuestra vida siempre hay incertidumbres. No solamente en el ámbito social y político, nacional e internacional; también en lo personal: ¿adónde vamos? ¿Qué hay más allá? ¿Qué podemos esperar? ¿En qué consiste propiamente la vida eterna y qué tiene que ver con nuestra vida normal, de todos los días?

Ante estas y otras preguntas parecidas, siempre puede ser un buen momento para releer la encíclica del ahora Papa emérito, Benedicto XVI, Spe salvi, de 2007, sobre la esperanza cristiana.

Ante la pregunta ¿qué podemos esperar? Joseph Ratzinger se plantea básicamente dos cuestiones: una autocrítica de la edad moderna y un nuevo aprendizaje del sentido cristiano de la esperanza.



Dos cuestiones

"Es necesaria -propone Benedicto XVI- una autocrítica de la edad moderna en diálogo con el cristianismo y con su concepción de la esperanza. En este diálogo, los cristianos, en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle".

"Es necesario -continúa- que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces" (n. 22).

Comencemos por esta autocrítica del cristianismo moderno, para pasar en un segundo momento a la autocrítica de la modernidad (autocrítica porque nosotros somos parte de su herencia) y concluir luego recogiendo ambas cosas. 


Aprender de nuevo la esperanza

En su segunda encíclica entiende Benedicto XVI que, en el diálogo del cristianismo con la edad moderna, los cristianos hemos de aprender de nuevo lo que es y lo que no es la esperanza, para comprendernos a nosotros mismos a partir de nuestras propias raíces.

Por eso comienza evocando a los primeros cristianos. ¿Qué pasaba cuando se convertían? Habían conocido a Jesucristo, y eso, como a todos los que después han abrazado el cristianismo –como Josefina Bakhita–, les había liberado. Ahora sabían en qué consiste la vida verdadera, y por tanto llegaban a una nueva libertad. Su existencia se podía apoyar en la certeza de un futuro que ya comienza a entregarse ahora.

Así como la llave es garantía de alcanzar lo que hay tras la puerta, la fe, según la carta a los Hebreos, nos da ya la “sustancia” de la esperanza; es decir, la vida eterna. No un vivir ilimitadamente sin más, sino una vida en sentido pleno, en la plenitud del ser y de la alegría.

Ahora bien, se pregunta el Papa: ¿no es esto un puro individualismo, que se desentiende del mundo para refugiarse en una salvación eterna exclusivamente privada? Como si alguien, en su inconsciencia o egoísmo, atravesara “felizmente” una batalla con una rosa en la mano… La respuesta es clara: no, esa no es la salvación del Evangelio, esa no es la esperanza cristiana. La salvación cristiana sólo se da en la apertura a los demás, en la entrega a los otros, a la humanidad entera.


El desengaño de la modernidad

Entonces, continúa preguntándose, ¿cómo se ha podido llegar a esa idea de que el mensaje de Jesús aparta de la responsabilidad por los demás y por el mundo? Esta deformación ha tenido lugar en los tiempos modernos, que cambiaron la fe en Dios por la “fe” en el progreso y la confianza ilimitada en la razón. Marx y Lenin tradujeron esa esperanza terrena en revolución como camino seguro a una felicidad; pero se olvidaron de que el hombre no es sólo materia, es también libertad. Ya Kant había advertido del peligro de autodestrucción que vendría de una fe exclusivamente racional. Algo así han dicho otros pensadores más modernos, como Adorno, al hablar, en el siglo XX, del paso “de la honda a la superbomba”.

¿Quiere esto decir que no hay que confiar en el progreso? El progreso humano no puede entenderse sólo como dominio de la naturaleza, sino también como avance en la ética y, por tanto, en la libertad. Y “la libertad debe ser conquistada para el bien una y otra vez”. Por tanto, la ciencia no puede por sí sola salvar al hombre, aportarle la felicidad y la vida plena. Puede ayudarle pero también destruirle. 

Así llegamos justo a la mitad del texto, donde se ofrece la clave para las dos cuestiones: la autocrítica de la modernidad, y concretamente del mito del progreso científico, y por otra parte, la parte de crítica que debe hacerse el cristianismo moderno.

"La ciencia puede contribuir mucho a la humanización del mundo y de la humanidad. Pero también puede destruir al hombre y el mundo si no está orientada por fuerzas externas a ella misma. Por otra parte, debemos constatar también que el cristianismo moderno, ante los éxitos de la ciencia en la progresiva estructuración del mundo, se ha concentrado en gran parte sólo sobre el individuo y su salvación. Con esto ha reducido el horizonte de su esperanza y no ha reconocido tampoco suficientemente la grandeza de su cometido, si bien es importante lo que ha seguido haciendo para la formación del hombre y la atención de los débiles y de los que sufren" (n. 25).


Esperanza para mí y para los demás

¿Qué debemos, entonces, aprender de nuevo los cristianos modernos sobre la esperanza, para situarla en su horizonte y su grandeza propios?

Pues que el hombre sólo puede ser salvado por el amor. Solo la perspectiva del amor, plenamente asumida en la inteligencia y en los hechos, da pleno sentido a la fe y a la esperanza.Y el amor que salva y da sentido a la vida de cada hombre lo ha manifestado Jesucristo. Con sus palabras y sus hechos, ha mostrado que Dios no se desentiende de los hombres, de sus penas y dolores: nos ha conocido y se ha entregado por amor “a cada uno”. 

Pero, de nuevo, ¿no es esto entender la salvación de modo individualista? No, observa el Papa alemán, porque “estar en comunión con Jesucristo nos hace participar en su ser para todos”, en la responsabilidad por la justicia, en ya no poder vivir para uno mismo. En Jesucristo se muestra “el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto” (n. 31). 

En la perspectiva de la esperanza, esa es la "gran esperanza" que asume y perfecciona todas las legitimas esperanzas terrenas. En la perspectiva de la fe, la esperanza ha de ser aprendida siempre de nuevo concretamente en la oración, en la acción o en el trabajo, en el sufrimiento que conlleva buscar la verdad y la justicia, y en la verdad misma del juicio final, presentida por la razón y asegurada por la fe.

Todo ello según la perspectiva cristiana encuentra, pues, su raíz y desarrollo, en Cristo. Así lo escribe san Josemaría en el capítulo "ciudadanía" de su libro Surco:

"Es tiempo de esperanza, y vivo de este tesoro. No es una frase, Padre -me dices-, es una realidad". Entonces..., el mundo entero, todos los valores humanos que te atraen con una fuerza enorme -amistad, arte, ciencia, filosofía, teología, deporte, naturaleza, cultura, almas...-, todo eso deposítalo en la esperanza: en la esperanza de Cristo" (n. 293).


Esperanza para mí y para los demás

En definitiva, señala Benedicto XVI, para los cristianos se impone no sólo la pregunta “¿Cómo puedo salvarme yo mismo?”, sino también: “Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también para ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal” (n. 48). 

El ancla de la esperanza cristiana “es siempre esperanza para los demás”. Lo dijo también el Papa Francisco a los jóvenes en Cuba: la esperanza es un camino solidario (Saludo a los jóvenes en la Habana, 20-IX-2015). 

Esto, concluimos nostros, ha de traducirse en un redescubrimiento del sentido de la Iglesia -la familia de Dios que forman los cristianos- como germen de solidaridad universal, y en un amor más efectivo por todos, con atención a sus necesidades materiales, morales y espirituales.



(una primera versión se publicó en "La Gaceta", 5-XII-2007)

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Una explicación de la Spe salvi en dos breves sesiones, por parte de Pablo Blanco y Ramiro Pellitero  puede verse en video,



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