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domingo, 10 de febrero de 2019

Sentir la Iglesia


Tiziano, Pentecostés (h. 1545),
                                                                 iglesia de Santa Maria della Salute (Venecia)

En su viaje a Panamá el papa Francisco tuvo un encuentro con los obispos centroamericanos (24-I-2019), que se celebró bajo el lema episcopal de san Oscar Romero: “Sentir con la Iglesia”. Se trata de un aspecto importante para todos los cristianos. Pues sentir con la Iglesia implica tener el “sentido de la Iglesia”, también como parte esencial de la vida espiritual.

¿Qué lugar ocupa la Iglesia en nuestras inquietudes e incluso en nuestra oración? Para tratar de responder a esta preguntas, quizá convenga plantearse antes otra: ¿Pero qué es la Iglesia?

Para muchos la Iglesia es una institución humana más. En la perspectiva cristiana la Iglesia es una realidad profunda que pertenece a la fe: “Creo en la Santa Iglesia Católica”. Esto se recoge en el llamado Credo o Símbolo de los apóstoles, profesión de fe que procede de la primitiva Iglesia de Roma, presidida por el apóstol Pedro.

En 1963, mientras se celebraba el Concilio Vaticano II, un perito teólogo llamado Joseph Ratzinger señalaba que interpretar bien el misterio de la Iglesia no era cosa solo de los padres conciliares, sino de todos los fieles cristianos. Primero, porque la Iglesia, como decía Guardini al principio del siglo, había “despertado en las almas” (esto es, los cristianos percibían, movidos por la gracia de Dios, la realidad eclesial en la que vivían y de la que formaban parte). Además, porque —de acuerdo con ese despertarse del sentido de la Iglesia en los cristianos— una declaración doctrinal sobre la Iglesia solo lograría tener un pleno significado “si se traduce en una realidad espiritual en la vida de fe de los individuos” (1).
De lo que se trataba –explicaba este perito conciliar, que todavía no había cumplido los cuarenta años– era de no limitarse a considerar la Iglesia como “lugar exterior” a la piedad del cristiano, sino introducirla en “la realización misma de la vida espiritual del cristiano” (2.

Para esto, para contribuir a configurar “una actitud espiritual fundamental de fe en la Iglesia” (3), se proponía Ratzinger considerar algunos puntos de partida, en principio bastante diferentes entre sí (la numeración y los epígrafes son nuestros).


La superación del individualismo

1. La superación del individualismo. Por un lado, señalaba, hoy nuestra situación espiritual es más apropiada que en el pasado para entender lo que es la Iglesia. Hoy somos más conscientes de los límites del individuo: de los límites de su libertad, que depende de su herencia y de sus medios: de los límites de su creatividad, que solo puede desarrollarse en un contexto histórico concreto; de los límites de su poder, en cuanto que vive física y mentalmente de lo que recibe o comparte con otros. El hombre es un ser dependiente.

“Así se entiende de una manera nueva –escribía el futuro Benedicto XVI– que tampoco en lo espiritual puede haber una autonomía absoluta del hombre” (4). Pues también en la vida espiritual dependemos de los otros y estamos orientados hacia los otros. De hecho el alma se sitúa ante el misterio de la “comunión de los santos”, la íntima relación entre los cristianos, confesada en el Credo.

Antes de seguir adelante, convendría preguntarse si hoy, pasados los cincuenta años después del Concilio, somos igualmente conscientes de los límites del individuo o no habremos recaído en la visión individualista típica de los siglos anteriores. Por otra parte, la rotura de transmisión de la fe entre los cristianos hace que muchos apenan conozcan los contenidos de la fe y no se planteen en qué consiste la Iglesia y su relación con ella, y por tanto su responsabilidad hacia los demás, sea en general sea concretamente en lo que se refiere a su vida espiritual.

Continuaba Joseph Ratzinger explicando: “Mi vida espiritual no se desarrolla sola y simplemente entre yo y Dios. La fórmula ‘Dios y el alma, nada más’, con la que el temprano Agustín procuraba describir la vida espiritual, no abarca toda la realidad. El hecho de que yo crea, absolutamente hablando, lo obtengo de otros que han creído antes que yo y que me han conducido hasta la fe. Así, ellos están también presentes en mi fe, cuya forma de expresion verbal, orientación y límite ellos mismos prepararon para mí, del mismo modo que seguiré conformándome con ella orientado hacia los demás” (5).


La dimensión social y eclesial de los sacramentos


2. La dimensión social y eclesial de los sacramentos. Prueba de que esto es así, es decir, de que la religión no se desarrolla solamente entre Dios y el individuo, es la existencia de los sacramentos.

“Los sacramentos –entiende Ratzinger– son, de alguna manera, la expresión de la dimensión social presente en la fe. Así, san Pablo escribe de la Eucaristía: “Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo” (1 Co 10, 17). “¡Qué lejos está esto –exclama Ratzinger, señalando cierta deficiencia en el modo de considerar la piedad en la comunión eucarística– del lenguaje de diálogo a solas con el esposo del alma, que hasta no hace mucho tiempo constituía el contenido principal de la ‘devoción de la comunión’!” (6).

A renglón seguido el autor explica esto con la misma argumentación con que lo hará cuarenta años después, como Benedicto XVI, en la encíclica Deus caritas est.

Aquí, a principios de los años sesenta del siglo XX, lo decía así: “Al incorporar Cristo al hombre en su cuerpo, lo saca, de alguna manera, de sí, del aislamiento de su encerramiento en el yo, y lo introduce en la comunión con todos aquellos que deben llegar a ser cuerpo de Cristo junto a Él. En la eucaristía el hombre no comulga solamente con Cristo, sino que, a través de Cristo, comulga con todos los que reciben el honor de la misma comunicación que él” (7).

En efecto, puede compararse este argumento con el de la encíclica sobre el Amor, cuando se trata del carácter social de la “mística” de la Eucaristía (cf. Deus caritas est, n. 14).

En esta perspectiva es interesante, ya en el texto de los años sesenta, esta deducción: “Tal vez pueda decirse que con ello se ha articulado, en general, el auténtico movimiento fundamental del cristianismo: que el hombre sea arrancado de sí mismo, del aferramiento al egoísmo, opuesto a la realidad, y sea liberado, abierto a la unidad del único cuerpo de Cristo” (8).Vemos que con ello continúa en la línea de la superación del individualismo, tal como se realiza en la fe cristiana vivida.


La responsabilidad por la Iglesia y por los demás


3. La responsabilidad por la Iglesia y por los demás. Es aquí, continúa diciendo, donde debería comenzar a mostrarse que todo esto tiene “efectos en la vida espiritual concreta”. Y señala cómo para San Agustín el verdadero ministro de todos los sacramentos es “el Cristo entero” (el Cristo total), o sea, Cristo junto con todos los que forman ahora su Cuerpo místico, la Iglesia.

“Esto significa –observa Ratzinger– que detrás de todo lo que acontece en el orden del espíritu se encuentran la fe, la esperanza y el amor de toda la cristiandad; significa –para volver al comienzo– que vivimos espiritualmente unos de otros y que de allí proviene la responsabilidad solidaria que reside en nuestra fe y en nuestro pecado”.

Añade que, si por ello la Iglesia puede comprenderse mejor como “comunión de los santos”, también por desgracia se sabe “comunión de los pecadores” (9).

Así es. Y las observaciones del ilustre teólogo siguen siendo bien actuales. Tanto la investigación histórica como la situación actual –señala­­– nos llevan a reconocer “el poder del pecado en la Iglesia”. Y, cabría añadir, la necesidad de implorar el perdón –a Dios y quienes hayamos ofendido o dañado– para poder vivir conscientes de que la gracia de Dios actúa sobre todo en los sencillos.


Encarnación y realismo de la Cruz


4. La encarnación es inseparable del “realismo de la cruz”. A todo esto –agregaba Ratzinger con tono profético– es necesario tener en cuenta que el mundo avanza hacia “un secularismo generalizado “, que sitúa a la Iglesia en minoría. No es una nueva situación, pues ya se dio en los primeros cristianos. Con la diferencia –observaba– de que aquellos tenían una viva conciencia escatológica –referente al Reino de Dios definitivo, más allá de la historia–, mientras que ahora los cristianos se fijan más en el progreso terreno y en el avance de la historia.

Efectivamente, en esos años constataba Ratzinger un anhelo cristiano de actitud positiva hacia el mundo como creación de Dios y ámbito de actuación del ser humano desde Dios. Para ello, anota, se invoca el hecho de la encarnación (el Hijo de Dios se ha hecho carne en este mundo); pero con un cierto olvido de la Cruz, con la que forma una unidad, pues ambas –encarnación y cruz– están ordenadas a la resurrección (10).

En efecto. Por un lado, una visión del mundo solamente desde el Reino de Dios cumplido después de la historia, podría empequeñecer las cosas de este mundo y hacer que los cristianos dejáramos el cuidado de esas cosas, hoy presentes, a los demás. Por otro lado, una visión centrada en este mundo, podría llevar al triunfalismo a lo humano o al pelagianismo, doctrina que sostiene que la salvación se alcanza solo por los esfuerzos humanos.

En todo ello, podríamos decir nosotros, se olvidaría que el amor cristiano al mundo es un amor desde el corazón de Cristo traspasado por nosotros en la Cruz. Y por tanto, la “piedad” o la vida espiritual del cristiano debe configurarse totalmente por la misión redentora que la Iglesia participa de Cristo.

Esto se refleja, en el culto cristiano, en un hecho que Ratzinger pone de relieve y que señala santo Tomás de Aquino: el fruto de la Eucaristía es el incremento del amor redentor de Cristo y de su misión evangelizadora en cada uno de los cristianos y en el conjunto de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.



Carácter sacerdotal de la misión cristiana

5. Carácter sacerdotal de la misión cristiana. Al mismo tiempo, Ratzinger llamaba la atención acerca de que el Nuevo Testamento evite el vocabulario sacerdotal para distinguir el cristianismo de las instituciones sacerdotales del pasado, y sin embargo lo aplique para describir el servicio cotidiano de la vida cristiana.

Así por ejemplo, San Pablo considera su apostolado como el ejercicio de un sacerdocio al servicio de que incluso los gentiles ofrezcan su vida (cf. Rm 15, 16), y con ella el mundo cósmico, como hostia viva agradable a Dios por medio de la Eucaristía.

El fruto de la Eucaristía -señala Ratzinger- es precisamente la Iglesia, humanidad transfigurada en templo vivo de Dios, que cree, espera y ama, transformada en cuerpo de Cristo que se ofrece para la gloria de Dios. Tal es, en efecto, la naturaleza del culto cristiano y de la vida cristiana como culto espiritual (cf Rm 12, 1) en la Iglesia y en el mundo.


El sacerdocio común de los cristianos


6. A partir de aquí se esclarece el sentido del sacerdocio común de los fieles (tal como están llamados a vivirlo también los fieles laicos) y de la posición minoritaria que pueden tener los cristianos en el mundo.

Así lo expresaba entonces el ahora papa emérito:

“Desde allí se comprendían los cristianos de los primeros siglos como los sacerdotes de la humanidad, que significan para la humanidad y para el universo lo que en las diferentes religiones son sus sacerdotes. La situación de minoría no tenía nada de extraño para ellos, a pesar o justamente porque tal situación exigía continuamente relacionarlo todo con la hostia viva del cuerpo de Cristo” (11).

Y proponía redescubrir este carácter sacerdotal de la misión cristiana (lo cual no tiene que ver nada con ningún clericalismo): “Deberíamos intentar hacer nuevamente propia en una medida mayor esa visión de la misión cristiana” (12).

Ratzinger concluía su reflexión sobre el sentido de la Iglesia en relación con la vida espiritual de los cristianos, precisando la naturaleza del sacerdocio común de los fieles. Este no se sitúa en competencia con la misión litúrgica del presbítero, sino que es “la ampliación del culto cristiano al ámbito del mundo y de la humanidad”. En esta perspectiva, el conjunto de los cristianos está llamado a desarrollar una función o un servicio que no duda en considerar “sacerdotal”. Y observa que esta comprensión de la piedad cristiana para con el mundo es más bíblica, completa y realista que aquella que solo considera la encarnación del Hijo de Dios. Pues es necesario tener en cuenta también su pasión y “el realismo de la Cruz” (cf. 1 Co 7, 31; Rm 12, 2), que toma en serio los valores del mundo a la vez que los purifica y discierne (cf. Hb 4, 12; Lc 2, 35). Y todo ello, al servicio del hombre que quiere vivir realmente como cristiano en el mundo: una gran tarea que vale la pena (13).

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(1) Cf. J. Ratzinger, “Sentire ecclesiam” (texto de 1963) en Obras completas VII/1: Sobre la enseñanza del Conciio Vaticano II, BAC, Madrid 2013, 269-276, p. 269. Sobre “el despertar de la Iglesia en las almas” y el pensamiento de Guardini a principios de los años veinte, ver R. Guardini R., “Posibilità e limiti della comunione humana”,1932, en Id., Scritti filosofici, I, a cura di G. Sommavilla, Milano 1964, pp. 319-334. Ver nuestro análisis en este blog.
(2) Sentire ecclesiam, p. 269.
(3) Ibidem.
(4) Ibid., p. 270.
(5) Ibidem.
(6) p. 271.
(7) Ibidem.
(8) Ibidem.
(9) pp. 271-272.
(10) Cf. p. 273.
(11) p. 275.
(12) Ibidem.
(13) Cf. 275-276.

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