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lunes, 22 de julio de 2019
El reto de la diversidad en la unidad
Desde el principio del cristianismo se ha comparado la vida cristiana, que es vida en la Iglesia y en el mundo, con un camino. Podemos pensar en una autopista. Se puede ir por el centro o a un lado, más deprisa o más lentamente, con un vehículo más o menos acondicionado, con tal de no detenerse ni salirse del espacio previsto para circular, ni poner en peligro a los demás incumpliendo las señales y las normas de tráfico.
Carismas, estilos, sensibilidades
Las normas del tráfico, válidas y vinculantes para garantizar la seguridad y la eficacia del tránsito, son las establecidas, por ejemplo para los fieles católicos, por el Papa y el colegio episcopal. Los modos diversos de ir por esa autopista se reflejan, en este caso, en los distintos carismas, estilos o sensibilidades de cada uno, personalmente o con otros cristianos dentro de la Iglesia.
Pero no debemos transformar esas sensibilidades distintas en enemistades, ni considerar enemigos a quienes pertenecen a la Iglesia y por tanto son nuestros hermanos. Bastantes enemigos –sobre todo el demonio y el pecado y, en la sociedad, aquellos que se consideran enemigos de la religión en general o de la fe cristiana en particular– tenemos ya, para crearnos enemigos dentro de nuestra propia familia, para dejarnos llevar por guerras entre los mismos cristianos (cf. Francisco, Exhort. Evangelii gaudium, 98).
De hecho, muchas de las diferencias entre los grupos e instituciones de la Iglesia, diferencias que lamentablemente han creado distancias y ciertas enemistades entre cristianos, son solo diferencias de “acento”, que el Espíritu Santo quiere y suscita, precisamente para mostrar la variedad de modos y estilos de hacer vida el Evangelio, como expresión de la catolicidad de la Iglesia.
Así ha sido durante la historia y seguirá siendo. Dentro de la común espiritualidad cristiana –sustancialmente no hay más que una–, hay “espiritualidades” que subrayan más el anuncio de la fe o su comprensión; otras, la oración o la celebración de los sacramentos; otras, la caridad o la misericordia, o la justicia. Y aun dentro de cada uno de estos “subrayados” puede haber diversas formas de expresarlos, sea en la doctrina de la fe, en el culto o en la vida de los cristianos. Todos ellos son legítimos si respetan la sustancia del depósito de la fe.
Ciertamente, en la historia de la Iglesia observamos que a veces esos “acentos” han sido factores de enfrentamientos por variadas circunstancias: persecuciones a causa de la fe, defensa de la fe frente a errores teóricos o prácticos, reacciones posteriores de signo contrario, divisiones dentro de los cristianos a la hora de interpretar la relación entre el Evangelio y los valores de una determinada cultura, etc.
Pero como, gracias a Dios, en la Iglesia está garantizado que las puertas del infierno –el pecado, el mal, el error– no prevalecerán contra ella (cf. Mt 16, 18), pasa el tiempo y sucede que la oración, el estudio y el Magisterio de la Iglesia ayudan a esclarecer muchos de esos aspectos que parecían opuestos –e incluso incompatibles con la fe cristiana– y luego queda claro que no lo son.
Educación de la unidad en la diversidad
Aun así, convendrá que en la educación de la fe y en la teología se vaya explicando el “lugar” y papel que cada uno de esos aspectos tienen en el cristianismo. Y esto de modo dinámico, a medida que se van profundizando y descubriendo o redescubriendo ese “lugar” en el conjunto. Por eso es importante el principio de la “jerarquía de las verdades” (cf. Evangelii gaudium, 36), tanto en las cuestiones doctrinales como en las cuestiones de tipo teológico-práctico relacionadas con la vida cristiana.
Cosa distinta es que la “recepción” de esos desarrollos teológicos o espirituales sea más o menos fácil por parte de quienes hayan padecido contradicciones o dificultades, en la mente y en el corazón de los que han sufrido, a veces durante mucho tiempo, las “heridas” de batallas históricas más o menos violentas y con componentes culturales, pero batallas al fin y al cabo, que dejan las correspondientes cicatrices.
El paso del tiempo también hace que las nuevas generaciones no consideren tan dramáticas las diferencias, con la desventaja de que quizá no valoren en su punto la fidelidad y el sufrimiento que sus mayores tuvieron que arrostrar, para mantenerse fieles a lo que consideraban importante para la fe y la vida cristiana.
Dios se sirve de las cicatrices y de la experiencia de unos para enriquecer la tradición de lo sustancialmente válido en el depósito de la fe. Y también de la falta de experiencia de otros para empujar con valentía y fuerzas renovadas a todos. De modo que –en frase de Gustave Mahler que gusta citar al papa Francisco– el depósito de la fe no se convierta en unas cenizas que conservar, sino en un fuego que avivar. Es decir, en algo que ha de mantenerse vivo para renovar los corazones y el mundo en cada época y lugar.
Todo ello pide sin duda virtudes por parte de unos y otros, como son la prudencia y la paciencia, la humildad y la valentía. Unos, quizá los mayores, se benefician de la confianza en que Dios sigue actuando y renovando a su Iglesia con la fuerza de los jóvenes. Otros, los jóvenes pueden ver la eficacia de sus fuerzas precisamente enraizada en la experiencia de los mayores. Los del medio pueden y deben servir de mediadores. Todos necesitan fiarse de la gracia y la ternura de Dios Padre, de la amistad de Cristo, del consuelo y el fuego del Espíritu Santo.
El Espíritu que es principio o causa principal de unidad y de vida –como el alma lo es para el cuerpo– es en la Iglesia también principio de armonía. Esto no quiere decir ausencia de tensiones y polaridades que son necesarias en todo organismo vivo, sino ausencia de tensiones desgarradoras, de conflictos destructores.
Fe y diversidad cultural
Por lo que respecta a la diversidad cultural, no hemos de temer que sea un peligro para la fe. Sí lo sería un cristianismo monocultural y monocorde (cf. Evangelii gaudium, 117). Es verdad que el cristianismo se transmite ligado a determinadas culturas, pero esto no significa que se identifique con ninguna de ellas (tampoco con la europea); pues el Evangelio posee un contenido transcultural (la vida de Dios mismo que se da a participar en el corazón y la mente de los hombres). Ese contenido vivo y siempre eficaz, sirve de puente entre los núcleos más auténticos y profundos de las diferentes culturas.
Por eso el cristianismo es capaz de asumir todo lo noble, bueno y verdadero de las culturas. Al mismo tiempo, tiene la capacidad de purificar aquello –lagunas, insuficiencias, errores– que, tanto en las culturas y las religiones como también en cada uno de nosotros, sea incompatible con la dignidad humana o la Revelación cristiana.
Es el Espíritu Santo el que ha sembrado en todas las culturas –y también en las religiones, especialmente las grandes y antiguas religiones de la humanidad– “semillas de la Palabra” (cf. Juan Pablo II, enc. Redemptoris missio, n. 28), valores y elementos de bien, de verdad y de belleza, que esperan ser plenamente vivificados por el encuentro con Jesucristo. Un encuentro que el Espíritu Santo promueve en cada persona y en cada cultura de modos con frecuencia insospechados.
“Solo Él (el Espíritu Santo) –ha escrito el papa Francisco– puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la Iglesia” (Evangelii gaudium, n. 131).
Bien vivida y entendida, la diversidad en la unidad es una gran riqueza, a la vez que un reto estupendo que no nos puede detener ni desanimar, sino al contrario, debe impulsarnos; porque es un presupuesto que encierra la promesa de llegar más profundamente a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
En la explicación de cómo las diversidades pueden contribuir y no estorbar en el camino de la misión evangelizadora de la Iglesia, decíamos, la educación de la fe y la teología tienen una gran labor, con tal de que estén hoy centradas en la evangelización.
Ir a la traducción catalana (realizada por Temes d'Avui)
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