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lunes, 8 de julio de 2019

Valentía y otras condiciones para el discernimiento


Icono de la Sabiduría, Escuela de Yaroslav (s. XVI)
        Galería Tretiakov (Moscú)

(Ver la explicación del icono al final del texto)



La Carta que el papa Francisco ha enviado al Pueblo de Dios que peregrina en Alemania (29-VI-2019) es un testimonio del ministerio petrino y –lejos de un recetario– una orientación muy útil no solo para los católicos alemanes, sino para todos los cristianos.


Una carta animante y realista

1. Ante todo, en circunstancias de graves dificultades –incertidumbre ante el futuro, cambios profundos y rápidos, etc.–, como eran las de los discípulos cuando murió el Señor, hoy contamos “con la convicción de que el Señor «siempre puede, con su novedad, renovar nuestra vida y nuestra comunidad» (Exhort. Evangelii gaudium, 11). Francisco desea brindar su apoyo, acompañar en el camino y “fomentar la búsqueda para responder con parresía –valentía– a la situación presente”. Quizá sea esta última frase un buen resumen de las actitudes que su carta desea promover. 

Comienza agradeciendo, entre otras cosas, el hecho de que “las comunidades católicas alemanas, en su diversidad y pluralidad, son reconocidas en el mundo entero por su sentido de corresponsabilidad” y de generosidad para impulsar y sostener la evangelización en otras regiones y países.

Al mismo tiempo señala “lo doloroso que es constatar la creciente erosión y decaimiento de la fe con todo lo que ello conlleva no solo a nivel espiritual sino social y cultural”. Este deterioro –que sucede en tantos otros lugares–, multifacético y de no fácil y rápida solución, “pide un abordaje serio y consciente que nos estimule a volvernos, en el umbral de la historia presente, como aquel mendicante para escuchar las palabras del apóstol: «no tengo plata ni oro, pero te doy lo que tengo: en el nombre de Jesucristo de Nazaret, levántate y camina» (Hch 3,6).

El camino que propone el papa como cabeza del colegio episcopal, con carácter general, es un camino sinodal (cf. Const. ap. Episcopalis communio, 2018). En sustancia se trata, bajo la guía del Espíritu Santo, de “caminar juntos y con toda la Iglesia bajo su luz, guía e irrupción, para aprender a escuchar y discernir el horizonte siempre nuevo que nos quiere regalar. Porque la sinodalidad supone y requiere la irrupción del Espíritu Santo”.

Así es, porque ya el Señor lo había anunciado: "Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa" (Jn 16 13). Es el Espíritu Santo quien, a partir de Pentecostés, ilumina y guía a la Iglesia por el camino y en el horizonte de la salvación.

Podríamos decir que la sinodalidad es el nombre que recibe la participación de todos a todos los niveles –de abajo hacia arriba y viceversa, escribe el papa, es decir desde el último bautizado hasta el obispo de Roma y al revés– en la edificación de la Iglesia y en la evangelización. “Solo así –dice el papa– podemos alcanzar y tomar decisiones en cuestiones esenciales para la fe y la vida de la Iglesia”.

A continuación señala algunas condiciones para ese proceso. Condiciones que tienen que ver con la mirada a la realidad y con las virtudes teologales (fe, esperanza, caridad). 

1) Ante todo, una llamada al realismo: “Será efectivamente posible si nos animamos a caminar juntos con paciencia, unción y con la humilde y sana convicción de que nunca podremos responder al mismo tiempo a todas las preguntas y problemas”, porque somos portadores de un tesoro en vasijas de barro (cf. 2 Co 4,7).

Subraya especialmente la paciencia, pues “los interrogantes presentes, así como las respuestas que demos, exigen, para que pueda gestarse un sano aggiornamento” (puesta al día), con palabras de Yves Congar, “una larga fermentación de la vida y la colaboración de todo un pueblo por años”. Esto, según el papa, nos estimula para impulsar procesos que den fruto a su tiempo más que confiar en resultados inmediatos poco maduros.

2) En segundo lugar, esos procesos requieren adecuados e inevitables análisis. Pero conviene evitar la tentación de la parálisis, “girando en torno a un complicado juego de argumentaciones, disquisiciones y resoluciones que no hacen más que alejarnos del contacto real y cotidiano del pueblo fiel y del Señor”. Algo parecido critica luego al referirse a soluciones sincretistas de “buen consenso” o resultados de encuestas o consensos.

3) Por tanto, hay que reconocer con coraje que “lo que necesitamos es mucho más que un cambio estructural, organizativo o funcional”. Y para eso se impone evitar otra tentación: la de pensar que somos capaces, con nuestra propias fuerzas de salir adelante.


No fiarse de las propias fuerzas

Aquí hay una referencia a un nuevo pelagianismo que confiara todo a “estructuras administrativas y organizaciones perfectas” (Evangelii gaudium, 32). Más adelante se habla también del nuevo gnosticismo de los que “queriendo hacerse un nombre proprio y expandir su doctrina y fama, buscan decir algo siempre nuevo y distinto de lo que la Palabra de Dios les regalaba"; de los que sintiéndose “avanzados” o “ilustrados” querrían superar el “nosotros” eclesial con sus propios esquemas (cf. J. Ratzinger, El Dios de Jesucristo, Salamanca 1979).

Esta tentación de fiarlo todo a soluciones administrativas o protagonismos mesianistas, podría, señala Francisco, a corto plazo eliminar tensiones. Pero llevaría a un “adormecer y domesticar el corazón” del pueblo cristiano, dejándolo quizá algo “modernizado”, pero mundanizado y “sin alma ni novedad evangélica”, sin vibración ni mordiente. Sin capacidad efectiva –cabría decir– para animar de fondo a los cristianos en su vivir de la fe en Cristo Jesús y su Palabra salvadora. 

Para unos y otros –nuevos pelagianos o nuevos gnósticos– sirve esta constatación: “Cada vez que la comunidad eclesial intentó salir sola de sus problemas confiando y focalizándose exclusivamente en sus fuerzas o en sus métodos, su inteligencia, su voluntad o prestigio, terminó por aumentar y perpetuar los males que intentaba resolver”.


Evangelización: camino de esperanza

4) Por eso el papa Bergoglio, como en ocasiones anteriores (cf. Encuentro con el Comité directivo del CELAM, Bogotá, 7-IX-2017), propone “gestionar el equilibrio” con esperanza y no tener “miedo al desequilibrio” (cf. Evangelii gaudium, 97); pues hay tensiones y desequilibrios que son inevitables y, más aún, imprescindibles como parte del anuncio del Evangelio.

Cabe pensar en tantos cristianos que, efectivamente, en medio de las dificultades, han testimoniado su confianza en Dios, en su gracia y en su misericordia, poniendo a la vez los medios humanamente posibles. Por eso habla aquí Francisco de asegurar la dimensión teologal del discernimiento –a la hora de las innovaciones y de las propuestas–, y de aceptación de la salvación gratuita que Cristo nos ha ganado con su entrega en la Cruz. Nuestra misión no se apoya en los cálculos humanos ni tampoco en los “resultados exitosos de nuestros planes pastorales”. Así es, y esa dimensión teologal, que significa contar en todo con la fe –saber que Dios nos ve y nos cuida–, es una componente esencial de la sabiduría cristiana.

5) La transformación verdadera reclama la conversión pastoral, es decir, que el criterio-guía por excelencia sea la evangelización, el anuncio de la fe y el mandamiento nuevo del amor. La evangelización no es una táctica de conquista o de dominio, de influencia a lo humano o de expansión territorial. Ni un retoque para adaptarse perdiendo la fuerza profética originaria. Ni tampoco el intento de recuperar hábitos o prácticas que daban sentido en otro contexto cultural.

Una vez más, y siguiendo los pasos de quienes le han precedido en el ministerio petrino, expone el camino adecuado: “La evangelización es un camino discipular de respuesta y conversión en el amor a Aquel que nos amó primero (cfr. 1 Jn 4,19); un camino que posibilite una fe vivida, experimentada, celebrada y testimoniada con alegría. La evangelización nos lleva a recuperar la alegría del Evangelio, la alegría de ser cristianos”.

Nuestra preocupación principal debe ser compartir esa alegría “saliendo a encontrar a nuestros hermanos, principalmente aquellos que están tirados en el umbral de nuestros templos, en las calles, en cárceles y hospitales, plazas y ciudades. (...) Salir a ungir con el espíritu de Cristo todas las realidades terrenas, en sus múltiples encrucijadas, principalmente allí «donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades» (Evangelii gaudium 73, cf. Evangelii nuntiandi, 19). Se trata de “estar cerca de la vida de la gente”, con la pasión por Jesús y al mismo tiempo la pasión por su pueblo (cf. Evangelii gaudium, 268).


Mejorar nuestra misión evangelizadora


2. En la última parte de su carta, insiste Francisco sobre la naturaleza del discernimiento, cuyo objetivo no es una mera adaptación al espíritu del tiempo, sino mejorar en nuestra misión evangelizadora.

Por medio del discernimiento que se realiza a través de la sinodalidad, se trata de “vivir y de sentir con la Iglesia y en la Iglesia, lo cual, en no pocas situaciones, también nos llevará a sufrir en la Iglesia y con la Iglesia”, tanto a nivel universal como particular. Para ello hay que buscar caminos reales para que todas las voces, también las de los más sencillos y humildes, tengan espacio y visibilidad. Un reto que, en efecto, todos hemos de proponernos.

Todavía señala algunas condiciones más –también de fondo– para este discernimiento. Estas tienen que ver con el marco de la vida de la Iglesia y con la correspondencia personal a la gracia.


El marco de la vida de la Iglesia


1) Subraya la “necesidad de mantener siempre viva y efectiva la comunión con todo el cuerpo de la Iglesia”, especialmente para no encerrarnos en nuestras particularidades ni dejarnos esclavizar por las ideologías; pues, como corresponde al sentido de la Iglesia (Sensus Ecclesiae), hemos de “sabernos constitutivamente parte de un cuerpo más grande que nos reclama, espera y necesita y que también nosotros reclamamos, esperamos y necesitamos. Es el gusto de sentirnos parte del santo y paciente Pueblo fiel de Dios”.

2) Para esto es también necesaria la conexión con la Tradición viva de la Iglesia, con “las fuentes de la más viva y plena Tradición, que tiene la misión de mantener vivo el fuego más que conservar las cenizas” (cf. G. Mahler) “y permite a todas las generaciones volver a encender, con la asistencia del Espíritu Santo, el primer amor”.

3) El marco del discernimiento es claro, y está asegurado por la referencia a la santidad que todos hemos de fomentar y la maternidad de María, sin la cual no somos el pueblo de Dios que le entregó el Hijo desde la Cruz para su cuidado; por la fraternidad dentro de la Iglesia y la confianza en la guía del Espíritu Santo; por la necesidad de priorizar una visión amplia del todo, pero sin perder a atención por lo pequeño y cercano.


Conversión, oración, penitencia

4) A todos, y especialmente a los pastores, el papa llama a un “estado de vigilia y conversión”, sin olvidar que la vigilia y la conversión son dones de Dios que hay que implorar por medio de la oración, el ayuno y la penitencia. Así podremos aspirar a tener los mismos sentimientos de Cristo (cf. Flp 2, 7), es decir su humildad, pobreza y valentía. El ejemplo del Maestro “nos libra de falsos y estériles protagonismos, nos desinstala de la tentación de permanecer en posiciones protegidas y acomodadas y nos invita a ir a las periferias para encontrarnos y escuchar mejor al Señor”.

La oración es también adoración, porque, “al adorar, el hombre cumple su deber supremo y es capaz de vislumbrar la claridad venidera, esa que nos ayuda a saborear la nueva creación” (cf. R. Guardini).

En otra ocasión hace pocos días, dirigiéndose al sínodo de la Iglesia greco-católica ucraniana (cf. Discurso, 5-VII-2019), el papa señalaba que la oración debe ser una “preocupación primaria” en todas nuestras actividades. Sin la oración es fácil caer en las tentaciones del sueño, de la espada –la violencia– o de la huida –la cobardía– (cf. Mt 26, 40ss). Para los pastores es igualmente necesaria la cercanía, no solo para “hablar de Dios” sino para “dar a Dios” dándose a sí mismos en el anuncio de la fe, la liturgia y la caridad.

Insistió también entonces en la sinodalidad, que implica la escucha, la corresponsabilidad con valentía y especialmente la implicación de los fieles laicos.

“La sinodalidad lleva también a ampliar los horizontes, a vivir la riqueza de la propia tradición dentro de la universalidad de la Iglesia: a sacar beneficio de las buenas relaciones con los demás ritos; a considerar la belleza de compartir partes significativas del propio tesoro teológico y litúrgico con otras comunidades, incluso no católicas; a tejer relaciones fructíferas con otras Iglesias particulares, además de (las relaciones) con los Dicasterios de la Curia Romana” (Ibid.) y evitar los particularismos.

La situación actual –concluye Francisco en su carta a los católicos alemanes– no nos pide, por tanto, una actitud mojigata, pueril o pusilánime ante las dificultades, sino “la valentía para abrir la puerta y ver lo que normalmente queda velado por la superficialidad, la cultura del bienestar y la apariencia”. Así podemos aspirar, por gracia de Dios –que pedimos con la mente, el corazón y la vida en conversión permanente–, a caminar por la senda de las bienaventuranzas y a ser portadores de bienaventuranza para los demás.


 *     *     *




                                                           Los iconos rusos reflejan la religiosidad popular en los siglos XI al XVI. La sabiduría cristiana está representada en los iconos a veces por un ángel, otras veces por la Virgen María y otras veces –como en este icono de la escuela de Yaroslav– por la Iglesia.

En la parte de arriba (tercio superior) del icono se ven siete cúpulas que representan los siete primeros concilios ecuménicos. Sobre ellas están siete ángeles que sostienen fragmentos de la Palabra de Dios. El número siete suele remitir a los siete dones del Espíritu Santo.

En la zona inferior (dos tercios restantes del icono) aparecen siete torres que representan la Iglesia. En la de la izquierda asoma un rey por el balcón, Salomón, mostrando el libro de los Proverbios, donde se habla de la Sabiduría (Prv 9, 1-6), y que da sentido a todo el icono:

«La sabiduría se ha hecho una casa, ha labrado siete columnas; ha sacrificado víctimas, ha mezclado el vino y ha preparado la mesa. Ha enviado a sus criados a anunciar en los puntos que dominan la ciudad: «Vengan aquí los inexpertos»; y a los faltos de juicio les dice: «Venid a comer de mi pan, a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la inteligencia».

Bajo las torres hay un rosetón en cuyo interior aparece un personaje que representa la Sabiduría (vease con mayor detalle sobre estas líneas) con un vestido blanco, sentado en un trono con siete patas (representan los 7 dones del Espíritu Santo), y sosteniendo en su mano un cáliz. A la derecha, arriba, otro rosetón representa a la Virgen María sosteniendo en sus brazos a Jesús, que es la sabiduría divina hecha carne. Bajo ese rosetón y a la derecha hay una figura que podría ser San Juan Damasceno, que defendió la Encarnación en la controversia iconoclasta, o el obispo Cosme de Jerusalén, a quien se atribuye una oración compuesta para la liturgia del Jueves Santo: "La Sabiduría infinita, fundamento y creadora de la vida, se ha construido la casa de la santa Virgen Madre".

Entre los dos rosetones, unos servidores –que pueden considerarse como los profetas o doctores en la Iglesia, es decir los que se dedican a la formación de los demás–, ofrecen el cáliz con el licor de la sabiduría a los que se lo piden con sus brazos extendidos. Debajo, un servidor va preparando las copas. Y más abajo a la izquierda están otros dos servidores que han sacrificado la víctima. 

Como ya se ve, hay abundantes alusiones a la Palabra de Dios y a la Eucaristía, como también a reyes, profetas y sacerdotes, que en el Antiguo Testamento prefiguran los "oficios" de Cristo. En esta perspectiva, la sabiduría cristiana consiste finalmente en asumir la Revelación, consumada por Cristo con la venida del Espíritu Santo, como luz e impulso para la vida y la acción.

Todo ello se vive en el misterio de la Iglesia y dentro de ella –subrayaríamos hoy– en medio de la vida ordinaria de los cristianos, de sus familias y de sus trabajos al servicio del bien común, y siempre con la mirada puesta en la salvación eterna, pues en eso consiste la misión evangelizadora de la Iglesia.





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