La homilía del Papa con los nuevos cardenales, el pasado 30 de agosto, es, entre otras cosas y dentro de su género y brevedad, una lección de lo que podríamos llamar eclesiología espiritual y pastoral.
La cuestión central es la del asombro. Las lecturas escogidas, de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 2-14) y del evangelio de San Mateo (cf. Mt 28, 16-20), le sugieren al Papa Francisco ese asombro, ese “estupor” producido por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Dividimos la exposición de los argumentos del Papa en tres puntos.
Asombro ante el plan de la salvación
1. San Pablo recoge un himno litúrgico que bendice a Dios por su plan de salvación. Y dice Francisco que no debería ser nuestro asombro ante este plan de salvación menor que nuestro asombro ante el universo que nos rodea, donde, por ejemplo, todo en el cosmos se mueve o se detiene según la fuerza de la gravedad. Así, en el plan de Dios a través del tiempo, ese centro de gravedad, donde todo tiene su origen, sentido y finalidad es Cristo.
En palabras de Francisco, glosando a san Pablo: “En Cristo hemos sido bendecidos antes de la creación; en Él hemos sido llamados; en Él hemos sido redimidos; en Él toda criatura es reconducida a la unidad, y todos, cercanos y lejanos, primeros y últimos, estamos destinados, gracias a la obra del Espíritu Santo, a estar en alabanza de la gloria de Dios”.
Por eso el Papa nos invita a alabar, bendecir, adorar y dar gracias por esa obra de Dios, ese plan de salvación.
Así es, teniendo en cuenta que ese “plan” nos sale al encuentro en la vida de cada uno, al mismo tiempo que nos deja libres de responder a ese proyecto amoroso, que se origina en el corazón de Dios Padre, como indica el Catecismo de la Iglesia Católica.
No es, por tanto un “plan” que Dios haya hecho a nuestras espaldas, sin contar con nosotros ni con nuestra libertad. Al contrario: es un proyecto amoroso que nos presenta, y que llena de sentido la historia del mundo y la vida humana, si bien muchos aspectos de ese plan no podemos conocerlos plenamente y quizá los conoceremos más adelante.
Y Francisco nos pregunta a todos: “Cómo es vuestro asombro? ¿Sientes asombro a veces? ¿O has olvidado lo que significa?”.
Y explica Francisco que se trata de un asombro que no disminuye con los años ni decae con las responsabilidades (podríamos decir nosotros: con las tareas, dones, ministerios y carismas que podemos recibir cada uno en la Iglesia, al servicio de la Iglesia y del mundo).
Al llegar a este punto, Francisco evoca la figura del santo Papa Pablo VI y de su encíclica programática “Ecclesiam suam”, escrita durante el Concilio Vaticano II. Ahí dice el Papa Montini: «Ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, [...] de su propio origen, [...] de su propia misión». Y haciendo referencia precisamente a la Carta a los Efesios, pone esa misión en la perspectiva del plan de salvación; de “la dispensación del misterio escondido por siglos en Dios... a fin de que venga a ser conocida... a través de la Iglesia” (Ef 3,9-10)».
Francisco pone a san Pablo VI como modelo, para presentar el perfil de cómo debe ser un ministro en la Iglesia: “El que sabe maravillarse ante el plan de Dios y ama apasionadamente la Iglesia con ese espíritu, dispuesto a servir su misión donde y como quiera el Espíritu Santo”. Así era, antes que san Pablo VI, el apóstol de las gentes: con esa capacidad de asombrarse, de apasionarse y de servir. Y esa debería ser también la medida o el termómetro de nuestra vida espiritual.
El Papa concluye dirigiendo de nuevo a los cardenales unas preguntas que nos sirven a todos; pues todos –fieles y ministros en la Iglesia– participamos, de modos bien diversos y complementarios, en ese grande y único “ministerio de salvación” que es la misión de la Iglesia en el mundo:
“¿Cómo es tu capacidad de asombrarte? ¿O te has acostumbrado, tan acostumbrado, que la has perdido? ¿Eres capaz de volver a sorprenderte?” Advierte que no es una simple capacidad humana, sino ante todo una gracia de Dios que hemos de pedir y agradecer, guardar y hacer fructificar, como María y con su intercesión.
No es, por tanto un “plan” que Dios haya hecho a nuestras espaldas, sin contar con nosotros ni con nuestra libertad. Al contrario: es un proyecto amoroso que nos presenta, y que llena de sentido la historia del mundo y la vida humana, si bien muchos aspectos de ese plan no podemos conocerlos plenamente y quizá los conoceremos más adelante.
Y Francisco nos pregunta a todos: “Cómo es vuestro asombro? ¿Sientes asombro a veces? ¿O has olvidado lo que significa?”.
En efecto. Es muy conveniente este maravillarse ante los dones de Dios, pues, de otro modo, podemos entrar, primero, en el acostumbramiento y luego en la falta de sentido.
En un tren, observaba Antoine de Saint-Éxupéry en El Principito (cap. XXII), son los niños los que se quedan con la nariz pegada a las ventanas, mientras que los adultos siguen en otras ocupaciones rutinarias.
El asombro de que Dios nos ofrezca colaborar
2. En segundo lugar, observa el Papa que si ahora nos adentramos en la llamada que el Señor hace a los discípulos en Galilea, descubrimos un nuevo asombro. Esta vez no es tanto por el plan de salvación en sí mismo; sino porque, sorprendentemente, Dios nos involucra en ese plan, nos implica. Las palabras del Señor a sus once discípulos son: «Id (...) haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20); y luego la promesa final que infunde esperanza y consuelo : «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (v. 20).
Y señala el sucesor de Pedro que esas palabras de Jesús resucitado “aún tienen la fuerza de hacer vibrar nuestro corazón, dos mil años después” ¿Por qué? Porque es asombroso que el Señor decidiera evangelizar el mundo a partir de aquel pobre grupo de discípulos.
Aquí cabría preguntarse si sólo los cristianos entran en ese plan de salvación o si solo ellos colaboran en él. En realidad toda persona (y los demás seres según su propio ser) entran en esos planes amorosos de Dios. Y al mismo tiempo, los cristianos, por elección divina (antes de la constitución del mundo, cf. Ef 1, 4) tenemos un lugar particular en ese proyecto, parecido al que tuvieron María, los doce apóstoles y las mujeres que siguieron desde el principio al Señor. Así hace Dios: llega a unos a través de otros.
¿Qué busca Francisco al plantear esta necesidad del “asombro” a los nuevos cardenales? El mismo Papa lo ha dicho y esto sirve también para todos los cristianos. El hacernos conscientes de nuestra poquedad, de nuestra desproporción para colaborar en los planes divinos. El librarnos de la tentación de sentirnos “a la altura” (eminentísimos, es el tratamiento a los cardenales), de apoyarnos en una falsa seguridad, pensando quizá que la Iglesia es grande y sólida…
2. En segundo lugar, observa el Papa que si ahora nos adentramos en la llamada que el Señor hace a los discípulos en Galilea, descubrimos un nuevo asombro. Esta vez no es tanto por el plan de salvación en sí mismo; sino porque, sorprendentemente, Dios nos involucra en ese plan, nos implica. Las palabras del Señor a sus once discípulos son: «Id (...) haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todo lo que os he mandado» (Mt 28,19-20); y luego la promesa final que infunde esperanza y consuelo : «Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (v. 20).
Y señala el sucesor de Pedro que esas palabras de Jesús resucitado “aún tienen la fuerza de hacer vibrar nuestro corazón, dos mil años después” ¿Por qué? Porque es asombroso que el Señor decidiera evangelizar el mundo a partir de aquel pobre grupo de discípulos.
Aquí cabría preguntarse si sólo los cristianos entran en ese plan de salvación o si solo ellos colaboran en él. En realidad toda persona (y los demás seres según su propio ser) entran en esos planes amorosos de Dios. Y al mismo tiempo, los cristianos, por elección divina (antes de la constitución del mundo, cf. Ef 1, 4) tenemos un lugar particular en ese proyecto, parecido al que tuvieron María, los doce apóstoles y las mujeres que siguieron desde el principio al Señor. Así hace Dios: llega a unos a través de otros.
¿Qué busca Francisco al plantear esta necesidad del “asombro” a los nuevos cardenales? El mismo Papa lo ha dicho y esto sirve también para todos los cristianos. El hacernos conscientes de nuestra poquedad, de nuestra desproporción para colaborar en los planes divinos. El librarnos de la tentación de sentirnos “a la altura” (eminentísimos, es el tratamiento a los cardenales), de apoyarnos en una falsa seguridad, pensando quizá que la Iglesia es grande y sólida…
Todo eso, dice Francisco, tiene algo de verdad (si se mira con los ojos de la fe, puesto que es Dios quien nos ha llamado y nos da la posibilidad de colaborar con Él). Pero es un planteamiento que nos puede llevar a dejarnos engañar por “el Mentiroso” (es decir, el demonio). Y volvernos, primero, “mundanos” (con el gusano de la mundanidad espiritual); y en segundo lugar “inofensivos”, es decir sin fuerzas y sin esperanza para colaborar eficazmente en la salvación.
El asombro de ser Iglesia
3. Por último, señala el obispo de Roma que el conjunto de esos pasajes despierta (o debería despertar) en nosotros “el asombro de ser Iglesia”; de pertenecer a esta familia, a esta comunidad de creyentes que forma un solo cuerpo con Cristo, desde nuestro bautismo. Es ahí donde hemos recibido las dos raíces del asombro tal como hemos visto: primero el ser bendecidos en Cristo y segundo el de ir con Cristo al mundo.
3. Por último, señala el obispo de Roma que el conjunto de esos pasajes despierta (o debería despertar) en nosotros “el asombro de ser Iglesia”; de pertenecer a esta familia, a esta comunidad de creyentes que forma un solo cuerpo con Cristo, desde nuestro bautismo. Es ahí donde hemos recibido las dos raíces del asombro tal como hemos visto: primero el ser bendecidos en Cristo y segundo el de ir con Cristo al mundo.
Y explica Francisco que se trata de un asombro que no disminuye con los años ni decae con las responsabilidades (podríamos decir nosotros: con las tareas, dones, ministerios y carismas que podemos recibir cada uno en la Iglesia, al servicio de la Iglesia y del mundo).
Al llegar a este punto, Francisco evoca la figura del santo Papa Pablo VI y de su encíclica programática “Ecclesiam suam”, escrita durante el Concilio Vaticano II. Ahí dice el Papa Montini: «Ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, [...] de su propio origen, [...] de su propia misión». Y haciendo referencia precisamente a la Carta a los Efesios, pone esa misión en la perspectiva del plan de salvación; de “la dispensación del misterio escondido por siglos en Dios... a fin de que venga a ser conocida... a través de la Iglesia” (Ef 3,9-10)».
Francisco pone a san Pablo VI como modelo, para presentar el perfil de cómo debe ser un ministro en la Iglesia: “El que sabe maravillarse ante el plan de Dios y ama apasionadamente la Iglesia con ese espíritu, dispuesto a servir su misión donde y como quiera el Espíritu Santo”. Así era, antes que san Pablo VI, el apóstol de las gentes: con esa capacidad de asombrarse, de apasionarse y de servir. Y esa debería ser también la medida o el termómetro de nuestra vida espiritual.
El Papa concluye dirigiendo de nuevo a los cardenales unas preguntas que nos sirven a todos; pues todos –fieles y ministros en la Iglesia– participamos, de modos bien diversos y complementarios, en ese grande y único “ministerio de salvación” que es la misión de la Iglesia en el mundo:
“¿Cómo es tu capacidad de asombrarte? ¿O te has acostumbrado, tan acostumbrado, que la has perdido? ¿Eres capaz de volver a sorprenderte?” Advierte que no es una simple capacidad humana, sino ante todo una gracia de Dios que hemos de pedir y agradecer, guardar y hacer fructificar, como María y con su intercesión.
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