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sábado, 23 de diciembre de 2023

Sobre la iglesia y el "misterio de la luna"


 


(Imagen: M. Chagall, El circo azul (1950), detalle. Museo nacional de arte moderno, Centro G. Pompidou, Paris) 

La Iglesia ha sido comparada desde antiguo con la luna. Entre los autores que han escrito sobre esto figuran Henri de Lubac (1) y Joseph Ratzinger (2).


La “constitución lunar de la Iglesia”



[De Lubac toma, de los Padres de la Iglesia, la imagen de la luna para comprender mejor a la Iglesia. Esto permite penetrar en este misterio, el de la Iglesia, que nos ilumina de noche mientras ella toma su luz del Sol, que es Cristo. Luego desaparece durante el día, para reaparecer de nuevo en la noche, crece y decrece, pero no desaparece… Una imagen que nos sigue ayudando hoy y siempre].

“Cristo –señala De Lubac– es el sol de justicia, la única fuente de luz. La Iglesia, como la luna, recibe de él todo su esplendor en cada instante. Por tanto, es posible hablar, con Dídimo El Ciego, de una ‘constitución lunar de la Iglesia’. Lo mismo que la luna en la noche, también la Iglesia brilla en la oscuridad de este siglo, iluminando la noche de nuestra ignorancia, para señalarnos el camino de la salvación. Su luz, prestada por Cristo, no es más que una pálida claridad, una refulgentia suboscura, como dice san Buenaventura, que nos presenta los símbolos de una verdad que todavía no puede impresionar directamente nuestros ojos mortales. Mientras que el sol permanece siempre en su gloria, ella pasa incesantemente por fases diversas, creciendo unas veces y decreciendo otras, tanto si se trata de su extensión mensurable desde fuera como si se trata de su fervor íntimo, porque no cesa de soportar las contradicciones y las vicisitudes humanas (cf. Tomás de Aquino). Pero nunca disminuye hasta el punto de perecer; siempre vuelve a restaurarse su integridad (cf. Casiodoro). Su testimonio, en determinadas épocas, puede quizás oscurecerse: la sal de la tierra pierde su sabor, su ‘lado demasiado humano’ adquiere mayor relieve, la fe vacila en los corazones; pero tenemos siempre la seguridad de que ‘los santos volverán siempre a brotar’ (Ch. Péguy).

Pero es preciso que comprendamos más a fondo, juntamente con Orígenes y con san Ambrosio, estas fases oscuras de la luna. Significan que la Iglesia, en este siglo, es una Iglesia siempre moribunda, pero que así es como se renueva, acercándose de este modo a Cristo, su esposo. (...) Cerca de su sol, el Señor crucificado, en el oscurecimiento de la pasión, ella empieza a crecer de nuevo hasta conseguir su verdadera fecundidad (cf. Orígenes). Se hunde en las tinieblas para participar de la plenitud secreta de la vida del resucitado: ‘Cristo la vació para llenarla, lo mismo que se vació a sí mismo para llenarnos a todos. De este modo la luna anuncia el misterio de Cristo’ (San Ambrosio).

Y este oscurecimiento, si es un ocaso, es también una aurora. Anuncia la absorción definitiva de la luna en su sol, según el versículo del salmo: ‘En sus días florecerá la justicia, y dilatada paz hasta que no haya luna’ (Sal 71, 7).  (...) ”



* * *

La Iglesia no es como un trozo de árbol

Escribe Joseph Ratzinger (2): “Por incontrovertiblemente correcto que sea cuanto nos muestra el microscopio cuando observamos en él un trozo de árbol, al mismo tiempo puede, sin duda, tapar la verdad si nos hace olvidar que lo individual no es solo lo individual, sino que en el todo tiene una existencia que no se puede estudiar en el microscopio y, sin embargo, es verdadera, más verdadera que el aislamiento de lo individual.

Digamos las cosas a partir de ahora de forma no figurada. La perspectiva del presente ha cambiado nuestra mirada a la Iglesia también en el sentido de que en la práctica ya solo vemos la Iglesia desde el ángulo de la factibilidad, preguntándonos qué se puede hacer de ella. (…)”

[Ratzinger presenta una imagen dura, aunque realista, de la situación de la Iglesia, y del juicio que en ese momento –principios de los años setenta– dominaba, al menos en Europa, sobre ella. Y no solo es que la mirada a la Iglesia se quedara corta, tomando una parte (la corteza del árbol) por el todo. Sino que, además, la imagen profunda e inefable de la Iglesia que venía iluminando y vivificando los siglos, parecía desmoronarse ante los ojos del llamado hombre moderno. No quedaba de ella piedra sobre piedra. Ya no era, dice, un signo que llama a la fe (cf. Is 11, 12), como la consideraba el concilio Vaticano I, sino que parecía, “más bien, el principal obstáculo para aceptar la fe”].

“ (La Iglesia) Ya no parece ella misma una realidad de la fe, sino la organización de los que creen, harto contingente, aunque quizá ineludible, y que debería ser reconfigurada lo más rápidamente posible con arreglo a los más modernos hallazgos de la sociología. (…)

Habíamos dicho que en nuestro tratamiento de la Iglesia nos acercamos tanto a ella que ya no la percibimos en su conjunto. Esa idea se puede ampliar si se recurre para ello a una imagen que encontraron los Padres de la Iglesia en contemplación simbólica del mundo y de la Iglesia. Explicaban que en la estructura del cosmos la luna era una imagen de lo que es la Iglesia en la estructura de la salvación, en el cosmos espiritual”. 



Una imagen (la luna) muy exacta de la Iglesia

“(…) Y efectivamente, por sí misma considerada, la luna solo es eso, solo es desierto, arena y roca. Y sin embargo, no en sí, sino gracias a otra cosa que ella, y para otra cosa que ella, también es luz, y sigue siéndolo incluso en la época de los viajes espaciales. Es lo que no es ella misma. Lo otro, lo no suyo, es ciertamente también su realidad: en cuanto no es suyo. (…) Y ahora pregunto yo: ¿no es esa una imagen muy exacta de la Iglesia? Quien toma muestras minerales en ella y la recorre con la sonda espacial solo puede descubrir desierto, arena y roca, las debilidades humanas del hombre y su historia, con sus desiertos, su polvo y sus cimas. Esto es lo suyo. Y, sin embargo, no es lo más propio de la Iglesia. Lo decisivo es que ella, aunque ella misma solo sea arena y piedra, es, con todo, luz que viene del Señor, de otro que ella: lo no suyo es lo verdaderamente suyo; lo que le es más propio, es más, su esencia, radica en que no cuenta ella misma, sino en que lo que cuenta en ella es lo que ella no es, radica en que solo existe para estar expropiada de ella misma, radica, en suma, en que tiene una luz que ella no es y, sin embargo, ella es solo por causa de esa luz. Es ‘luna’ –mysterium lunae– y así concierte al creyente, pues precisamente así es lugar de una decisión espiritual permanente. (…)”


Argumentos para “estar” en la Iglesia

(Desde esa consideración de la Iglesia como “luna” que interpela continuamente la fe, prosigue el teólogo Ratzinger, bajando al plano personal. ¿Qué se deduce de las anteriores consideraciones concretamente para nuestra fe, para nuestro “estar” en la Iglesia?]

“Estoy en la Iglesia porque creo que, hoy como ayer, y de forma insuprimible por nosotros, detrás de ‘nuestra Iglesia’ vive ‘Su Iglesia’ y que no puedo estar con Él de otro modo que estando con y en Su Iglesia. Estoy en la Iglesia porque, a pesar de todo, creo que en lo más hondo no es nuestra Iglesia, sino precisamente ‘Su’ Iglesia. (…)

A ello se añade una cosa más: al igual que no se puede creer solo, sino únicamente creyendo con otros, tampoco se puede creer en virtud de una potestad propia y por propia invención, sino únicamente si y porque hay una capacitación para la fe que no está en mi propio poder, que proviene de mi poder, sino que me precede. Una fe inventada por uno mismo es una contradicción en sí misma. Pues, no en vano, una fe inventada por mí mismo solamente podría garantizarme y decirme lo que ya soy y sé yo mismo de todas formas, y no podría superar el límite de mi yo. De ahí que también una Iglesia hecha por sí misma, una comunidad que se cree a sí misma, que solo sea por gracia de ella misma, constituya una contradicción en sí misma. Si la fe exige comunidad, ha de tratarse de una comunidad que tenga potestad y que me preceda, no de una comunidad que sea mi propia creación, el instrumento de mis propios deseos. (…) Por mucho que el cristianismo pueda haber fracasado concretamente en su historia (y ha fracasado una y otra vez de un modo desconcertante), los criterios de la justicia y del amor han partido, incluso contra la voluntad de ella, de todas formas del mensaje en ella custodiado, con frecuencia contra ella y, sin embargo, nunca sin el callado poder de lo que está depositado en ella.


Con otras palabras: permanezco en la Iglesia porque veo la fe realizable solo en ella, y no, en último término, contra ella, como una necesidad para el hombre, es más, para el mundo, de la que este vive, incluso cuando no la comparte. (…) Permanezco en la Iglesia porque solo la fe de la Iglesia redime al hombre”.


[También el Papa Benedicto recogía la imagen de la luna aplicada a la Iglesia. Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Muchas personas esperan de nosotros, los cristianos un compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre. En efecto necesitan ver esa luz que es Cristo –desde su “pequeña” fuente en Belén–, que atrae a todas las personas del mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz (cf. Homilía 6-I-2006).


San Bernardo presenta a María, coronada por el sol y con la luna bajo sus pies, como “vivo lazo de unión entre los dos astros, entre la Iglesia y Jesucristo”.


Y san John Henry Newman, dirigiéndose a María, exclama: "¡Vellón entre el rocío y la superficie, Cristo y la Iglesia, el sol y la luna, tú eres la senda, Virgen María!"]
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(1) H. De Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia (edición francesa de 1967), 3ªed, Salamanca 2002, pp. 43-44.
(2) Cf. J. Ratzinger, "¿Por qué sigo en la Iglesia?” (1ª ed. en alemán, 1971), en Id., Obras completas VIII/2: Iglesia: Signo entre los pueblos, Madrid 2020, 1140-1156, pp. 1142-1152.

  

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