Un rato antes, yo acababa de leer un artículo del New York Times (cf. R. Douthat, “Can conservative and liberal catholics coexist?”, 8-V-2024). El autor opone los católicos liberales, y entre ellos critica al Papa (cuyo programa progresista ya habría alcanzado sus límites a la vez que producido una evidente decadencia), frente a los conservadores. Entre estos, según el articulista, caben notables distinciones, pues no se reducen únicamente a los tradicionalistas nostálgicos de la liturgia pre-Vaticano II, sino que también están los “neo-tradicionales”, capaces de convivir de forma moderada con los desarrollos posconciliares. Estos últimos serían los que probablemente lleguen a ser más influyentes o dominantes.
Ante la escena del patinete y el perrillo recordé que estamos en una época de cambios rápidos. No todos pueden ir al mismo ritmo. Además, puede haber interesados en que existan distintas velocidades, para lucrarse de las polémicas, de las ventajas de unos y las dificultades de otros. Mientras tanto, gracias a Dios, hay quienes, en la convivencia diaria o en la tarea educativa, se esfuerzan en moderar a unos para que comprendan e impulsar a los otros para que se sitúen algo más en ese ritmo acelerado.
El significado del Concilio Vaticano II
En mi mente todo ello se mezcló con la cuestión del significado del concilio Vaticano II. En el terreno eclesial suele decirse que el concilio fue como una encrucijada de dos trenes: el de la reforma o el progreso y el de la tradición. Con bastante esfuerzo se logró que se cruzaran. Pero luego cada uno siguió en la dirección que traía, porque los raíles no estaban preparados para otra cosa. Y así esos dos trenes se fueron separando de nuevo y cada vez más.
Benedicto XVI propuso una interpretación del concilio como “renovación (o reforma) en la continuidad”. No una reforma sin continuidad y tampoco una continuidad sin reforma.
Yves Congar había señalado algo parecido en su libro de 1950, publicado en español en 1953, Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. En 1960 y 1963 escribió Tradición y tradiciones, y una síntesis en La tradición en la vida de la Iglesia (1964). En estos textos el eminente teólogo francés explica que la tradición (del latín tradere, entregar) es la vida entera de la Iglesia como comunión. Abarca no solamente las palabras escritas y habladas, sino también la oración, los sacramentos, los escritos de los Padres y otros muchos “monumentos” como él los llama, al servicio de los cuales se sitúa el oficio del Magisterio eclesial.
En mi mente todo ello se mezcló con la cuestión del significado del concilio Vaticano II. En el terreno eclesial suele decirse que el concilio fue como una encrucijada de dos trenes: el de la reforma o el progreso y el de la tradición. Con bastante esfuerzo se logró que se cruzaran. Pero luego cada uno siguió en la dirección que traía, porque los raíles no estaban preparados para otra cosa. Y así esos dos trenes se fueron separando de nuevo y cada vez más.
Benedicto XVI propuso una interpretación del concilio como “renovación (o reforma) en la continuidad”. No una reforma sin continuidad y tampoco una continuidad sin reforma.
Yves Congar había señalado algo parecido en su libro de 1950, publicado en español en 1953, Verdadera y falsa reforma en la Iglesia. En 1960 y 1963 escribió Tradición y tradiciones, y una síntesis en La tradición en la vida de la Iglesia (1964). En estos textos el eminente teólogo francés explica que la tradición (del latín tradere, entregar) es la vida entera de la Iglesia como comunión. Abarca no solamente las palabras escritas y habladas, sino también la oración, los sacramentos, los escritos de los Padres y otros muchos “monumentos” como él los llama, al servicio de los cuales se sitúa el oficio del Magisterio eclesial.
Tradición y progreso
Ya a nivel humano, observa Congar, la tradición no es simplemente una fuerza conservadora, sino más bien un principio que asegura la continuidad y la identidad de la misma actitud a través de generaciones sucesivas. Es como la conciencia de un grupo social o el principio de identidad que enlaza entre sí las generaciones. La tradición permite el progreso, porque preserva los valores positivos adquiridos sin esclavizarse a las formas que tuvieron en el pasado. Es así memoria que enriquece la experiencia, precisamente para seguir viviendo, para seguir avanzando. No es servilismo, sino fidelidad.
Insiste en que, en la Iglesia, la tradición es no solo la enseñanza doctrinal, sino que implica toda la entrega de las realidades cristianas (las Escrituras, los sacramentos, los ritos litúrgicos, la autoridad de los ministerios, etc.). Y así avanza la misión eclesial. Como un árbol que solamente puede crecer apoyándose y haciendo fuerza sobre sus fundamentos y tomando el alimento vital desde sus raíces; de modo que la savia hace vivir al tronco y también a las ramas y a las hojas del árbol vivo.
El concilio Vaticano II explicó que la Iglesia es una tradición viva, que transmite la autorrevelación de Dios. Y como todo ser vivo, la Iglesia debe guardar su identidad sustancial y, la vez, ser capaz de asumir los cambios necesarios para inculturar el mensaje del Evangelio en distintos tiempos y lugares.
Por todo ello, me parece que la tendencia al análisis sociológico desde el binomio progreso-tradición puede explicar algunas cosas. Pero entonces, además de tener cuidado con el significado de las categorías sociológicas cuando se aplican a la Iglesia, a quién se aplican y el modo en que se lleva a cabo, debería hacerse alguna propuesta, sin limitarse a azuzar la oposición entre los dos elementos. En este caso puede conducir a pensar: si esto es así, entonces no hemos aprendido casi nada desde el Vaticano II.
Sin embargo, tras las apariencias puede que una parte silenciosa de los católicos haya comprendido más. Y que tanto los que se aquí se consideran “liberales” como los “tradicionales” sean resultado de reacciones previsibles, pero llamadas a escucharse y purificarse mutuamente. De modo que haya católicos que puedan ser (¿o estén siendo?) a la vez, modernos y profundamente fieles a Jesucristo, como dijo Juan Pablo II al despedirse de España en 2003. Al menos podemos trabajar por ello (*).
Ya a nivel humano, observa Congar, la tradición no es simplemente una fuerza conservadora, sino más bien un principio que asegura la continuidad y la identidad de la misma actitud a través de generaciones sucesivas. Es como la conciencia de un grupo social o el principio de identidad que enlaza entre sí las generaciones. La tradición permite el progreso, porque preserva los valores positivos adquiridos sin esclavizarse a las formas que tuvieron en el pasado. Es así memoria que enriquece la experiencia, precisamente para seguir viviendo, para seguir avanzando. No es servilismo, sino fidelidad.
Insiste en que, en la Iglesia, la tradición es no solo la enseñanza doctrinal, sino que implica toda la entrega de las realidades cristianas (las Escrituras, los sacramentos, los ritos litúrgicos, la autoridad de los ministerios, etc.). Y así avanza la misión eclesial. Como un árbol que solamente puede crecer apoyándose y haciendo fuerza sobre sus fundamentos y tomando el alimento vital desde sus raíces; de modo que la savia hace vivir al tronco y también a las ramas y a las hojas del árbol vivo.
El concilio Vaticano II explicó que la Iglesia es una tradición viva, que transmite la autorrevelación de Dios. Y como todo ser vivo, la Iglesia debe guardar su identidad sustancial y, la vez, ser capaz de asumir los cambios necesarios para inculturar el mensaje del Evangelio en distintos tiempos y lugares.
Por todo ello, me parece que la tendencia al análisis sociológico desde el binomio progreso-tradición puede explicar algunas cosas. Pero entonces, además de tener cuidado con el significado de las categorías sociológicas cuando se aplican a la Iglesia, a quién se aplican y el modo en que se lleva a cabo, debería hacerse alguna propuesta, sin limitarse a azuzar la oposición entre los dos elementos. En este caso puede conducir a pensar: si esto es así, entonces no hemos aprendido casi nada desde el Vaticano II.
Sin embargo, tras las apariencias puede que una parte silenciosa de los católicos haya comprendido más. Y que tanto los que se aquí se consideran “liberales” como los “tradicionales” sean resultado de reacciones previsibles, pero llamadas a escucharse y purificarse mutuamente. De modo que haya católicos que puedan ser (¿o estén siendo?) a la vez, modernos y profundamente fieles a Jesucristo, como dijo Juan Pablo II al despedirse de España en 2003. Al menos podemos trabajar por ello (*).
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