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viernes, 8 de marzo de 2013

Barca de Pedro, Iglesia viva


Giotto, Navicella (1605-1613), Fábrica de San Pedro, Vaticano


Ante la plaza de San Pedro llena, Benedicto XVI ha revivido, en su última audiencia del 27 de febrero, el día en que comenzó su ministerio petrino: “Veo que la Iglesia está viva”.


La Iglesia está viva con la juventud de Cristo


     “La Iglesia está viva –fue su saludo aquel 24 de abril de 2005– porque Cristo está vivo, porque él ha resucitado verdaderamente”. La Iglesia está viva y es joven, señalaba. La Iglesia vive con esa juventud de Cristo resucitado. Y por eso, manifestaba no tener otro programa que ponerse a la escucha de Dios para que Él siga conduciendo a la Iglesia.


     Esa misma certeza muestra ahora con confianza y alegría, comprobando y confirmando que ha sido escuchado: “Ocho años después puedo decir que el Señor realmente me ha guiado, ha estado cerca de mí, he podido percibir cotidianamente su presencia”.

     Como quien ha experimentado bien el camino del Evangelio, haciendo carne de su vida el ministerio de Pedro, afirma: “Ha sido un trecho del camino de la Iglesia, que ha tenido momentos de alegría y de luz, pero también momentos no fáciles; me he sentido como San Pedro con los apóstoles en la barca en el lago de Galilea: el Señor nos ha dado muchos días de sol y de brisa suave, días en los que la pesca ha sido abundante; ha habido también momentos en los que las aguas se agitaban y el viento era contrario, como en toda la historia de la Iglesia, y el Señor parecía dormir. Pero siempre supe que en esa barca estaba el Señor y siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido. Ésta ha sido y es una certeza que nada puede empañar”.

 
Experiencia, testimonio, agradecimiento


     Experiencia, testimonio y agradecimiento: “Y por eso hoy mi corazón está lleno de gratitud a Dios, porque jamás ha dejado que falte a toda la Iglesia y tampoco a mí su consuelo, su luz, su amor”.

     Se dirige ahora a quienes le escuchaban en esa audiencia y a todos los que retomamos sus palabras. Y nos dice para qué proclamó el Año de la fe: “para fortalecer precisamente nuestra fe en Dios en un contexto que parece rebajarlo cada vez más a un segundo plano”. Quiere transmitirnos su experiencia mediante su testimonio, y movernos asimismo a la confianza alegre y a la oración agradecida; sin olvidarse de agradecer él mismo el trabajo y el acompañamiento, el respeto y la comprensión de los que le han rodeado y le rodean.

     Como natural le sale lo teológicamente profundo: “Sí, el Papa nunca está solo; ahora lo experimento una vez más de un modo tan grande que toca el corazón”. Habla de tantas personas que le han escrito, no como a un príncipe o a un personaje que no conocen: “Me escriben como hermanos y hermanas o como hijos e hijas, sintiendo un vínculo familiar muy afectuoso”. Por eso asegura haber experimentado vivamente la realidad de la Iglesia como cuerpo vivo en Cristo y familia de Dios: “Aquí se puede tocar con la mano qué es la Iglesia –no una organización, una asociación con fines religiosos o humanitarios, sino un cuerpo vivo, una comunión de hermanos y hermanas en el Cuerpo de Jesucristo, que nos une a todos”. Consecuencia: “Experimentar la Iglesia de este modo, y poder casi llegar a tocar con la mano la fuerza de su verdad y de su amor, es motivo de alegría, en un tiempo en que tantos hablan de su declive. Pero vemos cómo la Iglesia hoy está viva”.

     Se refiere luego a su oración insistente, durante los últimos meses, para pedirle a Dios luz, con el fin de acertar en su decisión. Y afirma haber dado ese paso “con plena conciencia de su importancia y también de su novedad, pero con una profunda serenidad de ánimo”.


Amar a la Iglesia, que es de Dios y Él la guía

     De ahí se siguen igualmente lecciones sencillas y densas: “Amar a la Iglesia significa también tener el valor de tomar decisiones difíciles, sufridas, teniendo siempre delante el bien de la Iglesia y no el de uno mismo”. A lo largo de estos años –continúa–, “he podido experimentar, y lo experimento precisamente ahora, que uno recibe la vida justamente cuando la da”; porque el sucesor de Pedro (por ser el padre común de la familia de Dios en la tierra), “ya no se pertenece a sí mismo, pertenece a todos y todos le pertenecen”. Y confirma que, también en su caso, eso no tiene vuelta atrás; que no piensa abandonar la cruz, y como signo de ello permanecerá en el recinto del Vaticano: “Continuaré acompañando el camino de la Iglesia con la oración y la reflexión, con la entrega al Señor y a su Esposa, que he tratado de vivir hasta ahora cada día y quisiera vivir siempre”.

     Tras pedir oraciones por su persona y por quienes tienen el deber de elegir a un nuevo Papa, invocando a María, se ha despedido Benedicto XVI; como si nos dijera –lo ha señalado Mons. Javier Echevarría– “no os dejaré huérfanos…” (Jn 14, 18). Y no sin ejercer, apurando el último minuto, su deber de confirmar a los fieles en la unidad y en la fe:

     “Queridos amigos, Dios guía a su Iglesia, la sostiene siempre, también y sobre todo en los momentos difíciles. No perdamos nunca esta visión de fe, que es la única visión verdadera del camino de la Iglesia y del mundo. Que en nuestro corazón, en el corazón de cada uno de vosotros, esté siempre la gozosa certeza de que el Señor está a nuestro lado, no nos abandona, está cerca de nosotros y nos cubre con su amor. Gracias”.

     La última palabra de Benedicto XVI, ante todo con su vida, es de agradecimiento, como grano de trigo que se hace fecundo (cf. Jn 12, 24).


(publicado en www.cope.es, 8-III-2013)

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