viernes, 11 de marzo de 2011

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Mensajes vivos

 
Rembrandt, El retorno del hijo pródigo (h. 1662)
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El cuadro de Rembrandt representa la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de San Lucas (15, 11-32). El padre misericordioso recibe y perdona al hijo lleno de harapos que vuelve a él, después de haber dilapidado la herencia. A la derecha se ve un personaje que podría ser el hijo mayor. Otras figuras no identificadas quedan en la sombra.
      La luz cae sobre la escena principal. Del padre llaman la atención dos cosas: sus manos diferentes, una masculina y otra femenina, como si el pintor quisiera sugerir que Dios es Padre y también tiene sentimientos de madre; y sus ojos, cegados de tanto mirar al horizonte del camino esperando el regreso de su hijo.
      Esta actitud amorosa contrasta con la del hijo mayor, incapaz de reconocer al otro como su hermano, y de esta manera se incapacita a sí mismo para reconocer la importancia de la conversión y del perdón, de la alegría y de la fiesta del retorno. (Ver la interpretación de Marc Chagall)

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Ante el sufrimiento y las necesidades que vemos en el mundo, hay que movilizarse, pero no basta. Es necesario dejar el hombre viejo (cf. Col. 3, 9), inclinado a separarse de Dios y despreocuparse del prójimo. En cambio, quien vive junto a Cristo aprende a ver las cosas desde Su perspectiva de Hijo de Dios, experimenta Sus sentimientos y en todo lo que hace busca el bien auténtico de quienes le rodean de una manera más completa, eficaz y constante.

      En sus mensajes para la Cuaresma, Benedicto XVI ha venido subrayando aspectos centrales del encuentro con Cristo y de la vida en Él, que siempre se traduce en la caridad: la “salvación integral” del hombre (2006) –que luego desarrollaría en su encíclica “Caritas in veritate”–; la cruz como revelación del amor de Dios en Cristo (2007); el sentido de la limosna (2008); el valor y la razón del ayuno (2009); la promoción de la justicia vivificada por el amor (2010); y, finalmente, este año, el redescubrimiento del Bautismo.

      “El Bautismo no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo”.

      Las cinco semanas que constituyen la Cuaresma señalan –con el Evangelio del domingo correspondiente– jalones de un camino: la lucha contra las tentaciones, la oración desde la contemplación de la gloria de Cristo en su transfiguración, la apertura al don del Espíritu Santo con su gracia (agua viva para la sed de Dios), la luz de Cristo que nos lleva a vivir de fe, y el horizonte de la vida plena (vida eterna incoada ya en la tierra) como meta del cristiano.

     Para facilitar esta conversión, la Cuaresma vuelve a proponer tres prácticas cristianas tradicionales: el ayuno, la limosna y la oración. El Papa dice que para el cristiano el ayuno “no tiene nada de intimista”. Y así es, porque tanto el ayuno como la limosna y la oración, no buscan que alguien se quede ensimismado en la propia interioridad, buscando simplemente “sentirse bien”, al margen de los problemas del mundo. Al contrario, el ayuno, la limosna y la oración son como tres puertas que nos abren a Dios y a las necesidades de los demás. El cristiano no es alguien que cuando reza o se sacrifica por otros busca sentirse bien, sino unirse al Bien que es Dios y, en consecuencia, hacer el bien a todos.

     “La idolatría de los bienes (materiales), en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro?”

      En cuanto a la oración, es la raíz de todo este camino, pues nos permite situarnos en la perspectiva que da sentido y horizonte a nuestro tiempo. “En la oración encontramos tiempo para Dios, para conocer que ‘sus palabras no pasarán’ (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que ‘nadie podrá quitarnos’ (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna”.

      Por tanto “el periodo Cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad; acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”.

      Cada Cuaresma es una invitación a tomar conciencia de que sin Dios la existencia humana carece de sentido pleno. Para los que ya siguen a Cristo, una oportunidad de purificar la vida y las intenciones, de alargar la mirada, de renovar las fuerzas para seguirle más de cerca, y, como consecuencia, abrirse más a las necesidades materiales y espirituales de los otros. 
 
     En la cultura de la comunicación, los cristianos quedamos emplazados ante la responsabilidad de convertir nuestra propia vida en “buena noticia” (Evangelio): en un mensaje salvador que otros pueden percibir y aceptar porque está avalado por la conducta, el testimonio y los argumentos de quienes comparten con ellos sus trabajos, sus alegrías y sus penas: “Con nuestro testimonio evangélico –ha señalado Benedicto XVI en su homilía del Miércoles de Ceniza–, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchos casos somos el único Evangelio que los hombres de hoy leen aún”. Es éste un motivo más para vivir bien la Cuaresma: “Ofrecer el testimonio de la fe vivida a un mundo en dificultad que necesita volver a Dios, que tiene necesidad de conversión” (9-III-2011). 

     Volver a Dios para morir a uno mismo y resucitar, contribuyendo a dar vida a los demás. Tal es la tarea constante del cristiano. 



Pero a tu lado (Los Secretos)

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(Versión ampliada de un texto publicado en www.cope.es, 11-III-2011)

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