domingo, 31 de diciembre de 2023

El fundamental misterio mariano de la Iglesia

(Imagen: Gary Melchers, La Sagrada Familia (1891), Home and Studio. Belmont, Virginia. Descubierta por nosotros en la web del padre Patrick van der Vorst, Christian Art.

Es una de las noches en Belén. María y José están agotados. El Niño es la Luz, no se necesita ninguna otra. Y la puerta está abierta, como invitando a los que quieran bajar los escalones, para descubrir ese misterio de humildad).


En la solemnidad de Santa María, Madre de Dios, cabe reflexionar sobre su relación con la Iglesia. Para ello es útil la tipología. Es decir, la interpretación bíblica que señala ciertas figuras que anticipan, como modelo, otras realidades posteriores. Esta perspectiva, tan propia de los Padres de la Iglesia, procede del supuesto de que Dios anticipó la presencia de Cristo en los acontecimientos, personajes y leyes del Antiguo Testamento. En este sentido, María es una prefiguración y un modelo de la Iglesia.

[María precede a la Iglesia y la prefigura como fuente y mediadora de vida. De una vida que no es sólo la vida sociológica de un pueblo o como la suma de los individuos que lo componen. Es una vida que no procede de la naturaleza, sino que procede de un modo nuevo de Dios uno y trino. Veamos cómo lo explica el teólogo alemán Johann Auer en 1983 (*)].

"Empecemos por dos observaciones preliminares: 1) En este razonamiento se trata preferentemente de una ‘teología tipológica’: María aparece de diversas formas como modelo de la Iglesia y la Iglesia como su imitación. La importancia de María para la encarnación de Cristo se contempla respecto de la Iglesia como cuerpo de Cristo, que, a su vez, y como sacramento universal de salvación, es fuente y mediadora de nueva vida. 2) A ello hay que añadir que aquí la Iglesia se entiende, incluso en la concepción católica, más que como la vasta realidad sociológica ordenada al pueblo de Dios, pues, como el mismo pueblo de Dios, aparece (sobre todo en la visión evangélica) más que como la suma de los cristianos individuales. 

miércoles, 27 de diciembre de 2023

El misterio del templo en el Apocalipsis

(Imagen: belén en la catedral de León, España)

¿Qué es un templo y qué significa? ¿Es lo mismo el templo cristiano que otros templos? ¿Qué tiene que ver el templo con la vida corriente de un cristiano en el día a día? ¿Qué sentido tienen los ritos, los sacrificios, los sacramentos y el sacerdocio en la Iglesia católica? 

Son algunas de las preguntas que se planteaba Yves Congar, cuando escribió, en 1958 un libro que se tituló “El misterio del templo”. En él explica que el plan salvífico de Dios incluye su progresivo hacerse presente en sus criaturas. Y los templos son medios para eso.  

La fase final de ese proceso está expresada en el libro del Apocalipsis. Ahí se describe, de forma bella y dinámica, fuertemente simbólica y a la vez paradójica, que el templo o mejor el “no-templo” (porque se dice que allí no hay templo, o por lo menos no existirá ningún templo como los que históricamente se hayan podido conocer) será entonces la Iglesia.

A la vez, se la describe como una ciudad (la “nueva Jerusalén”) y una esposa…e incluso una familia, formada por una muchedumbre de todas las razas, pueblos y lenguas. 

Sobre todo, el “nuevo templo” es una Persona (Cristo), y lo demás gira en torno a Él, pero no sin nosotros (1). Veamos cómo lo explica el ilustre teólogo francés.


La nueva Jerusalén

“El Apocalipsis, para hablar del templo (…) lo describe con términos e imágenes que se refieren al Templo de Jerusalén. (…)

El Apocalipsis habla de dos templos, uno celeste y otro terrestre. Durante toda una serie de visiones, hay un templo en el cielo en el que algo ocurre, mientras dura todavía la historia terrena y existe incluso un templo sobre la tierra, en el que también ocurren otras cosas. En un momento dado, se nos anuncia el fin de la historia (…); Juan ve producirse el juicio de las Naciones (20, 11-15) y la aparición después de un nuevo cielo y de una nueva tierra (21, 1); la Jerusalén nueva desciende del cielo (21, 2) y queda instaurada entonces una situación nueva por lo que respecta al templo o a la inhabitación de Dios: hay ciertamente una ciudad, Jerusalén, ‘pero templo no vi en ella, pues el Señor, Dios Todopoderoso, con el Cordero, era su templo’ (21,22) (…).

Notemos en esta Jerusalén nueva del Apocalipsis el cumplimiento de los temas mayores del Antiguo y del Nuevo Testamento. Todo halla su recapitulación: ‘La aplicación de Jerusalén como tipo [imagen o símbolo] al estadio final de la obra de Dios entraña la alianza, la elección, el pueblo, la herencia, las doce tribus, los esponsales divinos, la inhabitación divina. Todo está renovado’ (J. Comblin). (…)

domingo, 24 de diciembre de 2023

El pequeño número que representa el todo

 


Geertgen tot Sint Jans, Nacimiento de Cristo (h. 1490).
National Gallery, Londres. The Art Archive




En la historia de la salvación siempre unos pocos son capaces (por la gracia de Dios) de actuar para la salvación de muchos. Esto se cumple de modo eminente en quienes intervienen en la Navidad, principalmente Jesús, María y José: un pequeño grupo, en torno al Señor que, sobre todo Él, lleva en sí “el beneficio destinado a todos” (*).

Esto sigue siendo la Iglesia, a nivel universal (aunque no sea tan pequeña) y local, y también cada familia de los cristianos. Y cada cristiano que, sabiéndose miembro de Cristo, busca personalmente la santidad y procura anunciar la Buena Noticia, ante todo con su propia vida: ¡Nos ha nacido un Salvador!

 

sábado, 23 de diciembre de 2023

Sobre la iglesia y el "misterio de la luna"


 


(Imagen: M. Chagall, El circo azul (1950), detalle. Museo nacional de arte moderno, Centro G. Pompidou, Paris) 

La Iglesia ha sido comparada desde antiguo con la luna. Entre los autores que han escrito sobre esto figuran Henri de Lubac (1) y Joseph Ratzinger (2).


La “constitución lunar de la Iglesia”



[De Lubac toma, de los Padres de la Iglesia, la imagen de la luna para comprender mejor a la Iglesia. Esto permite penetrar en este misterio, el de la Iglesia, que nos ilumina de noche mientras ella toma su luz del Sol, que es Cristo. Luego desaparece durante el día, para reaparecer de nuevo en la noche, crece y decrece, pero no desaparece… Una imagen que nos sigue ayudando hoy y siempre].

“Cristo –señala De Lubac– es el sol de justicia, la única fuente de luz. La Iglesia, como la luna, recibe de él todo su esplendor en cada instante. Por tanto, es posible hablar, con Dídimo El Ciego, de una ‘constitución lunar de la Iglesia’. Lo mismo que la luna en la noche, también la Iglesia brilla en la oscuridad de este siglo, iluminando la noche de nuestra ignorancia, para señalarnos el camino de la salvación. Su luz, prestada por Cristo, no es más que una pálida claridad, una refulgentia suboscura, como dice san Buenaventura, que nos presenta los símbolos de una verdad que todavía no puede impresionar directamente nuestros ojos mortales. Mientras que el sol permanece siempre en su gloria, ella pasa incesantemente por fases diversas, creciendo unas veces y decreciendo otras, tanto si se trata de su extensión mensurable desde fuera como si se trata de su fervor íntimo, porque no cesa de soportar las contradicciones y las vicisitudes humanas (cf. Tomás de Aquino). Pero nunca disminuye hasta el punto de perecer; siempre vuelve a restaurarse su integridad (cf. Casiodoro). Su testimonio, en determinadas épocas, puede quizás oscurecerse: la sal de la tierra pierde su sabor, su ‘lado demasiado humano’ adquiere mayor relieve, la fe vacila en los corazones; pero tenemos siempre la seguridad de que ‘los santos volverán siempre a brotar’ (Ch. Péguy).

Pero es preciso que comprendamos más a fondo, juntamente con Orígenes y con san Ambrosio, estas fases oscuras de la luna. Significan que la Iglesia, en este siglo, es una Iglesia siempre moribunda, pero que así es como se renueva, acercándose de este modo a Cristo, su esposo. (...) Cerca de su sol, el Señor crucificado, en el oscurecimiento de la pasión, ella empieza a crecer de nuevo hasta conseguir su verdadera fecundidad (cf. Orígenes). Se hunde en las tinieblas para participar de la plenitud secreta de la vida del resucitado: ‘Cristo la vació para llenarla, lo mismo que se vació a sí mismo para llenarnos a todos. De este modo la luna anuncia el misterio de Cristo’ (San Ambrosio).

Y este oscurecimiento, si es un ocaso, es también una aurora. Anuncia la absorción definitiva de la luna en su sol, según el versículo del salmo: ‘En sus días florecerá la justicia, y dilatada paz hasta que no haya luna’ (Sal 71, 7).  (...) ”



* * *

La Iglesia no es como un trozo de árbol

Escribe Joseph Ratzinger (2): “Por incontrovertiblemente correcto que sea cuanto nos muestra el microscopio cuando observamos en él un trozo de árbol, al mismo tiempo puede, sin duda, tapar la verdad si nos hace olvidar que lo individual no es solo lo individual, sino que en el todo tiene una existencia que no se puede estudiar en el microscopio y, sin embargo, es verdadera, más verdadera que el aislamiento de lo individual.

Digamos las cosas a partir de ahora de forma no figurada. La perspectiva del presente ha cambiado nuestra mirada a la Iglesia también en el sentido de que en la práctica ya solo vemos la Iglesia desde el ángulo de la factibilidad, preguntándonos qué se puede hacer de ella. (…)”

[Ratzinger presenta una imagen dura, aunque realista, de la situación de la Iglesia, y del juicio que en ese momento –principios de los años setenta– dominaba, al menos en Europa, sobre ella. Y no solo es que la mirada a la Iglesia se quedara corta, tomando una parte (la corteza del árbol) por el todo. Sino que, además, la imagen profunda e inefable de la Iglesia que venía iluminando y vivificando los siglos, parecía desmoronarse ante los ojos del llamado hombre moderno. No quedaba de ella piedra sobre piedra. Ya no era, dice, un signo que llama a la fe (cf. Is 11, 12), como la consideraba el concilio Vaticano I, sino que parecía, “más bien, el principal obstáculo para aceptar la fe”].

“ (La Iglesia) Ya no parece ella misma una realidad de la fe, sino la organización de los que creen, harto contingente, aunque quizá ineludible, y que debería ser reconfigurada lo más rápidamente posible con arreglo a los más modernos hallazgos de la sociología. (…)

Habíamos dicho que en nuestro tratamiento de la Iglesia nos acercamos tanto a ella que ya no la percibimos en su conjunto. Esa idea se puede ampliar si se recurre para ello a una imagen que encontraron los Padres de la Iglesia en contemplación simbólica del mundo y de la Iglesia. Explicaban que en la estructura del cosmos la luna era una imagen de lo que es la Iglesia en la estructura de la salvación, en el cosmos espiritual”. 



Una imagen (la luna) muy exacta de la Iglesia

“(…) Y efectivamente, por sí misma considerada, la luna solo es eso, solo es desierto, arena y roca. Y sin embargo, no en sí, sino gracias a otra cosa que ella, y para otra cosa que ella, también es luz, y sigue siéndolo incluso en la época de los viajes espaciales. Es lo que no es ella misma. Lo otro, lo no suyo, es ciertamente también su realidad: en cuanto no es suyo. (…) Y ahora pregunto yo: ¿no es esa una imagen muy exacta de la Iglesia? Quien toma muestras minerales en ella y la recorre con la sonda espacial solo puede descubrir desierto, arena y roca, las debilidades humanas del hombre y su historia, con sus desiertos, su polvo y sus cimas. Esto es lo suyo. Y, sin embargo, no es lo más propio de la Iglesia. Lo decisivo es que ella, aunque ella misma solo sea arena y piedra, es, con todo, luz que viene del Señor, de otro que ella: lo no suyo es lo verdaderamente suyo; lo que le es más propio, es más, su esencia, radica en que no cuenta ella misma, sino en que lo que cuenta en ella es lo que ella no es, radica en que solo existe para estar expropiada de ella misma, radica, en suma, en que tiene una luz que ella no es y, sin embargo, ella es solo por causa de esa luz. Es ‘luna’ –mysterium lunae– y así concierte al creyente, pues precisamente así es lugar de una decisión espiritual permanente. (…)”


Argumentos para “estar” en la Iglesia

(Desde esa consideración de la Iglesia como “luna” que interpela continuamente la fe, prosigue el teólogo Ratzinger, bajando al plano personal. ¿Qué se deduce de las anteriores consideraciones concretamente para nuestra fe, para nuestro “estar” en la Iglesia?]

“Estoy en la Iglesia porque creo que, hoy como ayer, y de forma insuprimible por nosotros, detrás de ‘nuestra Iglesia’ vive ‘Su Iglesia’ y que no puedo estar con Él de otro modo que estando con y en Su Iglesia. Estoy en la Iglesia porque, a pesar de todo, creo que en lo más hondo no es nuestra Iglesia, sino precisamente ‘Su’ Iglesia. (…)

A ello se añade una cosa más: al igual que no se puede creer solo, sino únicamente creyendo con otros, tampoco se puede creer en virtud de una potestad propia y por propia invención, sino únicamente si y porque hay una capacitación para la fe que no está en mi propio poder, que proviene de mi poder, sino que me precede. Una fe inventada por uno mismo es una contradicción en sí misma. Pues, no en vano, una fe inventada por mí mismo solamente podría garantizarme y decirme lo que ya soy y sé yo mismo de todas formas, y no podría superar el límite de mi yo. De ahí que también una Iglesia hecha por sí misma, una comunidad que se cree a sí misma, que solo sea por gracia de ella misma, constituya una contradicción en sí misma. Si la fe exige comunidad, ha de tratarse de una comunidad que tenga potestad y que me preceda, no de una comunidad que sea mi propia creación, el instrumento de mis propios deseos. (…) Por mucho que el cristianismo pueda haber fracasado concretamente en su historia (y ha fracasado una y otra vez de un modo desconcertante), los criterios de la justicia y del amor han partido, incluso contra la voluntad de ella, de todas formas del mensaje en ella custodiado, con frecuencia contra ella y, sin embargo, nunca sin el callado poder de lo que está depositado en ella.


Con otras palabras: permanezco en la Iglesia porque veo la fe realizable solo en ella, y no, en último término, contra ella, como una necesidad para el hombre, es más, para el mundo, de la que este vive, incluso cuando no la comparte. (…) Permanezco en la Iglesia porque solo la fe de la Iglesia redime al hombre”.


[También el Papa Benedicto recogía la imagen de la luna aplicada a la Iglesia. Cristo es la luz verdadera que brilla; y, en la medida en que la Iglesia está unida a él, en la medida en que se deja iluminar por él, ilumina también la vida de las personas y de los pueblos. Muchas personas esperan de nosotros, los cristianos un compromiso misionero, porque necesitan a Cristo, necesitan conocer el rostro del Padre. En efecto necesitan ver esa luz que es Cristo –desde su “pequeña” fuente en Belén–, que atrae a todas las personas del mundo y guía a los pueblos por el camino de la paz (cf. Homilía 6-I-2006).


San Bernardo presenta a María, coronada por el sol y con la luna bajo sus pies, como “vivo lazo de unión entre los dos astros, entre la Iglesia y Jesucristo”.


Y san John Henry Newman, dirigiéndose a María, exclama: "¡Vellón entre el rocío y la superficie, Cristo y la Iglesia, el sol y la luna, tú eres la senda, Virgen María!"]
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(1) H. De Lubac, Paradoja y misterio de la Iglesia (edición francesa de 1967), 3ªed, Salamanca 2002, pp. 43-44.
(2) Cf. J. Ratzinger, "¿Por qué sigo en la Iglesia?” (1ª ed. en alemán, 1971), en Id., Obras completas VIII/2: Iglesia: Signo entre los pueblos, Madrid 2020, 1140-1156, pp. 1142-1152.

  

martes, 19 de diciembre de 2023

La Iglesia y su contemporaneidad con Cristo

(Imagen: La alimentación de la multitud, Frères de Limbourg, en Libro de Horas del Duc de Berry, 1411-1416, Museo Condé, Paris)

Cuando Romano Guardini era estudiante de Economía política, pasó por una crisis de fe, de la que salió en 1905. Tenía entonces 20 años. Lo relata en sus Apuntes para una autobiografía (Madrid 1992, pp. 12-13). Gracias a una conversación con un amigo, y tras un cierto desarrollo intelectual y espiritual a la vez, sintió que para encontrar la propia vida (cf. Mt 10, 39) debía entregar el alma, no a Dios o a Cristo en general, sino concretamente a la Iglesia. 

El momento fue completamente silencioso; no consistió ni en una sacudida ni en una iluminación, ni en ningún tipo de experiencia extraordinaria. Fue simplemente que llegué a una convicción: ‘Es así’, y después el movimiento imperceptiblemente dócil: ‘Así debe ser’”.

Sin duda se refiere Guardini a este decisivo acontecimiento de su vida, cuando sesenta años después escribe el texto que hemos recogido a continuación (*).


¿Cómo salvar la propia vida?

“Quisiera me permitan hablar de una experiencia personal, que creo que puede tener sentido también para otros.

Una frase procedente del Nuevo Testamento me ha impactado siempre precisamente por el énfasis que hace en cuanto término, adjudicación y orientación. Se encuentra en Mt 10, 39: ‘El que encuentre su vida’, es decir, el que quiera salvarla, ‘la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará’ (…).

La frase habla del misterio fundamental de la vida religiosa, según la cual el hombre solo alcanza su propio yo, pensado por Dios, cuando se aleja de sí mismo, es decir, de su yo inmediato, y solo se realiza auténticamente en sí mismo cuando se ofrece. En consecuencia, se presentaba la gran pregunta: ¿Dónde tiene lugar este alejamiento de sí y este ofrecerse? ¿Quién me puede llamar de este modo y exigirme así ‘mi alma’ y que esto se lleve a cabo realmente? ¿Que yo no permanezca cerrado en mí y me conserve a mí mismo?

La primera respuesta resonaba así: únicamente es posible para Dios. ¿Pero quién era Dios? ¿Cómo se lo podría pensar, correctamente? (…) ¿Quién es en verdad Dios ¿Cómo se lo debe pensar, para que lo perciba en forma adecuada, para que se pueda ir realmente a su encuentro, comprometerse con él y encontrar en él la libertad? Aquí falta evidentemente algo. Aquí falta una instancia que ofrece seguridad, que, cuando se diga ‘Dios’, en realidad no diga ‘yo’. ¿Pero dónde se encuentra esa instancia?

domingo, 17 de diciembre de 2023

Iglesia, libertad y amor


(Imagen: Anónimo, Pentecostés (h. 1776) Veneranda Tertulia-Real Academia de Medicina y Cirugía de Sevilla. Wikimedia Commons]


En su libro de 1965 La Iglesia del Señor (*), se pregunta Guardini cómo expresar lo que ocurrió en Pentecostés. Y responde que lo obvio sería decir: se funda la Iglesia…Pero, replica, esto no nos da una idea acabada de lo que pasó, porque “allí se ha anticipado algo”…A partir de ahí argumenta Guardini.


La Iglesia surge en Pentecostés…

“Jesús ha elegido a los Doce y les ha confiado su misión; ha aplicado a Pedro la frase que habla de la piedra fundamental sobre la cual Él quiere edificar su Iglesia; ha dispuesto, para el futuro, que la Eucaristía sea el centro y el misterio cordial… para no hablar de todo el tiempo que él ha vivido con ellos, les ha hablado y, en sentido espiritual, ha entretejido con ellos su sagrada figura. Pero todo esto no fue realización histórica, sino solo preparación, fundamento y germen, ya que luego, en Pentecostés, ‘nacerá’ la Iglesia.

Esta no es una institución inventada y construida, y como tal tampoco es tan sabia y poderosa, sino un ser vivo; surgida de un acontecimiento –Pentecostés– que es, a la vez, divino y humano. Ella vive a través del tiempo; floreciente como todo lo viviente; transformándose, como se transforma todo lo histórico en tiempo y destino, y, sin embargo, en esencia, sigue siendo siempre la misma, cuyo centro más profundo es Cristo.

(…) Por cuanto ella es un ser vivo, nuestra relación con ella debe ser también vida. (…) Las fuerzas vitales de esta esencia de la Iglesia son inmensas. (…) Cada uno es ‘célula’ en este gran organismo vital, ordenado mediante la fuerza configuradora que proviene de la Cabeza santa. Por eso surge la pregunta: ¿de qué modo la vida propia y la dignidad personal del individuo se relaciona con este poder integral? (…)”

[Lo que le interesa a Guardini aquí es, pues, en qué sentido y cómo la vida de cada cristiano se articula con la vida de la Iglesia, manteniendo el cristiano su personalidad y la Iglesia esa energía o “poder”, capaz de configurar una vida semejante constituida por todos los cristianos de todos los tiempos…]

jueves, 14 de diciembre de 2023

Jesús ha fundado la Iglesia

  

P. Perugino-Cristo entrega las llaves a Pedro (1481-1482)
Capilla Sixtina, Roma. Wikimedia commons.

Joseph Ratzinger impartió en 1982, en Río de Janeiro, una conferencia en la que expuso varias “tesis” sobre la oración de Jesús y la fundación de la Iglesia (*). Recogemos una de ellas, en la que profundiza sobre el auténtico significado de la fundación de la Iglesia por parte de Jesús. 

 

[La cuestión de fondo es que la Iglesia surge de la misma vida de Jesús en la que destacan dos dimensiones: su trato íntimo con su Padre, que se manifiesta sobre todo en su oración; su “comunión” con nosotros, es decir, el hecho de que nos ha conocido como cristianos y que nuestra vida, desde el Bautismo, participa de la vida de Jesús resucitado. La eclesiología actual enseña que Cristo ha fundado la Iglesia no con un documento constitutivo o un "acto de inauguración", sino con toda su vida, con su entrega redentora por nosotros. 


En ese contexto se pueden distinguir como momentos más intensos o, si se quiere "actos fundacionales", antes y después de su resurrección: algunos preparatorios (la llamada de los discípulos, la elección de los "Doce", la vocación y misión de Pedro; la última Cena como acto anticipador y recapitulador del misterio de la Iglesia; los actos centrales de esta singular fundación: la institución de la Eucaristía, adelanto de su pasión y muerte en la cruz, y la manifestación  de la caridad en aquel primer jueves santo; otros actos mediante los cuales confiere a Pedro y los doce la potestad sagrada de actuar en su nombre (el poder de perdonar, el primado romano, el envío por todo el mundo); y un acto consumador o plenificador: el envío del Espíritu Santo en Pentecostés.

 

Volviendo al nivel "personal" de la relación de Cristo con nosotros: de la forma en que ha fundado y constituido la Iglesia, se deduce, como enseña la fe cristiana, que nuestra oración, por más defectos o limitaciones que pueda tener y tenga de hecho, está integrada en la de Jesús, y Él está presente con el Espíritu Santo en la nuestra. 

 

Y también se deduce, de modo asombroso, que cada uno de nosotros tiene que ver con la fundación de la Iglesia, porque estábamos en la mente de Dios Padre desde toda la eternidad (cf. Ef 1, 4); porque Cristo nos conoció y nos tuvo presentes a cada uno (también en su pasión); y porque nos ha dado el Espiritu Santo (por primera vez en Pentecostés, y a cada uno de nosotros por el Bautismo y la Confirmación). 

 

Por tanto, todos y cada uno de los cristianos somos gozosamente responsables, en modos y medidas diferentes, de la Iglesia y de su misión evangelizadora. 

 

En suma, esto tiene que ver con el hecho de que Cristo no es un fundador al modo humano, decíamos: como alguien que establece una institución por medio de un discurso o un documento, y luego se va y la deja en manos de sus seguidores. No. Cristo es el fundador en el sentido del fundamento siempre vivo de la Iglesia. Veamos cómo expresa estas realidades el teólogo Joseph Ratzinger, luego Papa Benedicto XVI].



Estamos incluidos en la oración de Jesús

 

 “Tesis (4): La comunión con la oración de Jesús incluye la comunión con todos sus hermanos. El ser o estar con su Persona, que surge del participar en su oración, constituye entonces esa compañía, ese ser-con, abarcador y entrañable, que Pablo denomina ‘cuerpo de Cristo’. Por eso, la Iglesia –el ‘cuerpo de Cristo’– es el verdadero sujeto del conocimiento de Jesús. en su memoria lo pasado se hace presente, porque en ella Cristo está vivo y presente.


Cuando Jesús enseñó a reza a sus discípulos, les encomendó decir: ‘Padre nuestro’ (Mt 6, 9). Nadie, excepto él mismo, puede decir ‘mi Padre’. Todos los demás tienen el derecho de llamar Padre a Dios solo en la comunidad de ese nosotros que Jesús inauguró, pues todos son creados por Dios y creados el uno para el otro. Asumir y reconocer la paternidad de Dios siempre significa asumir ese estar referido o dirigido el uno al otro. El hombre solo puede llamar rectamente a Dios ‘Padre’, si se ubica en el nosotros en el que el amor de Dios lo busca


(...) Aunque Jesús tiene una relación personal totalmente único con Dios, (...) Él ha vivido su vida religiosa en el contexto de la fe y de la tradición del pueblo de Dios de Israel. Su permanente diálogo con Dios Padre, su Padre, también era un coloquio con Moisés y con Elías (cf. Mc 9, 4). En ese diálogo Él ha superado la letra y abierto el espíritu del Antiguo Testamento para poder revelar al Padre ‘en Espíritu’. Esa superación no ha destruido la letra del Antiguo Testamento, la tradición religiosa común, sino que la ha llevado finalmente a su profundidad última, la ha ‘cumplido’. Por eso, ese diálogo no era la destrucción de la grandeza del ‘pueblo de Dios’, sino su renovación. La demolición del muro de la literalidad ha abierto a todos los pueblos el acceso al espíritu de la tradición y de este modo a Dios Padre, al Dios de Jesucristo. Esa universalización de la tradición es su suprema confirmación, no su fin o su sustitución. Si se percibe esto entonces resulta claro que Jesús no tenía necesidad de fundar en primer lugar un pueblo de Dios (la ‘Iglesia’). Ese pueblo ya existía, y la tarea de Jesús era renovarlo, profundizando la relación de ese pueblo con Dios, y abrirlo para toda la humanidad”. 

 

Sobre la “fundación” de la Iglesia por Jesús

 

[Lo que Cristo hizo fue llevar a su consumación la historia de la salvación según se desarrolló en el Antiguo Testamento, como preparación de la Iglesia]

 

 “Por tanto, la pregunta acerca de si Jesús quería fundar una Iglesia es falsa, porque no es histórica. La cuestión correcta solo puede ser si Jesús quería acabar con el pueblo de Dios o si quería renovarlo. La respuesta a esa cuestión, establecida de modo correcto, es clara: Jesús ha transformado el antiguo pueblo de Dios en un nuevo pueblo, acogiendo a los que creen en Él en una comunidad con Él mismo (la comunidad de su ‘cuerpo’). Eso es lo que Él ha hecho, en tanto transformó su muerte en un acto de oración, en un acto de amor y así se hizo a sí mismo comunicable. Podríamos expresar lo mismo del siguiente modo. Jesús entró en un sujeto de tradición ya existente, en el pueblo de Dios de Israel, por medio de su anuncio y de toda su Persona, y en él hizo posible la convivencia, el ser-con-los-demás, por medio de su propio y más íntimo acto de ser: su diálogo con el Padre. Este es el contenido más profundo de aquel acontecimiento con el que enseñó a sus discípulos a decir ‘Padre nuestro’”.

 

[La Iglesia es, por tanto, una tradición viva. Una vida que consiste en tradere, en entregar, en pasar a otros, como se entrega el “testigo” en una carrera de relevos; como los padres y madres de familia entregan a sus hijos los conocimientos y destrezas necesarios para que salgan adelante; como las sociedades y culturas entregan en sus tradiciones la experiencia y sabiduría que han logrado; como las ciencias nos entregan los conocimientos que deberían servir para mejorar la vida de las personas. Solo que, en la Iglesia, la Tradición, lo que se entrega, es ¡nada menos! que la misma vida de Jesús, participada por nosotros en la fe, en los sacramentos, en la caridad. Y así, cada uno toma del conjunto lo que necesita y a la vez aporta lo que puede a la vida común del cuerpo, en la medida de su capacidad y de su generosidad. Esto es la santidad y el apostolado, también desde la vida cotidiana de cada cristiano.


Así lo dice el Concilio Vaticano II en su Constitución Dei Verbum, sobre la divina Revelación: “La Iglesia, en su doctrina, en su vida y en su culto perpetúa y transmite a todas las generaciones todo lo que ella es, todo lo que cree” (n. 8). No se trata por tanto de un mero conjunto de ideas, doctrinas o creencias, o un conjunto de meros ritos o ceremonias de culto, ni tampoco un código de normas morales o de conducta. La vida cristiana tiene, ciertamente, dimensiones intelectuales, litúrgicas y morales, pero esto es así porque es, ante todo, una vida con Dios y con los demás, y solo así puede ser vivida y comprendida.


Y en esta vida que tenemos con Cristo, los cristianos, su oración fue y sigue siendo una dimensión nuclear de lo que Él hizo por nosotros, de lo que llamamos la “fundación” de la Iglesia, y de lo que sigue haciendo: nos sostiene todos y a cada uno, en cuanto que somos “piedras vivas” (1 Pe 2, 5) de este templo espiritual que formamos en cuerpo y alma con Cristo, edificados sobre él que es la “piedra angular” (1 Pe 2, 6; Ef, 2, 20)]

 

La Iglesia, comunión de conocimiento y de vida con Jesús

 

[De hecho la teología católica llama a la Iglesia “misterio de comunión”. Con esa palabra, comunión que también usamos para referirnos a la Eucaristía, señalamos asimismo a la Iglesia. Y no es mera coincidencia. Porque esta “comunión” (vida en común de conocimiento y amor) comienza en nosotros por el Bautismo y se acrecienta con los sacramentos, sobre todo con la Eucaristía.


De ahí la importancia de la Misa, sobre todo, de la misa dominical, para cada cristiano, para las familias de los cristianos y para la sociedad que ellos, junto con otros creyentes y no creyentes, tratamos de desarrollar y mejorar cada día. Pero sigamos el desarrollo de Joseph Ratzinger].

 

 “Si esto es así, entonces, el ser con Jesús y el conocimiento que ahí surge de Él presuponen la comunión en y con el sujeto de la tradición viva a la que todo ello está ligado: la comunión en y con la Iglesia. El mensaje de Jesús no hubiera podido vivir y transmitir vida de otro modo que en esa comunión”.

 

[La comunión de la Iglesia, es decir, su tradición viva, es el “humus”, el terreno, el hogar donde surgieron y crecieron los Evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento, de un modo parecido a como los libros del Antiguo Testamento crecieron y recogieron las tradiciones del Pueblo de Israel. Solo que, en la perspectiva cristiana, esa historia encuentra su consumación y plenitud en la Iglesia. Todo ello es posible por la acción de Cristo y del Espíritu Santo, a los que san Ireneo considera, en una expresión pedagógica, los dos “brazos” de Dios Padre].

 

“También el Nuevo testamento como libro presupone a la Iglesia como su sujeto. El Nuevo Testamento creció en ella y desde ella, tiene su unidad únicamente en la fe de la Iglesia, que reúne la pluralidad en unidad. Esta unión de tradición, conocimiento y comunidad de vida se hace visible en todos los escritos del Nuevo Testamento. Y para expresar esa unión, el Evangelio de Juan y las Cartas del apóstol san Juan han acuñado la figura lingüística del ‘nosotros eclesial’. Así por ejemplo, la fórmula, ‘nosotros sabemos’ aparece tres veces en los versículos finales de la primera Carta de san Juan (5,18-20). También la encontramos en el diálogo de Jesús con Nicodemo (Jn 3, 11) y siempre remite a la Iglesia como sujeto del saber en la fe. 

 

 Una función similar tiene el concepto de ‘memoria’ en el cuarto Evangelio. Con esta palabra, el evangelista representa el entrelazamiento de tradición y conocimiento. Pero Juan quiere evidenciar, sobre todo, cómo viven juntos el progreso y el cuidado protector de la identidad de la fe. El pensamiento puede ser descrito de la siguiente manera: la tradición eclesial es ese sujeto transcendental en cuya memoria el pasado se hace presente. Por eso, en medio del tiempo que avanza en la luz del Espíritu Santo, que es quien conduce a la verdad (16, 13; cf. 14, 26), puede ser visto más claramente y comprendido de un modo mejor lo ya contenido en la memoria. Tal avance no es la irrupción de algo totalmente nuevo, sino el proceso en el que la memoria se profundiza y deviene más consciente de sí misma”.

 

[En esta comunión o tradición viva que es la Iglesia, es donde encontramos el camino que Dios nos ha indicado para hacer realidad la relación entre elementos que no son fáciles de "casar": entre la unidad y la diversidad, entre el yo de cada uno y el nosotros de la sociedad; la relación entre el conocimiento y el amor, entre la fe y la razón, la fe y las ciencias, la fe y la cultura o las culturas. La comunión eclesial, como semilla de la fraternidad a la que está llamada la comunidad humana, es la dimensión en la que cada uno de los elementos de esos “binomios” puede encontrar mejor su identidad, necesariamente en referencia al otro y en el contexto de la totalidad. Y todo ello tiene gran interés para la teología, "la fe que busca entender", que no es una tarea individualista, sino eclesial].

 

            “Esa unión del conocimiento religioso, del conocimiento de Jesús y de Dios con la memoria comunitaria de la Iglesia no separa ni dificulta en modo alguno la responsabilidad personal de la razón. Crea, más bien, el lugar hermenéutico de la comprensión racional, es decir, conduce al punto de fusión entre el yo y los demás, y así se transforma en el ámbito de la comprensión. Esa memoria de la Iglesia vive por ser enriquecida y profundizada en la experiencia del amor adorante, pero también por ser purificada siempre de nuevo por la razón crítica. La eclesialidad de la teología, según resulta de lo dicho, no es por tanto ni colectivismo teórico cognoscitivo ni una ideología que viola la razón, sino un espacio hermenéutico que la razón necesita simplemente para poder actuar como tal”



(*) Tomamos la versión de J. Ratzinger, “Puntos de referencia cristológicos”, en Id., Obras completas, VI/2: Jesús de Nazaret: Escritos de cristología, Madrid 2015, pp. 644-689. Se trata de la tesis 4, pp. 674-678.

martes, 12 de diciembre de 2023

Yo estoy en la Iglesia

                            
                                    Van Gogh, V., La Iglesia de Auvers (1890)-Wikipedia Commons




[Los años setenta del siglo XX fueron tiempos de dura prueba para la Iglesia. Al principio de esa década hubo también grandes figuras que testimoniaron su adhesión a Cristo, como Jean Daniélou en el texto “Yo estoy en la Iglesia” (*), del que extraemos los párrafos siguientes. La primera razón que da para permanecer y vivir en la Iglesia es que en ella se encuentra Jesucristo].


En la Iglesia se encuentra Cristo

“Lo que me atrae a la Iglesia no es la simpatía que yo pueda sentir hacia las personas que la componen, sino lo que se me da a través de estos hombres, no importa quienes sean, esto es, la verdad y la vida de Jesucristo. Yo me uno a la Iglesia porque Ella no puede separarse de Jesucristo, porque Jesucristo libremente se dio a sí mismo a Ella, porque no puedo encontrar a Jesucristo de una manera auténtica fuera de Ella. Esa es la respuesta a aquellos que dicen: ‘¿Por qué la Iglesia?’ Toda búsqueda de Cristo fuera de la Iglesia es una quimera. Es sólo a la Iglesia, que es su esposa, a quien Cristo dio las riquezas de su gloria para su distribución al mundo. (…)"

[Y no es que Daniélou dejara de conocer y apreciar las enseñanzas del Concilio Vaticano II acerca de la "preparación del Evangelio" que hay en las religiones o en las culturas (cf. Lumen gentium, 16, Gaudium et spes, 57); pues la Iglesia "con su trabajo consigue que todo lo bueno que se encuentra sembrado en el corazón y en la mente de los hombres y en los ritos y culturas de estos pueblos, no sólo no desaparezca, sino que se purifique, se eleve y perfeccione para la gloria de Dios, confusión del demonio y felicidad del hombre" (Lumen gentium, 17; cf. Ad gentes, 11). Y por ello "la Iglesia católica no rechaza nada de lo que en estas religiones es verdadero y santo" (Nostra aetate, 2). En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien al misterio pascual (la muerte y la resurrección) de Cristo (cf. Gaudium et spes, 22). Por eso, en el fondo ninguno de los hombres de buena voluntad se encuentra propiamente "fuera" de la Iglesia, pues aunque no lo sepan, ellos esperan y anhelan el anuncio de Cristo, único mediador y salvador del género humano, anuncio que viene por medio de la misión de la Iglesia. En efecto, solamente por la misión evangelizadora de la Iglesia se encuentra plenamente a Cristo. De ahí la importancia del apostolado cristiano y de la tarea misionera].

sábado, 9 de diciembre de 2023

Los fines principales del Vaticano II

 
(Imagen: Apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29-IX-1963)


(En su alocución en la apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II (29-IX-1963), Pablo VI expuso los fines principales del Concilio Vaticano II (*) Significativo es el punto partida: la contemplación de Cristo, Verbo encarnado)



“Es conveniente, a nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios y el hijo del Hombre, el Mesías del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él el Pastor, Él el Pan de la vida, Él nuestro Pontífice y nuestra Víctima. Él el único Mediador entre Dios y los hombres, Él el Salvador de la tierra, Él el que ha de venir Rey del siglo eterno; visión que declara que nosotros somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes, y junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y único Cuerpo místico, que Él, mediante la fe y los sacramentos, se va formando en el sucederse de las generaciones humanas, su Iglesia, espiritual y visible, fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna.

Si nosotros, venerables hermanos, colocamos delante de nuestro espíritu esta soberana concepción de que Cristo es nuestro Fundador, nuestra Cabeza, invisible pero real, y que nosotros lo recibimos todo de Él; que formamos con Él el ‘Cristo total’ del que habla San Agustín y del que está penetrada toda la teología de la Iglesia, podremos comprender mejor los fines principales de este Concilio, que, por razones de brevedad y de mejor inteligencia, reduciremos a cuatro puntos: el conocimiento, o si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo”.

jueves, 7 de diciembre de 2023

La maternidad espiritual de los cristianos

(Imagen: Abbott Handerson Thayer [Boston, MA, 1892-1893], Una Virgen, Smithsonian institution, Wikipedia commons). El cuadro representa a la esposa del pintor con dos de sus hijos. Según su historia, evoca la figura de María con Jesús y Juan Bautista. De ahí que pueda sugerir la maternidad espiritual de los sacerdotes (y, más aún, de todos los cristianos), según se recoge en la web de la diócesis de Saskatoon, Canada: https://rcdos.ca/).


En el prólogo del libro de K. Delahaye, “Ecclesia Mater en los Padres de la Iglesia de los tres primeros siglos” (*) desarrolla Yves Congar el tema de la maternidad de la Iglesia, vista desde los cristianos mismos. Es decir, los cristianos no solo son hijos de la Iglesia, sino que participan de su maternidad: están llamados a ser espiritualmente “madres”, capaces de engendrar a la Iglesia en otros.


La Iglesia no solo “hace” a los fieles, sino que también “es hecha” por ellos

(Congar se fija en el argumento de san Agustín sobre la unidad de la Iglesia, unidad de amor causada por el Espíritu Santo).

“Si se mira a los cristianos aisladamente, dice Agustín, todos y cada uno son hijos de la Iglesia. Si se los considera en la unidad que forman, en esta unitas cuyo principio es la caridad y el Espíritu Santo, entonces todos ejercen, en y por esta misma unidad, una maternidad espiritual: son ellos, es su unitas la que juzga rectamente, la que perdona los pecados y ejerce el poder de las llaves…, porque esta unidad es el lugar en el que habita y obra el Espíritu Santo. San Agustín va, pues, muy lejos en el camino abierto por la Tradición: no porque empuje en un sentido populista o democrático. Estamos lejos de ello: se trata más bien, en él, de una teología de la unitas o, lo que viene a ser lo mismo, del Espíritu Santo”.

(Desde ahí, subraya Congar que para los Padres, la Iglesia son, sencillamente los cristianos. Y no solo la Iglesia “hace” a los cristianos, cuando los bautiza; sino que también ellos “hacen” la Iglesia. ¿En qué sentido? En cuanto que, por su amor y su oración por los demás, por su apostolado, los cristianos colaboran en “engendrar” a Cristo espiritualmente en otros).

“La Iglesia, para los Padres –observa Congar–, era ‘el nosotros de los cristianos’. K. Delahaye lo muestra abundantemente para los Padres de los tres primeros siglos. (…) Es san Jerónimo quien escribe: ‘La Iglesia de Cristo no es otra cosa que las almas de los que creen en Cristo’ (Tract Ps. 86.). En la eclesiología jurídica de la época moderna, el aspecto según el cual la Iglesia es hecha por los fieles está casi enteramente olvidado en beneficio, prácticamente exclusivo, del aspecto según el cual ella hace a los fieles. A la Iglesia se la ve como la realidad suprapersonal, mediadora de la salvación de Cristo en beneficio de los hombres: estos no son más que sus hijos, y ella está por encima de ellos; de los dos momentos de la dialéctica en la que los Padres pensaban la maternidad de la Iglesia, se ha quitado aquel según el cual los fieles aparecen como engendrando la Iglesia, como lo decía San Beda (“Nam et ecclesia quotidie gignit ecclesiam” [Explan. Apocal lib. II: PL 93, 166 D]. =Pues la Iglesia cada día se engendra a sí misma).

Cuando la Iglesia ya no es vista como hecha por los fieles, sino principalmente como una institución mediadora, su misión y su maternidad se ven sobre todo en el ejercicio de actos exteriores válidos del ministerio instituido, y poco en la cualidad cristiana del amor y de la oración según la cual viven sus miembros" (Congar señala que esa cualidad destaca en el “descubrimiento” de su vocación que hizo Santa Teresa del Niño Jesús: “En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor” [Manuscripts autobiographiques, B, 3v; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 426]

sábado, 2 de diciembre de 2023

Quien reza "Padre" es un nosotros

(Imagen: F. Skarbina, Oración de la tarde, h. 1890)

¿Qué tiene que ver la oración personal, la de cada uno, con la Iglesia? Podría parecer que son dos realidades independientes, pero en la perspectiva cristiana, no es así; sino que se reclaman una a la otra. Y esto tiene importantes consecuencias.

En un texto sobre la teología de san Cipriano (*), muestra Joseph Ratzinger que la filiación divina, tal como se presenta en el Padrenuestro, tiene una importante dimensión eclesial o eclesiológica. Y esa dimensión debe traducirse en el amor y el servicio efectivo a los hermanos más necesitados. Pues en el prójimo, como miembro (al menos potencial) del cuerpo de Cristo, Dios se nos hace presente. Y “para san Cipriano el hablar de Dios es siempre un hablar sobre la Iglesia, así como el hablar sobre la Iglesia conlleva siempre también hablar sobre Dios”.