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jueves, 3 de abril de 2025

Artistas, voluntarios y vocaciones



¿Qué tienen en común los artistas, los voluntarios y las vocaciones eclesiales? Que buscan sin conformarse, que caminan sin cansarse, que son llamados a responder con algo o mucho de la propia vida.

Entre las enseñanzas que Francisco ha seguido proponiendo las pasadas semanas desde el hospital Gemelli, hemos seleccionado tres apelaciones a grupos de personas especialmente queridas por el Papa: los artistas, el voluntariado y las vocaciones.


Para leer más... Enlace a la web de Omnes.

viernes, 20 de marzo de 2020

Una nueva cercanía


La crisis mundial del coronavirus nos incita a reflexionar sobre el sentido de nuestras vidas y de la marcha del mundo. El Papa Francisco ha concedido dos breves entrevistas, en los periódicos La Repubblica (18-III-2020) y La Stampa (20-III-2020). En ellas da algunos consejos para vivir estos días dramáticos y propone redescubrir una nueva cercanía basada en la fraternidad.

sábado, 24 de marzo de 2018

El compadecer de Dios



M. Caravaggio, El sacrificio de Isaac (1603)
Galeria Uffici, Florencia


Probablemente recordando el suceso del sacrificio de Isaac (cf. Gn 22), que finalmente no tuvo que morir a manos de Abrahán, dice San Pablo que “Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rm 8, 32).

¿Cómo debe entenderse que Dios “no perdonó” a su propio hijo?

Como ha explicado Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia, esto no debe entenderse como si los pecados cometidos por los hombres a lo largo de los siglos acumularan una inmensa deuda ante Dios, y Dios solo se sintiera satisfecho o aplacado mandando a su Hijo a la Cruz, quedándose Dios Padre tranquilo en su trono celeste, mientras Jesús sufría en su naturaleza humana.

No. Jesús en su pasión y muerte estaba acompañado siempre por su Padre, como había dicho: “Me dejaréis solo. Pero no estoy solo, porque está conmigo el Padre” (Jn 16, 32).

jueves, 24 de marzo de 2016

Dios que sufre

S. Boticelli, Trinidad, 1465-1467

Ante la brutal violencia terrorista, habrá quien se pregunte dónde está Dios. Y los cristianos decimos: aquí, Dios está aquí, sufriendo con nosotros y con todos los que sufren, ahora y hasta el fin del mundo. No otra cosa revivimos en la Semana Santa. En una entrevista al papa emérito Benedicto XVI, publicada en un libro reciente y recogida en el “Osservatore Romano” (*), sale a relucir el sentido del sufrimiento en Dios.

El hombre moderno parece no tener necesidad de justificarse ante Dios, e incluso a veces se atreve a pedir a Dios que se justifique ante los males del mundo. El hombre ha perdido la sensibilidad de los propios pecados, se cree justo, y no siente necesidad de ninguna salvación. O por lo menos tiene la sensación de que Dios no puede dejar que se pierda la mayor parte de la humanidad.

miércoles, 3 de febrero de 2016

Personalizar la misericordia




Como continuamente en estos días, el mensaje de Francisco para la Cuaresma de 2016 desea personalizar la misericordia. No se trata simplemente de algo que complementa la piedad y la vida cristiana, sino de un punto nuclear y decisivo para todos y cada uno de los cristianos. “La misericordia de Dios, en efecto, es un anuncio al mundo: pero cada cristiano está llamado a experimentar en primera persona ese anuncio”, que ahora pide ser vivido con mayor intensidad.

lunes, 23 de marzo de 2015

La Cruz, prueba de amor

Giotto, Domingo de Ramos (h. 1305), 
capilla Scrovegni, Padua (Italia)



El Domingo de Ramos de 2013, el Papa Fracisco ha hablado a los jóvenes de alegría y cruz. Un año después nos preguntaba a cada uno quién somos y cómo nos situamos ante la pasión del Señor.

Muchas representaciones artísticas –por ejemplo el cuadro de Giotto– nos muestran cómo debió de ser el “primer” Domingo de Ramos.

Con serenidad va Jesús al encuentro de su pasión y acepta la alegría de los niños y de la gente sencilla que le aclaman.

“Jesús –observa el Papa– ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para curar el cuerpo y el alma” (Homilía en el Domingo de Ramos, 24-III-2013).

miércoles, 18 de marzo de 2015

Sueños de Dios

Dios piensa en cada uno de nosotros, sueña con nosotros, 
“quiere ‘recrearnos’, hacer nuevo nuestro corazón, para que triunfe la alegría” (Francisco)

En una de sus homilías de Santa Marta (16-III-2015), el Papa Francisco plantea cómo debe de ser el soñar de Dios con nosotros.

Comienza leyendo un pasaje del libro de Isaías (65, 17-21): “Así dice el Señor: Mirad: yo voy a crear un cielo nuevo y una tierra nueva”. Y observa que se trata de una segunda creación más maravillosa que la primera, porque Dios rehace el mundo destruido por el pecado; y lo rehace renovándolo todo en Jesucristo.

Y al renovarlo todo, Dios manifiesta su inmensa alegría. El Señor tiene tanto entusiasmo: habla de alegría y dice: “Me gozaré de mi pueblo”. Esto, señala Francisco, es como si fuese un sueño del Señor, de Dios que sueña con nosotros. Como si se dijera: “Qué bonito cuando estemos todos juntos, cuando estemos allí, o cuando aquella persona, aquella otra… camine conmigo…”. Como sueñan los novios en su futuro.

lunes, 16 de febrero de 2015

Formación del corazón

Renovarse para vencer la indiferencia

Cuando se habla del “corazón” en el ámbito de la educación y de la fe, se corre el riesgo de encontrar resistencia ante lo que podría tomarse, equivocadamente, por mero sentimentalismo. Si se tratara de esto, estaríamos tan lejos del cristianismo como si tratáramos de la dureza del corazón. No se trata de vencer el sentimentalismo con dureza, sino de la fortaleza para amar.

    El mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2015 lleva por título “fortalezcan sus corazones” (St 5, 8). Lo que propone es una renovación personal y eclesial para vencer las dos formas más actuales de la dureza del corazón: la indiferencia y el encerrarse en uno mismo o en el propio grupo. Y como siempre, esto tiene una gran importancia para la educación de la fe y de la afectividad en la vida cristiana.

jueves, 27 de febrero de 2014

La misericordia, estilo de Dios

El Greco, Jesús curando al ciego (1570s)
Museo Metropolitano de Nueva York 

El mensaje del Papa Francisco para la Cuaresma de 2014 tiene como lema lo que dice San Pablo de Cristo: “Se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza" (cfr. 2 Co 8,9), y es una invitación a la generosidad personal y comunitaria.

            En el texto explica cómo es el “estilo de Dios” en su amor por nosotros; y propone orientaciones fundamentales para el testimonio cristiano.

martes, 5 de marzo de 2013

Fe, oración, belleza


Caravaggio, Coronación de espinas (h. 1602-1604).
Museo de Historia del Arte, Viena

Al final de sus últimos ejercicios espirituales en el ministerio petrino, Benedicto XVI ha escrito una carta al predicador, el cardenal Ravasi (Carta del 23-II-2013). También ha pronunciado unas palabras de agradecimiento a quienes le habían acompañado. Estos textos constituyen en su conjunto una poderosa luz para comprender mejor lo que está pasando y lo que Dios nos pide a los cristianos, hoy y ahora.

sábado, 23 de febrero de 2013

Comenzar por abrir el propio corazón

Estatua de San Pedro (h. 1300), atribuida a Arnolfo di Cambio,
situada en el interior de la Iglesia de San Pedro en el Vaticano 

El camino de la Cuaresma se ha convertido esta vez en oración por la Iglesia en este cambio de pontificado. Así lo señalaba Benedicto XVI en su homilía del Miércoles de Ceniza, apoyándose en los textos litúrgicos para proponer actitudes y comportamientos concretos entre los cristianos.

     Se fijó especialmente en las palabras que la Iglesia propone por boca del profeta Joel": "Así dice el Señor: convertíos a mí de todo corazón con ayuno, con llanto, con luto»" (2,12).

miércoles, 20 de febrero de 2013

Conversión: Dios en primer lugar




M. Chagall, Crucifixión amarilla (1943)


¿Qué lugar ocupa Dios en mi vida? ¿Qué significa en la práctica convertirse? En su penúltima audiencia (13-II-2013) Benedicto XVI quiso reflexionar sobre las tentaciones de Cristo (cf. Lc 4, 1-13). Y comenzó invitando a plantearse una pregunta fundamental: “Qué es lo que realmente cuenta en mi vida?”.

domingo, 17 de febrero de 2013

Rosa blanca en cáliz de sangre


Lamentación sobre la tumba, icono en al Museo Bizantino de Atenas

Dos años antes de ser recibida en la Iglesia Católica, Gertrud von Le Fort (1876-1971) escribió sus “Himnos a la Iglesia”. Considerar la realidad de la Iglesia, su santidad esencial y su sufrimiento unido al de su Cabeza, por los pecados del mundo –también por los de sus miembros–, es un buen marco para acompañar, con agradecimiento y oración, la despedida de Benedicto XVI.

      Esos poemas están estructurados como diálogo entre el alma, que anhela la Verdad, y la Iglesia, que le explica su misterio de catolicidad y de amor. Un misterio que lleva en sí el cumplimiento de las promesas divinas de salvación para la humanidad y para cada persona. Estamos en 1924 y la autora está cercana a cumplir los cincuenta años.

viernes, 15 de febrero de 2013

Creer en el amor


Caravaggio, José y el angel, 
detalle del "Descanso en la Huida a Egipto" (1596-1597)
Museo Doria Pamphilj (Roma)


Creer en el amor. Tal es la propuesta del mensaje de Benedicto XVI para esta última Cuaresma de su pontificado, ya de sabor agridulce para tantas personas. A la vez, como es claro para los que hayan seguido de cerca sus pasos como Papa, creer en el amor es la propuesta que representa el ejercicio de su ministerio.

     Es la propuesta que inició exponiendo, en su primera encíclica, que Dios es amor, de un modo novedoso que impactó en los cristianos y los que no lo eran. Y, luego, a lo largo de sus enseñanzas orales y escritas, ese mensaje central ha ido ganando en intensidad, como una sonata que repite el tema de fondo, pero enriqueciéndolo a medida que avanza la ejecución de la partitura, cada vez más intensamente.

    Justo porque él, personalmente, cree en el amor, ha sabido fortalecer la unidad y la fe de los cristianos, abrir el mundo más a Dios y abrirnos, a todos, más al amor.

    Eso es lo difícil, se dirá; porque el amor es, en muchos ambientes, palabra gastada, y participa poco, o nada, en ciertas actividades que llevan su nombre. Y sin embargo, en el cristianismo el amor es la síntesis y el fruto, la vida y la prueba de la fe. Por eso el Papa propone creer de verdad en el amor, a pesar de las dificultades; pues, como reza el mensaje, “creer en la caridad suscita caridad”.

lunes, 4 de febrero de 2013

Poder de Dios, poder del amor


Imagen de "Jesús del Gran Poder", obra de Juan de Mesa (1620),
que procesiona en la Semana Santa de Sevilla

¿Qué quiere decir que Dios es “Padre todopoderoso”? ¿No parece algo imposible contemplando tanto sufrimiento y el mal en el mundo? ¿Y qué sentido tiene que Dios entregara a su Hijo en una cruz?

     Durante la audiencia general del 30 de enero, Benedicto XVI reflexionó sobre las palabras del Credo: “Creo en Dios Padre todopoderoso”. Y de esta forma profundizó en la filiación divina y las actitudes que comporta.

domingo, 26 de febrero de 2012

Aceptar para servir

M. Chagall, Aparición de la familia del artista (1947)
Museo nacional de arte moderno, París



Si hay un presupuesto previo para el crecimiento de la vida moral, es decir, la madurez en los valores, es la aceptación de la realidad, de uno mismo, de las personas que nos rodean, del tiempo en que vivimos. Así lo explica Romano Guardini.

     Esto no equivale a “dejarse llevar”. Al contrario, hay que trabajar en la realidad y si es preciso luchar por ella, para transformarla, para mejorarla en lo que dependa de nosotros, aunque sólo sea “un granito de arena”. Esto no puede hacerlo el animal, porque en él hay un acuerdo instintivo consigo mismo; no posee la dinámica propia del espíritu humano, entre lo que somos y lo que queremos ser, tensión que es buena siempre que nos mantenga en la realidad y no nos haga refugiarnos en fantasías.


Aceptación de sí mismo

     Se puede comenzar por la aceptación de uno mismo: circunstancias, carácter, temperamento, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. No hay que dar por supuesta esta aceptación, pues con frecuencia uno “no” se acepta: hay hastío, protesta, evasión por medio de la imaginación, disfraces y máscaras de lo que somos, no sólo ante los demás sino ante uno mismo. Y esto no es bueno, aunque esconde un deseo de crecer que pertenece a la sabiduría. Así sintetiza Guardini la aceptación de sí mismo: “Puedo y debo trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo, he de decir ‘sí’ a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico”.

     Esta aceptación adquiere diversas formas, según cada uno. El que tiene por naturaleza un sentido práctico, debe aprovecharlo, consciente de que probablemente no va sobrado de imaginación y creatividad; mientras que el artista debe sufrir temporadas de vacío y desánimo. Quien es muy sensible ve más, pero también sufre más; pero el que tiene un ánimo frío y no le afecta nada, desconoce grandes aspectos de la existencia humana. Cada uno debe aceptar lo que tiene, purificarlo para servir con ello a los demás, y luchar por lo que no tiene, contando también con los otros.

     En la práctica esto no es fácil. Hay que empezar por llamar bueno a lo bueno, malo a lo malo; sin molestarse cuando algo sale mal o a uno le corrigen. Sólo reconociendo mis propios defectos, que voy conociendo poco a poco, tengo la base real para mi superación.



Aceptación de la propia vida

     En segundo lugar, cabe hablar de aceptar la situación vital, la etapa de la vida en la que estoy y la época histórica en la que vivo, procurando conocerlas y mejorarlas. No es bueno escapar hacia el pasado o hacia el futuro, sin valorar lo presente.

     Aquí entra la aceptación del destino, que no es azar, sino resultado de la conexión de elementos interiores y exteriores, algunos de los cuales dependen de nosotros. Primero, de nuestras disposiciones, carácter, naturaleza, etc. (de nuevo: aceptarse a sí mismo). Pero además, de nuestra libertad vivida en el día a día, también en lo pequeño que dejamos o no dejamos pasar.

     Aceptarse a sí mismo o al destino puede hacerse difícil cuando viene el dolor o el sufrimiento. Sin limitarse a evitarlo, cosa que hay que hacer como es lógico en lo posible, hay que intentar comprender el sufrimiento, aprender de él.

     Es importante aceptar la propia vida y aceptarla como recibida; recibida de los padres, de la situación histórica y de los antepasados, pero también, cabe pensar con sabiduría, de Dios.


Aceptarse para darse

     Ha señalado Benedicto XVI: “El hombre sólo puede aceptarse a sí mismo, sólo puede reconciliarse con la naturaleza y con el mundo, cuando reconoce el amor originario que le ha dado la vida”. Y añade: “Es en la familia donde el hombre descubre su carácter relacional, no como individuo autónomo que se autorrealiza, sino como hijo, esposo, padre, cuya identidad se funda en la llamada al amor, a recibirse de otros y a darse a los demás” (Discurso en un Encuentro del Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia, 13-V-2011).

     Según el cristianismo, Dios tiene experiencia de nuestros problemas, pues ha tomado carne en Jesucristo, que se hizo vulnerable hasta el extremo, y con plena libertad. En Dios, sigue observando Guardini, no hay falta de sentido, Él “es” sentido, y un sentido que no es solamente racional sino a la vez amor. Por eso no debo confundir el que yo no capte hoy y ahora el sentido de mi situación, con el que esta situación tiene un sentido en el conjunto de mi vida, que yo debo descubrir y aprovechar con confianza.

     La aceptación se acompaña de la sencillez y de la rectitud de las intenciones, y también de la bondad. La bondad significa prescindir de uno mismo, concederle a otros lo que son, aunque me falta a mí, y disfrutar con ello. También implica capacidad para comprender una situación y ayudar de hecho (no cruzarse de brazos por comodidad o miedo a quedar mal o equivocarse). No hay que confundir la bondad con sus apariencias, o con engañarse a sí mismo, pensando que uno es bueno o presumiendo de bueno.

     Y la bondad requiere también de la sal del buen humor. No todo es serio en la vida (podría decirse que no es trágica, sino dramática). Señala Guardini: “Quien mira a los hombres solamente en serio, sólo en forma moral o pedagógica, a la larga no los aguanta”. Por eso, como Santo Tomás Moro, hay que ser capaz, o pedir la gracia de ser capaz, de captar las rarezas un poco cómicas que tienen las cosas humanas.

     El cristiano, concluye Guardini, sabe que Dios es la bondad por esencia. Nosotros somos los que estropeamos el mundo. Y respecto a lo que no depende de nosotros (como el sufrimiento de los inocentes), la bondad y la justicia de Dios no son como la nuestra, sino infinitas, y no podemos hacernos una idea de eso; permanece ante nosotros como un misterio, porque no somos Dios. Pero eso no nos hace dudar de que Dios es bueno. No sólo Dios sabe más, sino que su corazón es siempre más grande que el nuestro.




(publicado en www.analisisdigital.com, 23-II-2012)

lunes, 20 de febrero de 2012

Contra tibieza, responsabilidad




El mensaje de Benedicto XVI para la Cuaresma de 2012 no anda con rodeos. Se centra directamente “sobre el corazón de la vida cristiana: la caridad”. Así sigue fiel al propósito trazado en su primera encíclica “Deus caritas est”.
      El mensaje tiene como lema un breve texto de la Carta a los Hebreos: «Fijémonos los unos en los otros para estímulo de la caridad y las buenas obras» (10,24). Y sobre el centro de la caridad, el Papa destaca sus tres aspectos: “la atención al otro, la reciprocidad y la santidad personal”.


Atención, responsabilidad por el otro

      Primero, la atención al otro, la responsabilidad para con el hermano. La carta a los Hebreos nos invita, dice Benedicto XVI, “a fijar la mirada en el otro, ante todo en Jesús, y a estar atentos los unos a los otros, a no mostrarse ajenos, indiferentes a la suerte de los hermanos”; sino “hacernos cargo del otro”; lo que quiere decir “atención al bien del otro y a todo su bien”.

      Y esto procede del mandamiento del amor: “El gran mandamiento del amor al prójimo exige y urge a tomar conciencia de que tenemos una responsabilidad respecto a quien, como yo, es criatura e hijo de Dios”; y esa responsabilidad nos atañe como personas y como cristianos.

      No es nada teórico ni puramente sentimental: “Si cultivamos esta mirada de fraternidad, la solidaridad, la justicia, así como la misericordia y la compasión, brotarán naturalmente de nuestro corazón”. El problema es que, según Pablo VI, actualmente “el mundo está enfermo. Su mal está menos en la dilapidación de los recursos y en el acaparamiento por parte de algunos que en la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos” (enc. Populorum progressio).

      El Papa actual nos pide –lleva pidiéndolo mucho tiempo– abrir los ojos a las necesidades del otro: “La atención al otro conlleva desear el bien para él o para ella en todos los aspectos: físico, moral y espiritual”; no quedarnos en la “anestesia espiritual” que procede de un “corazón endurecido” y que “nos deja ciegos ante los sufrimientos de los demás” (cf. Lc 10, 30-32 y Lc 16, 19).

      Y se pregunta Benedicto XVI qué es lo que nos impide hoy esta mirada humana y amorosa hacia el hermano. Apunta dos causas: “Con frecuencia son la riqueza material y la saciedad, pero también el anteponer los propios intereses y las propias preocupaciones a todo lo demás”. Por eso propone: “Nunca debemos ser incapaces de ‘tener misericordia’ para con quien sufre; nuestras cosas y nuestros problemas nunca deben absorber nuestro corazón hasta el punto de hacernos sordos al grito del pobre”. Así se comprende, continúa, que Jesús llame bienaventurados a los que lloran (Mt 5, 4), “es decir, quienes son capaces de salir de sí mismos para conmoverse por el dolor de los demás”.

      Además de preocuparnos por el sufrimiento y las necesidades materiales de los demás, también “el ‘fijarse’ en el hermano comprende la solicitud por su bien espiritual”. El Papa subraya algo que a su parecer ha caído en el olvido: “la corrección fraterna con vistas a la salvación eterna”. Entiende que ese olvido equivale a una falta de “responsabilidad espiritual” para con los demás. Así se enseña en la Sagrada Escritura y se vivía entre los primeros cristianos, como también la Iglesia lo enumera entre las obras espirituales de misericordia: “corregir al que se equivoca”. Y aquí se reafirma claramente: “Frente al mal no hay que callar” por respeto humano o por simple comodidad. Hay que reprender por amor y misericordia, examinándose a la vez a sí mismo. Ayudar y dejarse ayudar es un gran servicio “en nuestro mundo impregnado de individualismo”.


Solidarios como personas y como cristianos

      Segundo punto. Ese fijarse en los demás se traduce en “el don de la reciprocidad”, que tiene su último fundamento en que pertenecemos a un mismo Cuerpo místico (la Iglesia). “Los discípulos del Señor, unidos a Cristo mediante la Eucaristía, viven en una comunión que los vincula los unos a los otros como miembros de un solo cuerpo. Esto significa que el otro me pertenece, su vida, su salvación, tienen que ver con mi vida y mi salvación”.

      En consecuencia, observa el Papa, tanto en el bien como en el mal somos solidarios. “Tanto el pecado como las obras de caridad tienen también una dimensión social”. Todo cristiano debe, por eso, alegrarse con todos y pedir perdón por todos. Y “todo cristiano puede expresar en la preocupación concreta por los más pobres su participación del único cuerpo que es la Iglesia”, concretamente a través de la limosna.


La santidad es el amor efectivo, no la tibieza


      Tercero y último, la carta a los Hebreos invita al “estímulo de la caridad y las buenas obras”, expresión que Benedicto XVI traduce en la “llamada universal a la santidad”. ¿Pero qué es la santidad? Un camino constante en la vida espiritual, que conduce a un amor efectivo cada vez mayor a Dios y a los demás.

      Lo contrario es la tibieza: “Lamentablemente, siempre está presente la tentación de la tibieza, de sofocar el Espíritu, de negarse a ‘comerciar con los talentos’ que se nos han dado para nuestro bien y el de los demás (cf. Mt 25,25ss)”. Atención a esa descripción de la tibieza, que aún se especifica más: “Todos hemos recibido riquezas espirituales o materiales útiles para el cumplimiento del plan divino, para el bien de la Iglesia y la salvación personal (cf. Lc 12,21b; 1 Tm 6,18)”.

      La tibieza es, pues, ese sofocar el Espíritu que produce ceguera y sordera para el bien material o espiritual de los demás. Con palabras de Juan Pablo II, Benedicto XVI nos propone, vencer la tibieza y “aspirar a un ‘alto grado de la vida cristiana’” (cf. Carta Novo millennio ineunte, n. 31). Sólo así podremos dar el testimonio de la caridad que nuestro mundo necesita, testimonio reflejado en el servicio y las buenas obras.

      El Apocalipsis dice que sería mejor ser frío o caliente, pero no tibio (cf. Ap. 3, 15 y 16). Ahora vemos claramente que a la tibieza se opone la responsabilidad del amor.



(publicado en www.cope.es, 20-II-2012)

viernes, 22 de abril de 2011

El signo de la Cruz


El Greco, Crucifixión (1596-1600)
(agrandar la imagen)

Periódicamente rebrota en nuestra Europa laicista el intento de eliminar la cruz de los ámbitos públicos. Se argumenta con el derecho a la libertad religiosa, que no debería privilegiar un signo de una religión particular en los espacios que pertenecen a todos, y donde los miembros de otras religiones, o de ninguna, pueden sentirse o dicen a veces sentirse molestos. Parece que hay un interés particular en quitar el crucifijo de las escuelas, como si se temiera un “adoctrinamiento” pernicioso y subliminal de los niños y de los jóvenes.


La cruz representa nuestra cultura

      Sin embargo la cruz está presente en la cultura europea y americana, y en otras culturas, desde hace muchos siglos. Quien quisiera arrinconarla, tendría que renunciar a todo lo que ella significa, quiera o no. Tendría que tapar y acallar tantas obras de arte y signos de cultura, que se quedaría prácticamente con nada. La cruz está no sólo en las iglesias sino también en caminos, fiestas e instituciones, expresiones linguísticas y hasta en el trasfondo del calendario por el que nos regimos: ¿qué significa contar el tiempo antes y después de Cristo? ¿Qué significa que las semanas se dividan por los “domingos”?

     Por lo demás, la cruz no es el único símbolo religioso y cultural que es común encontrar en la vida civil, dependiendo de los lugares. En muchos países abundan los símbolos propios de las religiones que están en el corazón de sus culturas. Y esto es natural, porque entre religión y cultura hay una estrecha relación. Y quien pretende suprimir las manifestaciones de la religión en la cultura, acaba por imponer la dictadura de su propia religión o visión irreligiosa de la vida, que puede llegar a ser terrible como la historia reciente enseña.

      ¿A quién puede molestarle la cruz? A quién no conozca su significado o lo rechace por motivos ideológicos. La cruz es signo de paz y reconciliación. Su palo vertical recuerda la dimensión trascendente del hombre (que no es sólo un amasijo de moléculas, porque tiene alma); y su palo horizontal representa la dimensión terrena de la persona, que se extiende desde el centro para abarcar a todos los pueblos, razas y culturas. La cruz es signo de totalidad, plenitud y solidaridad, fuente de verdadera fortaleza, serenidad y consuelo. En nombre de la cruz se hace diariamente el bien a millones de personas en el mundo. La cruz no puede –no debe– ser esgrimida contra nada ni contra nadie; y si esto sucedió en la historia, fue por una equivocación y un olvido de Aquel que dio a la cruz su más pleno significado. Porque la cruz no la inventaron los cristianos. Pero por los cristianos ha venido a representar en nuestros días el mayor anhelo de los hombres: la unión y el perdón, los deseos de paz y reconciliación que alberga la familia humana.


La cruz es signo de esperanza

      Ciertamente, para los cristianos, el crucifijo es signo de redención, esto es, de santidad, que es lo mismo que decir de la justicia que sólo Dios puede traer. Hacer “la señal de la cruz” es aceptar el orden exterior e interior querido por Dios (en la inteligencia, en la voluntad, en los sentimientos) e implorar que la bendición divina llene la vida y proteja a los hombres de los peligros que les acechan, a veces inventados por ellos mismos. En marzo de 2009, en la parroquia romana del Santo Rostro de Jesús, dijo Benedicto XVI que la cruz es “la altura del amor…, la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae a todos”.

     Pero este significado cristiano no se impone a nadie. Sólo se ofrece libremente. Como un signo de que el mal –la codicia y la avaricia, las injusticias y las guerras, la discriminación de los más débiles y de los pobres– no tiene la última palabra. La cruz es como una indicación de que el dolor –físico o moral– no es un absurdo: una realidad que, si no pudiera quitarse o disminuirse, pretendería legitimar la supresión de quien dice no estar dispuesto a sufrirla, en carne propia o ajena.

     En último término, la cruz sugiere que la muerte puede ser fruto y consecuencia del amor (cosa que es así de hecho para muchas personas, también no cristianas). Que la muerte no es un punto final que, en el fondo, deja sin sentido la vida. Y a los desheredados de este mundo, que no han encontrado en él la justicia, la cruz les puede recordar que les queda aún la esperanza de una vida diferente, donde el amor no sea una palabra desgastada y manipulada.

     Así lo ha dicho Benedicto XVI al final del Via Crucis de este año: “La Cruz no es el signo de la victoria de la muerte, del pecado y del mal, sino el signo luminoso del amor, más aún, de la inmensidad del amor de Dios, de aquello que jamás habríamos podido pedir, imaginar o esperar: Dios se ha inclinado ante nosotros, se ha abajado hasta llegar al rincón más oscuro de nuestra vida para tendernos la mano y alzarnos hacia él, para llevarnos hasta él”.


      Signo del amor por cada uno y por todos, es también signo de la fe, que se ofrece libre y delicadamente, y semilla de una nueva esperanza: “La Cruz nos habla de la fe en el poder de este amor, nos invita a creer que en cada situación de nuestra vida, de la historia, del mundo, Dios es capaz de vencer la muerte, el pecado, el mal, y darnos una vida nueva, resucitada. En la muerte en cruz del Hijo de Dios, está la semilla de una nueva esperanza de vida, como el grano que muere dentro de la tierra”.


Una primera versión fue publicada
en www.religionconfidencial.com, 12-XI-2009,
y reproducida en el libro
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios",
ed Eunsa, 2010

domingo, 27 de marzo de 2011

Abolir esclavitudes



Su fe cristiana llevó a William Wilberforce hasta conseguir en 1807 la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico, como se relata en la película Amazing Grace (Michael Apted, 2006). El título se refiere a la popular canción cuya versión inicial compuso John Newton, clérigo y poeta inglés que en su juventud había sido tratante de esclavos. Según la película, cuando era anciano y casi ciego, Newton seguía recitando el final de su canción: “Estaba ciego, pero ahora veo”.


Todo pecado es personal y tiene consecuencias sociales


      Hace algún tiempo se difundió la noticia de que la Iglesia había cambiado los pecados “tradicionales” (los denominados “capitales” porque están en la cabeza de los demás pecados: la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) por unos nuevos pecados, que serían los verdaderos pecados: los “pecados sociales”. Es decir, los que van contra la justicia social y el cuidado de la tierra. Era un malentendido, porque, para empezar, todo pecado tiene una raíz personal. Y, a la vez, todo pecado posee implicaciones para los demás y el mundo. Estas implicaciones –daños reales a los que nos rodean y a la tierra en que vivimos– no se tienen en cuenta o no se perciben como consecuencias de pecados personales.


     La difusión de este tipo de noticias puede deberse a cierta reacción contra una perspectiva individualista del pecado. En efecto, si se piensa que el pecado sólo me afecta a mí y a mis relaciones con Dios, y a nadie más le importa, puede ser difícil reconocer su relación con la justicia. El siglo pasado –como señalaba Benedicto XVI en un encuentro con el clero de Roma (7-II-2008)– se extendió hasta cierto punto una interpretación individualista del Evangelio, donde lo importante era la salvación de la propia alma, y esto –aún siendo fundamental– no podía ser plenamente cristiano; porque alguien se salva en la medida en que se entrega a los otros, para que ellos también puedan salvarse de sus límites, de sus dificultades, y, en último término, de una vida sin sentido. Por eso el pecado nunca afecta sólo al que lo comete, aunque se trate de un oculto pensamiento. En la perspectiva bíblica y cristiana, el pecado es una injusticia a la realidad de las cosas, y, como tal, no queda en la esfera privada o individual, sino que de alguna manera afecta al mundo entero.

     Actualmente quizá estemos –entre otras cosas por la ley del péndulo, que provoca una reacción contraria cuando algo es exagerado– en el otro extremo: Juan Pablo II habló de una “pérdida del sentido del pecado”; sobre todo, de su raíz personal. Y es por aquí por donde ahora parece venir el no reconocer la relación de la injusticia con el pecado. No sólo porque no se vea que todo pecado es una injusticia, sino porque se tiende a reducir el pecado a la injusticia social. 


La raíz de todas las injusticias

     Con esto el problema es que no se descubre la injusticia más “radical”: aquella que priva a cada uno de lo suyo, en aquello que más necesita y en el orden que lo necesita. Y como las personas necesitamos el amor, cuando no se nos da –o no lo damos a Dios y a los demás– cometemos una injusticia. No una injusticia cualquiera, sino la peor de todas las injusticias, la raíz de todas las injusticias que consiste en encerrarse en uno mismo, dando la espalda a la verdad más profunda de las personas y de las cosas; hasta llegar a convertirse cada cual en dios de sí mismo.

     Tal venía a ser la argumentación del Papa en su mensaje para la Cuaresma de 2010. La justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”; porque la persona, “para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle”. Ciertamente, necesita de los bienes materiales (los alimentos, el agua, las medicinas). Pero “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”. Y a este propósito Benedicto XVI recogía una observación de San Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios".

     En cambio, según la Biblia –continuaba el Papa– la justicia se aprende de Dios. Dios se apiada del pobre y del forastero, de la viuda y del huérfano. Y, como consecuencia, dicta los Diez Mandamientos, que no son sino una expresión de la justicia, con Dios y con los demás. Por tanto, para entrar en la justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. Y para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Claro que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere “humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.


La justicia más grande vive por el amor

     Por la obra de Cristo –concluía Benedicto XVI– “podemos entrar en la justicia ‘más grande’, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar”. Al mismo tiempo, con esta experiencia “el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor”. Este es –cabe recordar– el modelo que seguían ya los primeros cristianos en su vida ordinaria, a través de su trabajo, sus relaciones familiares y sociales: una justicia enraizada, presidida, enmarcada, perfeccionada y vivificada por el amor.

     Amazing Grace. Hoy también se necesita abolir otras esclavitudes. En primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la autosuficiencia, la codicia, la posesión o el poder injustos); también las esclavitudes de aquellos que en el seno materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida antes de ver la luz; las de tantos millones de esclavos del hambre, la explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos desamparados. Ojalá que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa maravillosa o “asombrosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora veo”. 



Una primera versión de este texto se publicó,
bajo el título “La justicia vive por el amor”,
en el “Houston Catholic Worker”,
EE.UU, vol.XXX, n. 2 (marzo-abril 2010)

*     *     *

Amazing Grace

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.

(…)

He superado ya muchos peligros,
esfuerzos y enredos;
esta gracia me ha mantenido a salvo hasta ahora,
y la gracia me llevará a casa.

(…)

Cuando hayamos estado ahí durante diez mil años,
resplandecientes como el sol,
no nos quedarán menos días para cantar las alabanzas de Dios
que cuando lo hicimos por vez primera.

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.


martes, 15 de marzo de 2011

La zarza ardiente: el misterio del encuentro


Moisés ante la zarza ardiente, M. Chagall
(Más información sobre la imagen: Musée Chagall, Nice)

La herencia judía –configurada por el Dios vivo–, el alma rusa –transida de cristianismo y de vitalidad–, la historia europea del siglo XX y la cultura occidental –con sus avances y paradojas–, la nostalgia de la niñez y de las tradiciones populares, el sentido profundo de los símbolos, el dominio de la fantasía surrealista, una llamativa capacidad para observar el mundo como una vidriera de intensos y vivos colores. Todo eso se junta en la obra de Marc Chagall (1887-1985), pintor francés, de origen bielorruso, cuyo verdadero nombre era Moishe Shagal. 

     En el museo nacional de Niza que lleva su nombre, Chagall tiene una colección denominada “mensaje bíblico”. Uno de sus cuadros, de fondo azulado oscuro, representa el encuentro de Moisés con la zarza ardiente, en el monte Horeb. Allí le habla “El que es” para convocarle a su misión de pastor y liberador de su pueblo. Moisés, ataviado con una túnica blanca, está de rodillas, descalzo, adorando el fuego que sale de la zarza. De su cabeza brotan los haces de la luz que –según el libro del Éxodo– llenaba su rostro, por haber hablado con Dios. Sobre la zarza, un ángel en el centro de un círculo coloreado de amarillo, rosa y rojo, corona la escena, como intermediario entre la llamada de Moisés, a la derecha, y la ejecución de su misión, del otro lado: Moisés de nuevo, con la faz de un amarillo resplandeciente, con un manto largo que representa –¡allí están todos ellos diminutamente constituyendo ese manto!– la multitud del Pueblo de Israel atravesando el Mar Rojo a la salida de Egipto, como haciendo un sólo cuerpo con Moisés que camina hacia las tablas de la Ley, mientras el ejército egipcio, que les persigue, es engullido por las aguas.

      Cualquiera que haya oído hablar de esa escena y la contemple ahora así, necesita el silencio para observar y escuchar (“lo que hemos visto y oído”, dice San Juan en su Evangelio) un mensaje que, en perspectiva cristiana tiene a Jesús por centro. 



Moisés y la zarza ardiente, fresco en la pared occidental
de la sinagoga de Dura-Europos (Siria), s. IIII



      En efecto, Jesús es “el nuevo Moisés”, apunta once veces Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret” (volumen primero). Jesús es el que habla cara a cara siempre con Dios; el que libera a la humanidad definitivamente; el que le da el “pan del cielo” (la Eucaristía) que la alimenta por el desierto de la vida; el que calma su sed con el “agua viva” (la gracia), que surge de esa roca que es la fidelidad de Dios a sus promesas, encarnadas en Cristo. Cristo nos entrega además el nuevo Decálogo de los Mandamientos, no sólo como resumen de la Ley Natural, sino perfeccionado con las Bienaventuranzas, que son el vivo retrato suyo y del cristiano.

     Si ya el encuentro con las personas, decía Yves Congar, es un gran misterio, cuánto más los encuentros de cada uno con Dios, antes o después, siempre en toda vida. ¿Cómo se inscriben en sus designios de salvación? ¿Qué papel ocupan en esos designios? ¿Cómo de esos encuentros –de la llamada interior que un alma experimenta, quizá desde niño o en sus años jóvenes, o de repente en una edad avanzada– depende tal vez el destino de otros muchos? ¿Cómo el fuego del Amor –el Espíritu Santo– se las arregla para llamarnos la atención, como a Moisés, y decirnos que sí, que Dios cuenta con nosotros de modo personalísimo, y que en el concierto inmenso de la historia espera que suene nuestra melodía cuando toque –si queremos, claro está–?


     Especialmente la cuaresma es tiempo de vigilancia, de estar alerta, con la oración y la justicia, que es consecuencia de la oración, porque es dar “a cada uno lo suyo” en el sentido más profundo. Primero dar “lo suyo” a Dios: el amor, el respeto, la adoración. Y dar a los demás también lo suyo, que seguro tiene que ver con lo “nuestro”, con lo de Dios y lo de todos; pues, como predicaba San  Josemaría Escrivá, “todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo, que nos llama a identificarnos con Él, para realizar –en el lugar donde estamos– su misión divina”.


Una primera versión de este texto fue publicada 
en www.religionconfidencial.com, el 9-III-2010