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domingo, 4 de septiembre de 2022

El asombro de colaborar con Dios

La homilía del Papa con los nuevos cardenales, el pasado 30 de agosto, es, entre otras cosas y dentro de su género y brevedad, una lección de lo que podríamos llamar eclesiología espiritual y pastoral.

La cuestión central es la del asombro. Las lecturas escogidas, de la carta a los Efesios (cf. Ef 1, 2-14) y del evangelio de San Mateo (cf. Mt 28, 16-20), le sugieren al Papa Francisco ese asombro, ese “estupor” producido por la acción del Espíritu Santo en la Iglesia. Dividimos la exposición de los argumentos del Papa en tres puntos.

domingo, 29 de mayo de 2022

Sobre la aceptación de sí mismo

Según Guardini (*), el presupuesto para el crecimiento de la vida moral, es decir, de la madurez en los valores, es la aceptación de uno mismo. Aceptarse a sí mismo, a las personas que nos rodean, al tiempo en que vivimos (cf. para lo que sigue R. Guardini, Una ética para nuestro tiempo, Madrid 1977, cap. III, pp. 140ss.).

Esto no quiere decir “dejarse llevar” sino trabajar en la realidad y si es preciso luchar por ella, para transformarla, para mejorarla en lo que dependa de nosotros, aunque sólo sea “un granito de arena”. 

En el animal sólo hay un acuerdo consigo mismo, no existe la dinámica propia del espíritu humano, que consiste en una tensión entre ser y deseo: entre lo que somos y lo que queremos ser, tensión que es buena, siempre que nos mantenga en la realidad y no nos haga refugiarnos en fantasías. 

Se puede comenzar por la aceptación de uno mismo: circunstancias, carácter, temperamento, fuerzas y debilidades, posibilidades y límites. Esto no es obvio, pues con frecuencia uno no se acepta: hay hastío, protesta, evasión por la imaginación, disfraces y máscaras de lo que somos, no sólo ante los demás sino ante uno mismo. Y esto no es bueno. Pero esconde la realidad de un deseo de crecer, que pertenece a la sabiduría. “Puedo y debo trabajar en mi estructura vital, dándole forma, mejorándola; pero, ante todo, he de decir ‘sí’ a lo que es, pues si no todo se vuelve inauténtico” (ibid., pp. 142s). 

Así, el que se le ha dado por naturaleza un sentido práctico, debe aprovecharlo, pero consciente de que carece de imaginación y creatividad. Mientras que el artista debe sufrir temporadas de vacío y desánimo, Quien es muy sensible ve más, pero sufre más. El que tiene un ánimo frío y no le afecta nada, se arriesga a desconocer grandes aspectos de la existencia humana. Cada uno debe aceptar lo que tiene, purificarlo para servir con ello a los demás, y luchar por lo que no tiene, contando también con los otros. 

En la práctica esto no es fácil. Hay que empezar por llamar bueno a lo bueno, malo a lo malo; sin molestarse cuando algo sale mal o a uno le corrigen. Sólo reconociendo mis propios defectos, que se van conociendo poco a poco, tengo la base real para mi superación. 

También hay que aceptar la situacion vital, la etapa de la vida en la que estamos y la época histórica en la que vivo, sin trata de escaparme de esas realidades: procurando conocerlas y mejorarlas. No se puede escapar hacia el pasado o hacia el futuro, sin valorar lo presente. 

Aquí entra la aceptación del destino (tratado por R. Spaemann en el último capítulo de Ética: cuestiones fundamentales, Pamplona 2010). El destino no es azar, sino resultado de la conexión de elementos interiores y exteriores, algunos de los cuales dependen de nosotros. Primero de nuestras disposiciones, carácter, naturaleza, etc. (de nuevo: aceptarse a sí mismo). Pero además es resultado de nuestra libertad en el día a día, también en lo pequeño que dejamos o no dejamos pasar. 

Aceptarse a sí mismo o al destino puede hacerse difícil cuando viene el dolor o el sufrimiento. Por eso incluye la capacidad de aprender del sufrimiento, sin limitarse a evitarlo, como es lógico, en lo posible; sino tratando de comprenderlo, aprender de él.

Aceptar la propia vida es aceptarla como recibida, recibida de los padres, de la situación histórica y de los antepasados, pero también, cabe pensar con sabiduría, de Dios. 

Según el cristianismo, Dios tiene experiencia de nuestros problemas pues ha tomado carne en Jesucristo, que se hizo vulnerable hasta el extremo, pero con plena libertad. Y en Dios no hay falta de sentido. Un sentido que no es solamente racional sino a la vez amor. Por eso no hay que confundir el hecho de que yo no capte hoy y ahora el sentido de esta situación, con el hecho de que esta situación tiene un sentido en el conjunto de mi vida, que yo debo descubrir y aprovechar con confianza.
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(*) Además del libro que se cita en este artículo, ver la primera parte (original de 1955) de su pequeño libro: “La aceptación de sí mismo; las edades de la vida”, Cristiandad, Madrid 1977; Lumen, Buenos Aires 1992. El tema de la aceptación fue desarrollado por el autor ocho años más tarde en un segundo libro, sobre las virtudes, que es el referido en nuestro texto. Cf. “La aceptación”, en Una ética para nuestro tiempo (originalmente titulado "Tugenden", virtudes, y publicado como segunda parte de La esencia del cristianismo, Cristiandad, Madrid 2007, pp. 139-151); en este caso la aceptación se considera como una virtud junto con otras del ámbito del dominio de sí (como respeto y fidelidad, paciencia y ascetismo, ánimo y valentía, concentración y silencio), de la búsqueda de la verdad y de la solidaridad. 


sábado, 7 de diciembre de 2019

Sobre el significado y el valor del belén

En su Carta sobre “el hermoso signo del pesebre” (Admirabile signum, 1-XII-2019) Francisco desea explicar el significado y el valor del belén. Dice el Papa que representar el nacimiento de Jesús equivale a “anunciar el misterio de la encarnación del Hijo de Dios con sencillez y alegría”.

Se trata de un “Evangelio vivo” ­–inspirado en los relatos evangélicos– que nos conduce a la contemplación de la Navidad. Y a la vez, “nos invita a ponernos espiritualmente en camino, atraídos por la humildad de Aquel que se ha hecho hombre para encontrar a cada hombre”. Así, “descubrimos que Él nos ama hasta el punto de unirse a nosotros, para que también nosotros podamos unirnos a Él”.

Muchos de nosotros recordamos, en efecto, cuando preparábamos con nuestros padres “el nacimiento”, o “el belén”. Los niños lo preferíamos grande y, como a veces no había una mesa grande, estábamos dispuestos incluso a utilizar una puerta sobre unas banquetas. Era realmente, como dice el Papa, “un ejercicio de fantasía creativa”, lleno de belleza: “Se aprende desde niños: cuando papá y mamá, junto a los abuelos, transmiten esta alegre tradición, que contiene en sí una rica espiritualidad popular”. “Espero –continúa Francisco– que esta práctica nunca se debilite; es más, confío en que, allí donde hubiera caído en desuso, sea descubierta de nuevo y revitalizada”.

sábado, 5 de enero de 2019

Estrella de libertad

Cuadro de Giovani da Modena (1410),
iglesia de San Petronio, Bolonia

La estrella de los Magos nos trae esa libertad que Cristo nos ha ganado, la libertad de los hijos de Dios.

En la época en que Daniélou publicó su libro “Los símbolos cristianos primitivos” (1951: en castellano, eds. Ega, Bilbao 1993), había ya suficiente investigación acerca de la estrella de los Magos (Mt 2, 2) en el marco de la cultura bíblica.

La estrella tiene una larga historia que la precede en los textos del Antiguo Testamento (cf. la “estrella de Jacob” de Num 24, 17), del cristianismo primitivo y en relación con las culturas circundantes. Esa estrella es anunciadora de la salvación que trae el Mesías y que llega a todas las gentes.

San Justino ( s. II) dice que la estrella es uno de los nombres de Cristo, y la pone en relación con la estrella que vieron los Magos en Oriente. Para nosotros, es también una estrella de esperanza.


lunes, 24 de diciembre de 2012

Navidad, corazón del mundo



El origen de “el Belén” o “el Nacimiento”, como se llama entre nosotros, parece que se remonta a San Francisco de Asís, que revivió el nacimiento de Jesús en la cueva de Greccio en 1223. Después se extendería por toda Europa la costumbre de representar el Misterio de la Navidad con figurillas más o menos artísticas. Actualmente es muy popular en España y en los países de habla hispana.

     Sin duda son costumbres emparentadas con el Belén las “pastorelas” de los países latinoamericanos –sobre todo México–. Son pequeñas piezas de teatro, herederas de los “autos sacramentales” que los españoles llevaron en la evangelización primera. Todas cuentan la misma historia: la historia real de la Navidad, pero mezclada con acontecimientos actuales, no sin cierta dosis de buen humor y una chispa de ironía.

     En Oriente es muy conocido el icono de la Navidad, que viene a ser un Belén pintado, aparentemente sobrio, pero muy sugerente si se mira de cerca. Todo él es una montaña sobre la que se sitúan de un lado los ángeles (algunos en posición de adoración: otros llevan una túnica, para que como dice San Pablo “nos revistamos” de Cristo, de sus virtudes). Por otro lado vienen los Reyes magos. La Trinidad envía desde lo alto el rayo del Espíritu Santo, que se condensa en una estrella sobre la cueva oscura de Belén: el mundo que necesita a Dios.

miércoles, 4 de enero de 2012

La manifestación del Salvador

 B. Bonfigli, Adoración de los Magos y Cristo en la Cruz (1465-1475)
National Gallery, London

En los iconos ortodoxos de la Navidad, expresiones de la religiosidad popular durante siglos, es común observar al Niño no simplemente echado sobre las pajas del pesebre, sino envuelto en una faja, como un difunto embalsamado, y también a menudo el pesebre tiene forma de féretro. ¿Qué quiere decir esto?


De Belén al Calvario

      La explicación puede encontrarse en la relación entre la Navidad y la Pascua del Señor, entre el Belén y el Calvario. La piedad cristiana hace notar que los brazos extendidos de Jesús en el Belén son los mismos que se extenderán sobre la Cruz. Algunos pintores, como Benedetto Bonfigli (s. XV) o Lorenzo Lotto (s. XVI) asocian la escena de la Navidad al crucifijo.

      Benedicto XVI ha desarrollado, en su audiencia del 21 de diciembre, la relación entre la Navidad y la Misa; y, por tanto, su relación con la muerte y resurrección del Señor.

      En primer lugar, se ha preguntado cómo podemos vivir los cristianos el acontecimiento de la Navidad, sucedido hace más de dos mil años. La Misa de la Noche de Navidad reza: “Hoy ha nacido para nosotros el Salvador”. Esto, responde el Papa, es real gracias precisamente a la liturgia, que hace posible superar los límites del espacio y del tiempo: “Dios, en aquel Niño nacido en Belén, se ha acercado al hombre: nosotros lo podemos encontrar todavía, en un ‘hoy’ que no tiene ocaso”. Dicho de otro modo, “Dios nos ofrece ‘hoy’, ahora, a mí, a cada uno de nosotros, la posibilidad de reconocerlo y de acogerlo, como hicieron los pastores de Belén, para que Él nazca también en nuestra vida y la renueve, la ilumine, la transforme con su Gracia, con su Presencia”. En síntesis, por medio de la liturgia “la Navidad es un evento eficaz para nosotros”.

     Ciertamente, bastaría con recordar que la Misa es actualización del Misterio Pascual (la muerte y resurrección de Cristo), que asume, condensa y consuma todos los demás Misterios de la vida del Señor, también el de la Navidad.

      Navidad y Pascua, continuaba señalando Benedicto XVI, son dos fiestas que celebran la redención de la humanidad. La Navidad celebra la entrada de Dios en la historia haciéndose hombre, para que el hombre pueda conocerle y unirse a Él. La Pascua celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, obtenida mediante la Cruz y la Resurrección. La Navidad cae al inicio del invierno, cuando la naturaleza está envuelta por el frío, anunciando la victoria del sol y del calor. La Pascua cae al inicio de la primavera, cuando el sol vence las nieblas.


Navidad y Pascua, Epifanía y Eucaristía

     De esta manera, como hacían los Padres de la Iglesia, el nacimiento de Cristo ha de ser entendido a la luz de la entera obra redentora que culmina en el Misterio Pascual: “Dios se hace hombre, nace niño como nosotros, toma nuestra carne para vencer a la muerte y al pecado”.

      Así lo dice San Basilio: “Dios asume la carne justo para destruir la muerte en ella escondida. Como los antídotos de un veneno, una vez ingeridos anulan los efectos, y como la oscuridad de una casa se disuelve a la luz del sol, así la muerte que dominaba sobre la naturaleza humana fue destruida por la presencia de Dios. Y como el hielo, que permanece sólido en el agua mientras dura la noche y reina la oscuridad, se derrite de inmediato al calor del sol. Así la muerte, que había reinado hasta la venida de Cristo, apenas aparece la gracia del Dios Salvador y surge el sol de justicia, “fue devorada por la victoria” (1 Co. 15,54), sin poder coexistir con la Vida”

      En Navidad, comienza, por tanto, la Epifanía, es decir, la manifestación del plan divino redentor: “En Navidad encontramos la ternura y el amor de Dios que se inclina sobre nuestros límites, sobre nuestras debilidades, sobre nuestros pecados y se abaja hasta nosotros” (cf Fil 2, 6-7). Es decir: “El culmen de la historia del amor entre Dios y el hombre pasa a través del pesebre de Belén y el sepulcro de Jerusalén”.

      De ahí resulta que el misterio de la Navidad, que puede verse situada en el marco de la Epifanía (si bien esta fiesta se celebra dos semanas después y forma una unidad con el Bautismo del Señor y el milagro de las Bodas de Caná), ha de ser contemplado y vivido en torno a la Misa, la Eucaristía. En la Navidad Cristo se manifiesta en la humildad y abajamiento del Niño de Belén. En la Eucaristía, Cristo vivo sigue ahora manifestándose y entregándose por nosotros. La Eucaristía es el “centro de la Santa Navidad”, donde “se hace presente Jesús de modo real, verdadero Pan bajado del cielo, verdadero Cordero sacrificado por nuestra salvación”.


*     *     * 

Durante el tiempo de Navidad celebramos también la Fiesta de la Sagrada Familia, la familia de Jesús en Belén y en Nazaret, que es como el germen de la Iglesia. Ella refleja en el mundo a Cristo, luz de las gentes, como familia de Dios.

      En la fiesta de la Epifanía contemplamos la adoración de los Magos. Siguiendo esa estrella que aún resplandece, representan a todas las personas que reconocen la llegada de la verdadera y definitiva luz del mundo.


La Navidad, "fiesta del corazón"

      En la Homilía de la Nochebuena, ha señalado Benedicto XVI que la Navidad ya es Epifanía, pues Dios se manifestado y lo ha hecho como niño. Así "se contrapone a toda violencia y lleva un mensaje que es paz". Y por eso, ahora que la violencia amenaza al mundo de modos diversos, el Papa nos invita a rezar:

      "Tú, el Dios poderoso, has venido como niño y te has mostrado a nosotros como el que nos ama y mediante el cual el amor vencerá. Y nos has hecho comprender que, junto a ti, debemos ser constructores de paz. Amamos tu ser niño, tu no-violencia, pero sufrimos porque la violencia continúa en el mundo, y por eso también te rogamos: Demuestra tu poder, ¡oh Dios! En este nuestro tiempo, en este mundo nuestro, haz que las varas del opresor, las túnicas llenas de sangre y las botas estrepitosas de los soldados sean arrojadas al fuego, de manera que tu paz venza en este mundo nuestro. (...) En el niño en el establo de Belén, se puede, por decirlo así, tocar a Dios y acariciarlo. De este modo, el año litúrgico ha recibido un segundo centro [además de la Pascua] en una fiesta que es, ante todo, una fiesta del corazón" (Homilía en la Misa del 24-XII-2011).


La Navidad, tiempo de la humildad

      Asimismo, evocando la pequeñez de la puerta que actualmente da acceso a la Iglesia de la Natividad en Belén, observaba Benedicto XVI: "Si queremos encontrar al Dios que ha aparecido como niño, hemos de apearnos del caballo de nuestra razón 'ilustrada'. Debemos deponer nuestras falsas certezas, nuestra soberbia intelectual, que nos impide percibir la proximidad de Dios".

     Dios se manifesta, efectivamente, en su bondad y humildad, llamando a las puertas de nuestra alma, durante todo estos días, breves pero intensos. Abrirle esas puertas es condición para participar de su Luz y llenar el mundo de su Alegría.





(La primera parte, con el título "Navidad y Eucaristía", fue publicada en www.religionconfidencial.com, 25-XII-2011)



     





miércoles, 10 de agosto de 2011

Niño y pastor

B.E. Murillo, El Buen Pastor (h. 1660), Museo del Prado
(agrandar la imagen)


Entre los cuadros que el Museo del Prado expone con ocasión de la JMJ-2011, está el Buen Pastor, pintado por Murillo, que se inspira en dos textos: en el capítulo 10 del Evangelio de San Juan (“El Buen Pastor da la vida por sus ovejas…”) y en el pasaje sobre la oveja perdida (cf. Mt 18, 12-14, Lc 15, 1-7). 



Jesús y los niños

      El niño: Jesús es el verdadero niño, Niño eterno, que no ha perdido la inocencia. Dice que “si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos… Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 3-5). 


      Le gusta que los niños se acerquen a Él, los abraza, les bendice y pide por ellos; y se enfada si los discípulos les apartan (cf. Mt 19, 13s. y pasajes paralelos). Los niños le alaban a gritos (cf. Mt 21, 15s). Avisa de la gravedad de escandalizar a los niños (aquél que "escandaliza a uno de estos pequeños más le vale que le pongan al cuello una piedra de molino": Lc 17, 2). Nadie debe menospreciarles, porque “sus ángeles ven continuamente el rostro de mi Padre que está en los cielos” (Mt 18, 10). 



El Buen Pastor, de Murillo 

      En el cuadro de Murillo destaca la ternura del niño, junto con su seriedad (el que se hace niño como Cristo, se hace persona madura); pobre (descalzo), pero limpio y bien vestido, acaricia y cuida bien de cada oveja, dentro del rebaño (que se observa en segundo plano), mientras en la otra mano lleva el cayado. La autoridad al servicio del amor.

      El niño pastor: especialmente los que tienen responsabilidades de gobierno y formación han de hacerse como niños y atender muy particularmente a los niños.

      La columna rota suele interpretarse como una alusión contrarreformista a la victoria del cristianismo sobre los paganos. Hoy puede sugerirnos que en ese Niño está la verdad unida a la caridad, de modo más grande y auténtico que las realizaciones de la sabiduría meramente humana. 



Atención a los niños, cuidado de los niños

      Dios escucha con predilección la oración de los niños (cf. Camino, n. 98). Ellos participan de la misión evangelizadora y misionera con sus oraciones, el cumplimiento de sus tareas, su vida cristiana sencilla, entusiasta y muchas veces heroica, sus pequeñas contribuciones económicas.

      Especialmente los padres y los educadores representan el cuidado de Dios por los niños y tienen una altísima responsabilidad por ello. Y los niños pueden hacer mucho por sus mayores y por sus iguales, porque son capaces de sacrificarse generosamente por los demás. La sociedad debe proteger a los niños (comenzando por los no nacidos, y siguiendo por otros muchos pobres y hambrientos, enfermos o abandonados, manipulados y explotados sin escrúpulos), protegerlos con todos los medios posibles. La Iglesia está profundamente dolorida y se esfuerza para que no se repitan los abusos infringidos a los niños, cometid
os en ambientes eclesiales.


Benedicto XVI, acerca de los niños

      Ha señalado Benedicto XVI: “Muchos niños crecen ahora en una sociedad que se olvida de Dios y de la dignidad innata de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios. En un mundo caracterizado por acelerados procesos de globalización, están expuestos únicamente a una visión materialista del universo, de la vida y de la realización humana”. Hay que enseñarles a “elegir un proyecto de vida dirigido a la felicidad auténtica, capaz de distinguir entre la verdad y la mentira, el bien y el mal, la justicia y la injusticia, el mundo real y el mundo de la ‘realidad virtual’”. (Mensaje a la Academia Pontificia de las Ciencias Sociales, 27-IV-2006).

      Los medios de comunicación y las industrias de entretenimiento participan en primera línea de esta responsabilidad (cf. Los niños y los medios de comunicación social: un reto para la educación, Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, 2007).

      No basta que los niños adquieran conocimientos y habilidades técnicas. Han de aprender a valorar lo bueno y lo bello, a vivir la misericordia y el perdón, a preocuparse por los necesitados. Tienen el derecho a conocer la verdad y aprender a argumentar, con la apertura que es característica de la razón humana hacia Dios. En la catedral de Munich, ante un grupo de niños que recibían la primera comunión, el Papa aconsejaba a sus padres y educadores: “Ayudadles a darse cuenta de que todas las respuestas que no llegan a Dios son demasiado cortas” (10-IX-2006). Y, citando a San Juan Crisóstomo en 2007, ha recomendado: “Desde la más tierna edad abasteced a los niños de armas espirituales y enseñadles a persignar la frente con la mano” (Homilía 12,7 sobre la Primera Carta a los Corintios).

      “La Navidad no es un cuento para niños –observaba en diciembre de 2009–, sino la respuesta de Dios al drama de la humanidad en búsqueda de la paz verdadera. El ambiente de Belén nos recuerda que los niños necesitan no tanto de comodidades exteriores sino del calor de una familia, “del amor del padre y de la madre” (26-XII-2011).

     Ante los niños, y especialmente ante las imágenes del Niño Jesús, Dios “nos invita a hacernos pequeños, a bajar de nuestros altos tronos y aprender a ser niños ante Dios. Nos ofrece el Tú. Nos pide que nos fiemos de él y que así aprendamos a vivir en la verdad y en el amor” (Homilía en el Santuario de Mariazell, Austria, 8-IX-2007).

      Benedicto XVI lamenta con frecuencia que los adultos, sobre todo en Europa, rechacen a los niños, como una carga pesada, como una carga pesada: los niños no son una carga –sostiene–, sino un don para todos.

     Así pues, “debemos aprender a ver con un corazón de niño, con un corazón joven, al que los prejuicios no obstaculizan y los intereses no deslumbran”. Así, en los niños que con corazón libre y abierto reconocen a Dios, “la Iglesia ha visto la imagen de los creyentes de todos los tiempos, su propia imagen” (Homilía 18-III-2008).



(publicado en www.cope.es, 10-VIII-2011)

martes, 15 de febrero de 2011

Entre la pesadilla y la ternura. Diálogos sobre Dios

Nuestra civilización occidental ha hecho grandes progresos en el terreno científico y tecnológico. Pero en cuanto a los valores del espíritu manifiesta síntomas preocupantes: frialdad, sequedad, desorientación..., y a veces parece que avanza hacia su propia destrucción. ¿Hasta qué punto es así? 

 
La película “The Road”, La carretera (J. Hillcoat, 2009), comienza en un día del futuro. Ha ocurrido un cataclismo. La tierra se ha quedado en un sopor postapocalíptico, desolada y baldía, Se muere poco a poco. Apenas quedan animales. “Pronto desaparecerán todos los árboles del mundo”. Por los caminos van refugiados y bandas peligrosas. Hay incendios en las colinas, gritos trastornados y canibalismo. Preocupa siempre la comida, el frío y los zapatos. Y en las casas vacías cuelgan los cadáveres de muchos que se han suicidado.
            Padre e hijo –no sabemos los nombres– caminan por una carretera gris y nublada. Llevan una pistola, donde sólo quedan dos balas. Llueve, truena. De vez, en cuando, un terremoto: “Estoy aquí, aquí contigo, tranquilo –el padre le abraza–: no dejaré que te ocurra nada. Yo te cuidaré”.
            Los interrogantes sobre Dios se plantean siempre que se tocan los grandes temas, porque cada uno nos hacemos una idea de Dios. A veces lo confundimos con otras realidades, o no encontramos el mejor camino para llegar a Él. Como pasa con todas las personas, la madre de esta familia se niega simplemente a “sobrevivir”. Aunque toma una opción desesperada y huye hacia la oscuridad, nunca podremos saber qué sucedió en sus últimos momentos. Más adelante el esposo recordará cuando le dijo lo que todo enamorado podría decir: “Si yo fuera Dios, habría hecho el mundo así, exactamente así, y así te tendría”. En efecto, Dios no quiere destruir el mundo, sino que somos nosotros los que lo hemos estropeado. Tampoco ha creado el mejor mundo de los posibles (como pretendía Leibniz), sino el que le ha parecido mejor para nosotros, y cuenta con que lo cuidemos y mejoremos.
            Dios está claramente en el cuidado del padre por el hijo, pero también en la actitud del hijo: “A veces –se dice el padre a sí mismo– le cuento al chico viejas historias de valor y justicia, aunque me cuesta recordarlas. Sólo sé que el chico lo justifica todo. Y que si él no es la palabra de Dios, entonces Dios nunca habló”. Esa Palabra se descubre en la bondad en la que aún se cree, a pesar de todo lo que ha sucedido, en medio de las vacilaciones y tentaciones.
            El niño le pregunta: “Nosotros nunca nos comeríamos a nadie, ¿verdad?” Y el padre le dice que no, aunque nos muriéramos de hambre. Y eso, deduce el chico, “porque somos de los buenos… y llevamos el fuego” (es decir, el fuego que aún queda de bien y de humanidad).
            Dios está en la tremenda lucha del padre y en su oración implícita: “Cada día es una mentira… Intento prepararle para el día en que me vaya”; aunque a veces se desmorona, llora y grita clamando al cielo: “¡Por favor!”.
            También está Dios en el camino en la figura de aquél casi ciego, y en la conciencia del chico, que fuerza al padre a darle algo de comer. El vagabundo dice que el niño le parece un ángel. El padre le responde: “Para mí es un dios”. Y el mendigo replica con tono medio de misterio y de ironía: “Espero que eso no sea cierto. Estar en la carretera, así, con el último dios…, sería terrible, una situación peligrosa”. Y agrega con tono de escepticismo: “Quien quiera que creara la humanidad, no encontrará humanidad aquí”.
            Siguen, con el peligro acechando constante, pisándoles los talones. Corren. Bajo ellos la tierra se abre. Sobre ellos caen los árboles.
            En una escena que no está en la novela, se refugian en una iglesia y encienden fuego. En medio de la penumbra se distinguen algunos frescos: imágenes de santos y de un sacrificio. El padre tose sangre. El chico ha tenido una pesadilla. La cámara enfoca hacia arriba: una ventana en forma de cruz lo ilumina y preside todo. Se abrazan: “Yo le digo: cuando sueñas que ocurren cosas malas, es porque sigues luchando, porque sigues vivo; deberás empezar a preocuparte cuando sueñes con cosas buenas”. Como si le dijera: con la ayuda de la Cruz, luchamos por la vida, luego existimos.
            El cuidado del padre y la bondad y tesón del chico hacen posible el final, que queda abierto al misterio del bien, precisamente por el encuentro con una nueva familia.


*     *     *

             La película –dura pero sugerente– está basada en la interesante novela del mismo título, escrita por Cormac McArthy (premio Pulitzer, 2007), y que el New York Times (25-XI-2006) calificaba de “sencilla y sin embargo misteriosa, a la vez enigmática y cristalina”.
            En una entrevista con el novelista y el director del film, reproducida por el Wall Street Journal (20-XI-2009), se revela que muchas de las palabras entre el padre y el hijo recogen diálogos literales entre McArthy y su hijo John. McArthy fue educado como un católico irlandés, sin demasiada formación religiosa. Sin embargo reconoce: “Me atrae mucho la visión espiritual de la vida, y pienso que es importante”; añade que le gustaría vivir mejor la religión, y que le interesa más ser bueno que ser inteligente. 
            ¿Pero dónde –se ha preguntado alguien– nos pueden llevar las carreteras, cuando el mundo aparece cubierto por la ceniza gris de la mediocridad, de la oscuridad de los sentimientos, de la superficialidad que no trasciende lo publicitario? Habría que responder que sigue habiendo indicadores suficientes, en medio de la tiniebla, y que entre esos indicadores estamos sobre todo los cristianos, con el testimonio de nuestras vidas, para señalar a la humanidad el camino que le puede llevar hasta convertirse en familia de Dios (cf. "Una sola familia humana" Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y refugiado, 2011).
            Al comienzo del Sínodo para Oriente Medio (octubre de 2010), Benedicto XVI dijo que el conocimiento del verdadero Dios tiene que ver con el dolor; que las potencias que esclavizan al hombre y destruyen el mundo –como la droga, o cierta forma de vivir propagada por la opinión pública– son divinidades falsas y deben ser desenmascaradas; que “la fe de los sencillos es la verdadera sabiduría” y es también la fuerza de la Iglesia. 


(publicado en www.analisisdigital, 28-X-2010)

viernes, 11 de febrero de 2011

Iglesia: hogar materno

Nuestra Señora de Vladimir, protectora de Rusia


Considerada como verdadero tesoro de la nación rusa, esta imagen de la Virgen es del tipo “Eleousa” o de la ternura, porque aprieta el Niño contra sí, acentuando su maternidad. Se muestra también como “Hodigitria”, es decir, que señala el camino, pues con su mano izquierda apunta al Niño. Éste tiene aspecto y vestidura de adulto; su rostro refleja la Sabiduría y su vestido de oro, la dignidad divina; su potente cuello expresa el “alentar” el Espíritu Santo, que reposa sobre el Verbo.
     El centro de la imagen es el corazón de la Virgen. Su velo (el “Prokov”) está bordado con un galón y tres estrellas, que representan la virginidad antes, durante y después del parto, según el dogma cristiano. Sus ojos son tristes y profundos. Inclina su cabeza hacia el Niño, que parece decirle: “No llores, Madre”.
      Esta imagen lo es al mismo tiempo de la Iglesia, porque ella lleva al mundo la salvación, a la vez que la espera, la confiesa y la contempla, mirando a la resurrección que viene después de la Cruz. La Iglesia se expresa también aquí como comunión íntima de lo divino (el Niño) con lo humano (la Virgen), en lo que N. Cabasilas llama “el amor loco de Dios”. Por eso se la considera también un icono eucarístico.
     Parece que Rublev, en su célebre icono de los tres ángeles, copió la actitud del Padre de esta Virgen triste e inclinada hacia su Hijo, como recuerdo de su corazón traspasado por una espada de dolor.
     Contemplando esta imagen escribe Evdokimov: "El rostro de la Madre habla del amor maternal; sus ojos grandes, abiertos al infinito, están al mismo tiempo vueltos hacia dentro; nos sentimos en los 'espacios del corazón' de la Virgen" (L'art de l'icon, p. 223).
     En efecto, como sucede con los iconos de los santos, los ojos de la Virgen están agrandados por la visión del Señor y su salvación; están “vigilantes” para ser fieles al amor de Dios y de los demás. La frente está despejada (aquí oculta tras el velo), como reflejo del Espíritu Santo y la Sabiduría. La nariz y el cuello se alargan porque significan el “buen olor de Cristo” (2 Co 2, 15). Los labios están cerrados por el silencio de la contemplación; la boca es pequeña porque no necesita tanto alimento terreno. Las orejas también pequeñas y como metidas hacia dentro, porque están oyendo los mandatos del Señor, su “voz interior” (M. Quenot). 
     A la vez, el Niño parece decir al espectador: "Ahí tienes a tu Madre".


*     *     * 

     Siempre es tiempo para reflexionar sobre el amor a la Iglesia. No una Iglesia puramente celeste, que sería una abstracción inexistente; sino la Iglesia real que también peregrina en este mundo, tal como el Concilio Vaticano II quiso subrayar. La Iglesia, familia de Dios, constituida por todos los cristianos a raíz del bautismo. A ella están orientados, según sus diversas situaciones, también los creyentes no cristianos, y, más aún, todas las personas de la tierra.


La Iglesia, matriz de la existencia cristiana

     Hace cierto tiempo volví a encontrar un texto de Yves Congar –el eclesiólogo más importante del siglo XX, fallecido en 1995–, que yo había perdido y buscado repetidamente sin éxito. Publicado en una época de crisis, forma parte de un libro cuyo título traducido literalmente es: “En medio de las tormentas” (1969). De ese texto tomo prestado ante todo el título de estas líneas.
      La Iglesia es madre, como les gustaba considerar a los grandes autores cristianos de los primeros siglos. A ella, escribió Guardini, y no al cristiano considerado particularmente, pertenecen esos signos eficaces de la salvación que son los sacramentos. A ella pertenecen las formas y las normas de esa nueva existencia que comienza en la pila bautismal, como comienza la vida en el seno materno. Ella es el principio y la raíz, el suelo y la atmósfera, el alimento y el calor, el todo viviente que va penetrando la persona del cristiano. Es a la Iglesia –seguía explicando Guardini– y no al individuo, a quien se le confía la existencia cristiana, que comprende una enseñanza divina, un misterio (¡Cristo!) que se celebra en la liturgia y una vida orgánica y jerárquicamente estructurada. Es a la Iglesia a quien Dios le confiere “la fuerza creadora capaz de transmitir y propagar la fe”.
     Joseph Ratzinger, en un texto de 1971 titulado “Por qué permanezco en la Iglesia”, señalaba que una mirada demasiado concentrada a los “problemas” de la Iglesia –como quien mira un trozo de árbol al microscopio– puede impedirnos verla en su conjunto y por tanto captar su sentido. Quizá nos fijamos demasiado en su “eficacia”, según los objetivos particulares que cada uno se propone (y así cada uno se fabrica “su” iglesia). Nos fijamos demasiado en sus aspectos organizativos e institucionales, más bien con los criterios de la sociología. A ello puede añadirse la crisis de fe. Pero a la Iglesia sólo se la entiende desde la perspectiva del Espíritu Santo como protagonista principal de la salvación realizada por Cristo de parte del Padre. También los escritores cristianos gustaban de comparar a la Iglesia con la luna. Como la madre y la luna, la Iglesia concibe en virtud de la semilla vital que recibe y da una luz que ella, siendo solamente otra tierra, recibe del sol (Cristo) para hacerla suya.


La Iglesia, criatura de Dios para salvar al hombre

     Y así, por los caminos y los límites del simbolismo cristiano, llega Ratzinger a decir: lo que importa no es la imagen que cada uno nos hacemos de la Iglesia, sino que la Iglesia es de Dios. Y por eso afirma: “Yo estoy en la Iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo nuestra sino SUYA”. Sólo por medio de la Iglesia puedo yo recibir a Cristo “como una realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora”. Por medio de ella, Cristo está vivo y permanece entre nosotros “como maestro y Señor, como hermano que nos reúne en fraternidad”. No se puede creer en solitario, sino sólo en comunión con otros, lo mismo que la fe se recibe a través de otros. Por eso una Iglesia que fuera una creación mía e instrumento de mis propios deseos, sería una contradicción. Todo ello pide antes que nada la fe en Cristo como Dios: “Yo permanezco en la Iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo”. De ahí surge la fe en que la Iglesia es el camino de la salvación: “Yo permanezco en la Iglesia porque solamente la fe de la Iglesia salva al hombre”.
      ¿Pero no es salvar al hombre toda lucha contra el dolor y la injusticia?, se pregunta. Cierto, pero esa lucha sólo puede llevarse a cabo mediante el dominio de sí y el esfuerzo por cumplir con los deberes conocidos y los compromisos adquiridos. En definitiva, todo depende de la verdad y del amor. Y el amor no es estático ni acrítico, pero la única posibilidad que tenemos de cambiar en sentido positivo a una persona es amarla y sufrir por ella.


Comprometerse para redescubrir la Iglesia

      Por eso concluye el teólogo alemán: “Quien no se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la experiencia de la Iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es condición preliminar para llegar a la fe”. Es cierto que la historia testimonia debilidades, y pecados, de los cristianos. Pero también testimonia la realidad de la Iglesia como un foco inmenso de luz y de belleza: la multitud de los cristianos que han mostrado la fuerza liberadora de la fe.
      La Iglesia es madre y es hogar. “El hombre –escribía Congar– es un todo y se inserta en un hogar por su sensibilidad y su corazón tanto como por sus ideas”. La Iglesia, nacida del corazón abierto de Jesús en la cruz, ha comenzado a vivir antes que nosotros, y así es posible que nosotros vivamos por ella. Por eso los cristianos deberíamos decir con el ilustre teólogo francés: “Estoy infinitamente agradecido a la Iglesia de haberme hecho vivir, de haberme, en el sentido más fuerte de la palabra, educado en el orden y la belleza”. 

La primera versión fue publicada en 
www.religionenlibertad.com, 2-VIII-2008,
y reproducida en el libro "El gran 'sí' de Dios"
ed. Eunsa, 2010