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jueves, 21 de abril de 2022

Perdonar y pedir perdón

 
En su libro La condición humana, explica Hanna Arendt (ed. Paidós, Barcelona 1993, pp. 255-262), a nivel antropológico, el asombroso poder del perdón. Sirve para deshacer los actos del pasado y liberar de sus consecuencias. Sin ser perdonados seríamos como el aprendiz de brujo que desconocía la fórmula mágica para romper el hechizo. Pero si somos perdonados podemos recomenzar a vivir. Y si perdonamos, damos la capacidad al otro de recomenzar una vez más, de iniciar algo nuevo. Al contrario que la venganza, el perdón es impredecible, y comporta la liberación de la venganza.

Reconoce la filósofa judía que “el descubridor del papel del perdón en los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret”, aunque lo hiciera en un contexto religioso. 

Cabría observar, en la perspectiva de la fe cristiana, que también Jesús nos “descubrió” cómo el perdón forma parte del gran poder divino; y que, el perdón humano, a fin de cuentas, es imagen del divino, tiene siempre raíz divina. 

sábado, 7 de abril de 2018

La cercanía, clave de la evangelización



La Virgen y San Juan,
Seminario internacional Bidasoa, Pamplona (España)


En la misa crismal, el Jueves santo 29 de marzo, el papa Francisco ha descrito la salvación obrada por Dios con el término cercanía. Una persona cercana es alguien próximo, no tanto en el sentido físico sino más bien en el sentido afectivo -mente y corazón, unidos-: alguien que acompaña y comprende, que ayuda y se compromete, que se sacrifica por el otro.

Nos viene bien esta reflexión cuando muchos, ante el mal y el sufrimiento que abundan en el mundo, se preguntan: ¿dónde está Dios? Y, lógicamente, se resisten a admitir la existencia de un dios imaginado como lejano o insensible al dolor humano. Pero esto nada tiene que ver con Dios según la revelación bíblica y sobre todo en la perspectiva cristiana.

lunes, 29 de julio de 2013

"Yo soy de allí". Tocar la Cruz

Eu sou de là, cantada ante el Papa Francisco 
por Fafá de Belém, el 26 de abril de 2013

“Yo soy de allí, donde un solo día vale la vida que viví”. Cualquier cristiano ha podido decir eso, y más estos días, unido a la “fiesta” de Brasil. Como puede y debe decirlo, unido por la Cruz a los que pasan por tiempos oscuros (también estos días a raíz del accidente ferroviario en Santiago de Compostela).

     En el paseo marítimo de Copacabana, Río de Janeiro, un millón y medio de personas ha acogido al Papa Francisco. Y ha sonado una canción de Pará, región del norte: “Yo soy de allí…” En Belém de Pará hay una procesión en la que multitudes acompañan a la Virgen, unidas a una gruesa soga que representa sus afanes, sus alegrías y sus penas. Todos se sienten bien unidos entre sí porque van unidos a Ella.

Bella imagen de la catolicidad.

viernes, 15 de febrero de 2013

Creer en el amor


Caravaggio, José y el angel, 
detalle del "Descanso en la Huida a Egipto" (1596-1597)
Museo Doria Pamphilj (Roma)


Creer en el amor. Tal es la propuesta del mensaje de Benedicto XVI para esta última Cuaresma de su pontificado, ya de sabor agridulce para tantas personas. A la vez, como es claro para los que hayan seguido de cerca sus pasos como Papa, creer en el amor es la propuesta que representa el ejercicio de su ministerio.

     Es la propuesta que inició exponiendo, en su primera encíclica, que Dios es amor, de un modo novedoso que impactó en los cristianos y los que no lo eran. Y, luego, a lo largo de sus enseñanzas orales y escritas, ese mensaje central ha ido ganando en intensidad, como una sonata que repite el tema de fondo, pero enriqueciéndolo a medida que avanza la ejecución de la partitura, cada vez más intensamente.

    Justo porque él, personalmente, cree en el amor, ha sabido fortalecer la unidad y la fe de los cristianos, abrir el mundo más a Dios y abrirnos, a todos, más al amor.

    Eso es lo difícil, se dirá; porque el amor es, en muchos ambientes, palabra gastada, y participa poco, o nada, en ciertas actividades que llevan su nombre. Y sin embargo, en el cristianismo el amor es la síntesis y el fruto, la vida y la prueba de la fe. Por eso el Papa propone creer de verdad en el amor, a pesar de las dificultades; pues, como reza el mensaje, “creer en la caridad suscita caridad”.

miércoles, 9 de enero de 2013

La fe, un renacer con la fuerza de Dios


¿Qué tiene que ver el origen de Jesús con la fe? ¿Qué podemos aprender de la actitud de María en ese origen? ¿De qué nos puede servir esto ante las dificultades? Al comienzo del año, y en la “cuesta” de Enero, nos conviene plantearnos cómo nos ayuda la fe.

     De esto se ocupó Benedicto XVI en su audiencia general del 2 de enero, con el título: “Fue concebido por obra del Espíritu Santo”. Ante la gruta de Belén surge la pregunta de cómo pudo aquel Niño cambiar radicalmente el curso de la historia. Y aún otra pregunta más profunda, que hizo Pilatos: “¿De dónde eres tú?” (Jn. 19, 9).

     Jesús había dicho “Yo soy el pan bajado del cielo” (Jn. 6, 41), pero muchos no le habían querido escuchar, pensando que conocían bien a su padre y a su madre (cf. Jn. 6, 42). Y luego les había insistido: “Yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz” (Jn. 7, 28).

     El Papa se detiene mostrando cómo el origen de Jesús está claro en los Evangelios, sobre todo en las palabras del ángel Gabriel a María. Al mismo tiempo, todo ello nos enseña acerca de lo que supone la fe cristiana.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Navidad, corazón del mundo



El origen de “el Belén” o “el Nacimiento”, como se llama entre nosotros, parece que se remonta a San Francisco de Asís, que revivió el nacimiento de Jesús en la cueva de Greccio en 1223. Después se extendería por toda Europa la costumbre de representar el Misterio de la Navidad con figurillas más o menos artísticas. Actualmente es muy popular en España y en los países de habla hispana.

     Sin duda son costumbres emparentadas con el Belén las “pastorelas” de los países latinoamericanos –sobre todo México–. Son pequeñas piezas de teatro, herederas de los “autos sacramentales” que los españoles llevaron en la evangelización primera. Todas cuentan la misma historia: la historia real de la Navidad, pero mezclada con acontecimientos actuales, no sin cierta dosis de buen humor y una chispa de ironía.

     En Oriente es muy conocido el icono de la Navidad, que viene a ser un Belén pintado, aparentemente sobrio, pero muy sugerente si se mira de cerca. Todo él es una montaña sobre la que se sitúan de un lado los ángeles (algunos en posición de adoración: otros llevan una túnica, para que como dice San Pablo “nos revistamos” de Cristo, de sus virtudes). Por otro lado vienen los Reyes magos. La Trinidad envía desde lo alto el rayo del Espíritu Santo, que se condensa en una estrella sobre la cueva oscura de Belén: el mundo que necesita a Dios.

sábado, 11 de junio de 2011

Arraigados, edificados, firmes en la fe

 JMJ Madrid 2011: junto a Benedicto XVI






Os escribo, jóvenes, porque sois fuertes
y la palabra de Dios permanece en vosotros
y habéis vencido al Maligno”
(1 Jn 2, 14)



Las palabras de la primera carta de San Juan (2, 14) que encabezan estas líneas, se aplican no sólo a los cristianos jóvenes de edad, sino a todos los jóvenes de espíritu. Son fuertes ­–cabría decir– precisamente porque permanecen unidos a la Palabra que es Cristo, y por eso han vencido al Maligno, de una vez por todas.

      Esas palabras me venían a la mente al releer el lema de las Jornadas Mundiales de la Juventud previstas para Madrid-2011: “Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe”, texto que pertenece a la carta a los colosenses (2, 7). En él se habla de tres cosas en relación con Cristo: de algo que tiene raíces, de una edificación y de la fe.
 


Arraigados…

     En primer lugar, arraigado está, efectivamente, quien tiene raíces, como los árboles. En los lugares secos o desérticos, un árbol es una bendición de Dios, y alrededor de él crece la vida. Los árboles son los más altos entre los seres vivos. Por eso muchos los consideraron como puentes entre la tierra y el cielo, dotados de carácter quasi divino. Rabrindranath Tagore escribió: “Calla, corazón, que estos grandes árboles son oraciones”.

     En el libro del Génesis (2, 9) se cuenta que Dios plantó en el paraíso muchos árboles, pero sobre todo dos: el árbol de la vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal. En sentido simbólico se pueden considerar como uno solo, puesto que no hay vida propiamente humana sin conocimiento ni al revés. Nuestros primeros padres desobedecieron el precepto de no comer del árbol del bien y del mal. Así rompieron la unidad entre el conocimiento y la vida, es decir, el acceso a la sabiduría. El salmo primero compara al hombre justo con un árbol fecundo. El último libro de la Biblia, el Apocalipsis (22,2), dice que en la ciudad sagrada del tiempo final “el árbol de la vida produce frutos doce veces: cada mes da fruto; y las hojas del árbol sirven para sanar a las naciones”.

     Jesús comparó el fruto de los árboles a los frutos que deben dar las personas, y aquí se puede ver de modo más inmediato una similitud con las ramas de los árboles, que dan fruto porque su savia viene del tronco común al que están unidas. Saint-Éxupéry –que no vivió propiamente como cristiano– rezaba a su manera: “Señor, úneme al árbol al que pertenezco”. La humanidad entera es este árbol. Claramente ramas de un mismo tronco somos los cristianos, sarmientos de la misma vid, que es Cristo. Él es el verdadero árbol de la vida que surge por su entrega sobre la Cruz.


Edificados en Cristo

     ¿Qué significa ser “edificados en Cristo”? Para las religiones antiguas el edificio más importante era el templo, construido con alusiones cósmicas (la tierra, el mar, la bóveda celeste). En el Antiguo Testamento, y especialmente desde Moisés, Dios desea que se le construya un templo donde sea adorado como el Dios vivo que hizo todas las cosas y mantiene el mundo; luego los profetas fueron aclarando que lo importante no es el templo exterior sino la pureza del pueblo en relación con Dios.

     Con Jesús se manifiesta como el verdadero templo, que es su Cuerpo individualmente, y también prolongado y "engrandecido" místicamente en la Iglesia. Según San Padro, los cristianos son las “piedras vivas” de un templo donde se da culto a Dios a través de Jesucristo. Por medio de ellos y su trabajo, el mundo –sin dejar de ser lo que es– puede volver a ser ese “paraíso perdido” donde todo –hasta los árboles– habla de Dios, y, por la vida del hombre, dar culto al Dios verdadero. La edificación de ese templo es el gran drama de la historia, hacia donde caminan los destinos de los pueblos, las culturas y las religiones.

     Por si fuera poco, San Pablo les dice en su primera carta a los corintios (3, 16) que los cristianos –cada cristiano que vive en estado de gracia– son templo donde habita el Espíritu Santo, como Jesús había anunciado. De esto dan testimonio los santos, especialmente los místicos, como Santa Teresa de Ávila en su obra “Castillo interior” (séptima morada). La Trinidad comunica al fondo del alma –a esa raíz más profunda de la persona– el movimiento del amor eterno, de una manera siempre nueva.

     Y todo ello –Jesús como Templo, la Iglesia que es como su agrandarse en la historia, cada cristiano en su alma– es aún más perfecto en el cielo, donde se da gloria a Dios, en una fiesta continua, a partir de la entrada del Hijo de Dios en su ascensión, como Cabeza de la Iglesia gloriosa. En esta fiesta nos introducimos cada vez que participamos en la Misa.

     Así nos vamos edificando como un grandioso templo, del que los templos de piedra son figuras.  


     Se cuenta de aquella madre que mirando a su hijo pequeño en medio de un grandioso templo, le sugería al oído: “Tú eres, hijo, la mejor catedral”. 
 
     A propósito de este “misterio cristiano del Templo”, Jean Daniélou llegó a escribir que para el cristiano, “el único trabajo que le interesa, es hacer crecer en cada instante la vida de Cristo en él y en los demás” (Le signe du Temple, 1942), en medio de todas sus actividades y gracias a la Eucaristía, como incoación de esa Vida que encontrará después de la muerte.


Firmes en la fe

     Finalmente, el lema que ha propuesto el Papa Benedicto, habla de estar “firmes en la fe”. La fe puede compararse al árbol que se enraíza a partir del encuentro personal con Cristo, de la vida con Él y el conocimiento de cuanto ello comporta. Así va creciendo el tronco del que salen las ramas y los frutos de la fe, vivida personalmente y en la Iglesia. Una fe que debe hacerse cultura; pues, según Juan Pablo II, “una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida”. El templo que Dios va construyendo en la historia con nuestra pobre colaboración, es también signo e instrumento de la fe.


* * *


     San Pablo escribe, acerca de la fidelidad de Dios a sus promesas: “Jesucristo, el Hijo de Dios no fue ‘sí’ y ‘no’, sino que en él se ha hecho realidad el ‘sí’. Porque cuantas promesas hay de Dios, en él tienen su ‘sí’; por eso también decimos por su mediación el ‘Amén’ a Dios para su gloria” (2 Co 1, 19-20).


El sí de Dios y nuestro sí

     Esto equivale a decir que después del primer “sí” que Dios iba dando a todo lo creado (“Y vio Dios que era bueno”), con Cristo se ha renovado “el sí de Dios Padre” a la humanidad y sus afanes. Y “metidos” en Cristo pronunciamos los cristianos el “Amén” (así sea) a Dios y a su amor. El “sí” de Dios es lo que hace posible nuestro “sí”: que aceptemos agradecidos nuestra vida como Dios la quiere, que le seamos fieles, que cumplamos su voluntad y paticipemos de sus planes salvadores.

     Afirmó Joseph Ratzinger hace unos años que entre los cristianos, como somos miembros unidos en Cristo, el “sí” de cada uno participa del “sí” de nuestra Cabeza. Y cada uno puede transmitir al otro –aunque no exista una “simpatía” natural–, junto con el personal “sí”, un “sí” mayor que el mío propio, que le ayude a sentir ese profundo “sí” que da sentido y valor a todo “sí” humano. Si decimos ese “sí” junto con el de Cristo, especialmente a sus miembros más pobres y necesitados, iremos descubriendo que su “sí” es verdaramente un yugo suave y una carga ligera (cfr. Mirar a Cristo, Edicep 2005).


La verdad del amor, el camino de la esperanza, el fundamento de la fe

      Benedicto XVI viene expresando todo esto, en el itinerario de su pontificado, con sus hechos y sus palabras: el Evangelio es, ante todo una afirmación, un gran sí a todo lo que Dios ha creado comenzando por las personas y sus anhelos. Así se une la verdad del amor cristiano y el camino de la esperanza, desde la raiz o el fundamento fuerte y luminoso de la fe. Lo señalaba en su primera encíclica:

      “La fe nos muestra a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad que Dios es amor. De este modo transforma nuestra impaciencia y nuestras dudas en la esperanza segura de que el mundo está en manos de Dios... El amor es una luz —en el fondo la única— que ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar”.

      Sin duda son los jóvenes –de todas las edades– los que tienen más capacidad para captar y realizar ese proyecto, que comienza por el “sí” de Dios al hombre, y que ha querido necesitar de nuestro “sí”.

* * *


      Es lo que han vivido los santos. No sólo los que se fueron al cielo de jóvenes –o de niños–, sino todos los que supieron seguir siendo jóvenes en la madurez y en la ancianidad, con la juventud de Cristo: tanto los mártires desde los primeros cristianos como los Padres de la Iglesia, los místicos y los fundadores, los educadores, pastores y evangelizadores, y otros muchísimos que vivieron una vida ordinaria en su familia y en su trabajo, y que siguen, “ocultos” en el cielo, intercediendo por nosotros.

      Entre todos ellos, y por citar sólo los santos canonizados representativos del último siglo, cabe recordar en Alemania, a Arnoldo Janssen y Sor Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein); en Austria, Úrsula Ledóchowska; en Chile, Alberto Hurtado Cruchaga y Teresa de los Andes; en Ecuador, Miguel Febres Cordero; en España, Sor Ángela de la Cruz, Rafael Arnáiz Barón, Josemaría Escrivá de Balaguer, Josep Manyanet y Vives, Ezequiel Moreno Díaz, Jose María Rubio Peralta, Genoveva Torres Morales, Pedro Poveda Castroverde y otros Mártires de la Guerra Civil; en Francia, Joseph-Marie Cassant; en Italia, Gianna Beretta Molla, Maria Bertila Boscardin, Calixto Caravario, Annibale María di Francia, María Goretti, Jose Freinademetz, Ricardo Pampuri, Pío de Pietrelcina, Felipe Smaldone y Luis Versiglia; en Malta, Jorge Preca; en México, Rafael Guizar y Valencia, Jose María de Yermo y Parres y los Mártires de la Guerra Cristera; en Polonia, Alberto Chmielowski, María Faustina Kowalska y Maximiliano Kolbe; y en Sudán, Josefina Bakhita.

       Desde aquí queremos también honrar a estos santos y a los que, antes que ellos, dijeron “sí” a Jesucristo, siguiendo el “sí” que Él dio con toda su vida. Los que vengan detrás, serán también siempre jóvenes. 




Una primera versión de este texto fue publicada
como presentación del libro
"Al hilo de un pontificado: el gran sí de Dios"
ed. Eunsa, Pamplona 2010.

Edición portuguesa:
Caminhar à luz de um pontificado O grande “sim” de Deus,
ed. Apostolado da Oraçao, Braga 2011,
trad. Manuel Pereira Gomes.








domingo, 15 de mayo de 2011

Realismo a contracorriente

M.B.  Predergast, El gran canal de Venecia (1898-1899)


La vida cristiana no tiene nada de triste o aburrido, anodino o conformista, nada de ideológico ni utópico. En su visita a Aquileya y a Venecia, Benedicto XVI ha explicado el compromiso de la vida cristiana como un horizonte realista y generoso, una aventura fascinante e intensa, a contracorriente de las propuestas egoístas o, al menos, poco comprometidas, que ponen el triunfo en el poder, en el éxito, en el placer.

      Tampoco sirve una propuesta de santidad entendida como algo “heroico” que se espera sólo en circunstancias extraordinarias; ni una religión que encerrara a las personas en su interior, sin abrirlas a Dios, y por tanto, a los demás; pues, como ya decía Juan Pablo II, una oración o un culto indiferente a la justicia serían una oración o un culto no auténticos.

      De esta manera, en el contexto de lo que todos los cristianos deben hacer, el Papa viene subrayando la vocación y misión propia de los fieles laicos, cada vez con renovada profundidad, de modo más concreto y armónico. En este viaje, su enseñanza puede sintetizarse así: santidad, Eucaristía y compromiso social.


Santidad en las calles de nuestro mundo


      En primer lugar, la santidad. Para promover la paz en el mundo y hacer de la ciudad terrena una ciudad “serenísima” (alusión al título que tenía Venecia), los cristianos contamos con el Evangelio. “El Evangelio –subraya el Papa– es la fuerza más grande de transformación del mundo, pero no es una utopía ni una ideología” (Encuentro con el mundo de la cultura, del arte y de la economía, Venecia, 8-V-2011). Exige la caridad y la cruz, no sólo en circunstancias heroicas sino en la vida ordinaria; también en medio de una “cultura líquida” como parece la actual –por sus características de volubilidad, inconsistencia y relatividad–, en terminología del filósofo polaco contemporáneo Zygmunt Bauman.


      Como predicó Benedicto XVI en la multitudinaria Misa de Mestre, el Evangelio implica “una existencia vivida intensamente en las calles de nuestro mundo” que manifieste “la esperanza cristiana al hombre moderno, agobiado por grandes e inquietantes problemáticas que ponen en crisis los cimientos mismos de su ser y actuar” (8-V-2011).

      También el mismo día, en la Basílica de San Marcos (Venecia) afirmaba como un eco del Concilio Vaticano II: “La ‘santidad’ no quiere decir hacer cosas extraordinarias, sino seguir todos los días la voluntad de Dios, vivir verdaderamente bien la propia vocación, con la ayuda de la oración, de la Palabra de Dios, de los Sacramentos y con el compromiso cotidiano de la coherencia. Sí, son necesarios fieles laicos fascinados con el ideal de ‘santidad’, para construir una sociedad digna del hombre, una civilización de amor”.

      Esto mismo lo recogía en un mensaje a la Acción Católica, firmado el 6 de mayo: “Es necesario hacer del término ‘santidad’ un palabra común, no excepcional, que no designe sólo a estados heroicos de vida cristiana, sino que indique en la realidad de todos los días, una respuesta decidida y una disponibilidad a la acción del Espíritu Santo”.



Hacer de la vida un don a Dios y los demás


      Segundo punto. La santidad pide poner la presencia del Señor en la Eucaristía como centro del vivir cristiano. “La suya es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para asimilarnos a Él. Cristo nos atrae a sí, nos hace salir de nosotros mismos para hacer de nosotros una sola cosa con Él. De este modo, Él nos introduce en la comunidad de los hermanos: la comunión con el Señor es siempre la comunión con los demás. Por este motivo, nuestra vida espiritual depende esencialmente de la Eucaristía. Sin ella, la fe y la esperanza se apagan, la caridad se enfría” (Discurso en la Basílica de San Marcos, Venecia, 8-V-2011).


      Por tanto, la coherencia de los cristianos pide “vivir nuestra existencia en la lógica eucarística, como don a Dios y a los demás” (Homilía en la Misa de Mestre, 8-V-2011); es decir, una vida de adoración y culto a Dios que sea al mismo tiempo de caridad con todos; una auténtica oración que se traduzca en el compromiso social, especialmente con los pobres y necesitados:

      “La misión prioritaria que el Señor os confía hoy, renovados por el encuentro personal con Él, es la de dar testimonio del amor de Dios por el hombre. Sois llamados a hacerlo ante todo con las obras de amor y con las decisiones de vida a favor de las personas concretas, a partir de las más débiles, frágiles, indefensas, que no se valen por sí mismas, como los pobres, los ancianos, los enfermos, los discapacitados, aquellos a quien san Pablo llama las partes más débiles del cuerpo eclesial (cfr 1 Co 12,15-27)” (Discurso en la Basílica de Aquileya, 7-V-2011).


Colaborar amablemente en la transformación de la sociedad


      Tercer punto: la vida cristiana pide un compromiso social, como consecuencia del encuentro con Cristo. Es actualmente una vida “contracorriente”, contra la corriente del hedonismo y el materialismo consumista: “No tengáis miedo de ir contracorriente para encontraros con Jesús, de mirar hacia lo alto para encontrar su mirada” (Discurso en la Basílica de San Marcos, Venecia, 8-V-2011). No se trata, pues, de una actitud negativa, huidiza o pesimista; al contrario, vivir bajo la mirada de Cristo ­–en unión con Él por la oración y los sacramentos– lleva a respetar, purificar y enriquecer todo lo verdaderamente humano, como hicieron y vivieron los primeros cristianos:


      “Estais llamados a vivir con esa actitud llena de fe que se describe en la Carta a Diogneto: no reneguéis nada del Evangelio en el que creéis, sino estad en medio de los demás hombres con simpatía, comunicando en vuestro propio estilo de vida ese humanismo que hunde sus raíces en el cristianismo, dirigidos a construir junto a todos los hombres de buena voluntad una ‘ciudad’ más humana, más justa y solidaria” (Basílica de Aquileia, 7-V-2011). 





"¿Quién detendrá la lluvia en mí?..."
(Maná)

      Por eso los cristianos tienen el “compromiso de suscitar una nueva generación de hombres y mujeres capaces de asumir responsabilidades directas en los diversos ámbitos de la sociedad, de modo particular en el político. Éste tiene necesidad más que nunca de ver personas, sobre todo jóvenes, capaces de edificar una ‘vida buena’ a favor y al servicio de todos. De este compromiso, de hecho, no pueden sustraerse los cristianos, que son ciertamente peregrinos hacia el Cielo, pero que viven ya aquí un anticipo de eternidad”.

      En conclusión, la santidad, centrada en la Eucaristía; la Eucaristía prolongada en medio del mundo, en los trabajos, en las familias y en las calles, en el servicio al bien común. ¿No es éste un programa exigente, pero factible y fascinante?


(Publicado en www.cope.es, 12-V-2011)


lunes, 18 de abril de 2011

Santidad en lo cotidiano

Campesino del Calendario de San Isidoro (León)

La santidad, a través del cristianismo, es la vocación de todas las personas, como declaró solemnemente el Concilio Vaticano II (cf. Lumen gentium, n. 11). La santidad es para todos los cristianos, nadie está excluido. No hay santidad “de primera” o “de segunda”, como las divisiones en el fútbol o las clases en los billetes de trenes o de aviones, porque no hay “clases” dentro de la santidad. No hay unos que deban ser santos en sentido propio y otros que hayan de conformarse con “ir tirando”, para aspirar, casi por casualidad, a colarse un día en el Cielo por la puerta de atrás. La santidad no es para unos pocos elegidos, porque ser cristiano es ya ser elegido siempre por Dios, como parte del designio divino cuyo centro es Cristo (cf. Ef 1, 4).

      ¿Pero cómo se compagina esto con la impresión que puede tener mucha gente, de que los santos eran gentes especiales, extraordinarias, que casi no pisaban el suelo, que no estaban hechas de carne y hueso?

      Lo ha dicho Benedicto XVI al concluir dos años de catequesis sobre los santos (13-IV-2011): “La santidad, la plenitud de la vida cristiana, no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos”. La santidad –ha explicado– no es otra cosa que el seguimiento y la unión con Cristo, dejar que Cristo tome plenamente la vida humana, hasta poder decir con San Pablo: “no vivo yo, es Cisto quien vive en mí” (Ga 2, 20), o con San Agustín: “Viva será mi vida llena de ti” (Confesiones, 10,28).

      ¿Podré hacerlo con mis fuerzas?, cabría preguntarse. La respuesta es clara, según el Papa: “Una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo (cf. Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma”.

      En realidad no se trata tanto de “hacer” sino de dejarse hacer por Dios, que nos santifica ya en el Bautismo (cf. Lumen gentium, 40). Somos transformados, observa Benedicto XVI, de tal manera que San Pablo acuña una nueva terminología, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo. Esto quiere decir que nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo: morimos al pecado para resucitar con Él a una vida nueva (cf. Rm 6,4). “Pero –advierte el Papa– Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comporta, pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios”.

      En último término, “la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida”, es decir, el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. ¿Y cómo hacer para que la caridad, como una buena semilla, crezca en el alma y fructifique?, ¿qué es lo más esencial?, se pregunta el Papa. Y contesta: “Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las ‘señales del camino’ que Dios nos ha comunicado (los Mandamientos), que son sólo formas de la caridad”.

      De ahí por qué la caridad es el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. Porque la caridad “es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos”. Lo confirma con las palabras sorprendentes de San Agustín: “Ama y haz lo que quieras”. Y explica el santo de Hipona: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amor, que esté en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien” (Comentario a la Primera Carta de San Juan, cap. IV, 7,8: PL 35). Y el Papa sintetiza: “Quien se deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente, es Dios quien lo guía, porque Dios es amor”.

      Es esta una enseñanza clave para los cristianos. Y sin embargo, todavía nos preguntamos si seremos capaces de llegar tan alto. Pues bien, “la Iglesia, durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una serie de santos que han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana”. Esto ha sucedido en todas las épocas y lugares, y los santos son muy distintos entre sí, pertenecen a todas las edades y estados de vida. Todos ellos son “señales en el camino”. No sólo los “grandes santos”, los más conocidos. “También –dice Benedicto XVI– los santos sencillos, es decir, las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por decirlo así, sin un heroísmo visible, pero que en su bondad de todos los días veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia, es para mi la apología más segura del cristianismo y la señal que indica dónde esta la verdad”.

      He aquí la grandeza, la belleza, y también la santidad de la vocación cristiana, que consiste en responder cada uno a los dones y gracias recibidos, también en la vida ordinaria.

      “No tengamos miedo –concluye el Papa– de mirar hacia lo alto, hacia las alturas de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino dejémonos guiar por su Palabra en todas las acciones cotidianas, aunque nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: Él será quien nos transforme según su amor”.

      Al final y también cada día, el amor es lo único importante. Y esto, en el lenguaje cristiano, significa: la Misa del domingo, la oración de cada día, cumplir los mandamientos. La santidad es una vocación alta, pero asequible para todos. ¡Qué necesario es proclamar esto a los cuatro vientos con el pobre esfuerzo personal por intentarlo! Y qué espléndida síntesis para dos años de catequesis bajo la mirada y el ejemplo de los santos. 

(publicado en www.religionconfidencial.com, 18-IV-2011) 

*     *    *

domingo, 10 de abril de 2011

Animar a la política




¿Qué idea tienen los ciudadanos, especialmente los jóvenes, de la política? La impresión de que la política es un dominio de la corrupción ¿no ha provocado en ellos un desinterés casi generalizado? ¿No se ve la política como una tarea que oscila entre la mera búsqueda del poder, de los “votos”, y la navegación en el mar de las tensiones y los particularismos, y que termina por agotar las energías de cualquiera?

      Y sin embargo no cabe, especialmente para los cristianos, desentenderse de la política. Lo subrayaba una vez más Benedicto XVI pronto hará un año (el 21 de mayo de 2010), ante el Pontificio Consejo para los Laicos.

      Los fieles laicos son Iglesia en el mundo, haciendo el mundo. Contribuyen al progreso y al desarrollo cultural y social de los pueblos con su competencia profesional, su vida familiar, sus relaciones de amistad y de cultura, etc. Su vida misma se convierte en expresión de fe, en ofrenda agradable a Dios y en servicio a todas las personas.

      Esto es posible porque los fieles laicos, como todos los cristianos desde el bautismo, participan del sacerdocio de Cristo bajo la modalidad del “sacerdocio común”. Todos los cristianos –en palabras de Benedicto XVI– están llamados a “ser testigos de Cristo en su vida diaria, en todas sus actividades y ambientes”.

      A los laicos –añadía– les corresponde “mostrar concretamente en la vida personal y familiar, en la vida social, cultural y política, que la fe permite leer de una forma nueva y profunda la realidad y transformarla; que la esperanza cristiana ensancha el horizonte limitado del hombre y lo proyecta hacia la verdadera altura de su ser, hacia Dios; que la caridad en la verdad es la fuerza más eficaz capaz de cambiar el mundo”. Esto es, han de mostrar cómo las virtudes teologales pueden transformar la vida personal y la vida del mundo.

      De este modo testimoniarán “garantía de libertad y mensaje de liberación; que los principios fundamentales de la doctrina social de la Iglesia, como la dignidad de la persona humana, la subsidiariedad y la solidaridad, son de gran actualidad y valor para la promoción de nuevas vías de desarrollo al servicio de todo el hombre y de todos los hombres”.

      Todo un programa para la misión de los laicos. En concreto lo realizan al “participar activamente en la vida política de modo siempre coherente con las enseñanzas de la Iglesia” y con un ideal de servicio al bien común: “compartiendo razones bien fundadas y grandes ideales en la dialéctica democrática y en la búsqueda de un amplio consenso con todos aquellos a quienes importa la defensa de la vida y de la libertad, la custodia de la verdad y del bien de la familia, la solidaridad con los necesitados y la búsqueda necesaria del bien común”.

      Pero no lo lograrán sin seguir de cerca la clara orientación de Benedicto XVI: “Los cristianos no buscan la hegemonía política o cultural”. Para el cristiano la política es un servicio, un ejercicio de caridad o de amor. Para hacer posible que los cristianos –hombres y mujeres– de hoy y de mañana se comprometan con esta tarea, se requiere que las comunidades cristianas sean ante todo escuelas de identidad cristiana, de testimonio y de servicio al bien común (¿lo son, comenzando por las familias?). Esto hará que “la inteligencia de la fe” se convierta en “inteligencia de la realidad, clave de juicio y de transformación”.

      Sólo así habrá cristianos con una “auténtica sabiduría política”, necesaria para afrontar el ambiente actual, que Benedicto XVI caracteriza como impregnado por el relativismo cultural y el individualismo utilitarista y hedonista.

      Esa sabiduría política se distingue por la competencia profesional y la apertura a la verdad y al diálogo: “ser exigentes en lo que se refiere a la propia competencia; servirse críticamente de las investigaciones de las ciencias humanas; afrontar la realidad en todos sus aspectos, yendo más allá de cualquier reduccionismo ideológico o pretensión utópica; mostrarse abiertos a todo verdadero diálogo y colaboración, teniendo presente que la política es también un complejo arte de equilibrio entre ideales e intereses”. En línea con su primera encíclica –de la que todo esto es un desarrollo–, el Papa convoca, también desde la política, a una verdadera “revolución del amor”.

      Es la hora de trabajar por esta revolución. La Iglesia no está para servirse a sí misma sino al mundo. Los sacerdotes están para servir a los fieles y éstos a todas las personas. No se trata –acabamos de leer– de buscar un triunfo político o cultural por sí mismo, el triunfo de los cristianos frente al resto. Se trata de coherencia.

      Por tanto, cabe preguntarse: la formación que se imparte en las comunidades cristianas ¿está de acuerdo, efectivamente, con la enseñanza de la Iglesia, tanto en los aspectos de la fe como en la moral? ¿Se enseña a los fieles que la fe incide en el contexto social y lleva a la preocupación por los más débiles? ¿Está la Doctrina social de la Iglesia en la primera línea, como consecuencia de la oración y de la participación en los sacramentos? ¿Se presentan, sobre todo a los jóvenes, ideales altos de santidad y apostolado, y al mismo tiempo se cultiva en ellos la sensibilidad por las tareas sociales, culturales y políticas, que son oportunidades para servir?





(Una primera versión de este texto se publicó en www.cope.es, 27-V-2010)


* * *


En 1970 Bob Dylan compuso varias canciones del género “Gospel”, entre otras Gotta Serve Somebody. Aunque puede considerarse un tanto radical, en cierto sentido tiene razón. “Dos amores hicieron dos ciudades”, decía San Agustín: el amor a Dios (que desemboca en la preocupación por los demás) y el amor a uno mismo (que lleva al odio, a la destrucción y a ponerse al servicio del “padre de las mentiras”). Y todos, incluidos los que se dedican a la vida pública y política, nos situamos en uno u otro bando… De manera que se nos puede preguntar: tú, ¿a quien sirves?


* * * 


Bob Dylan, Gotta Serve Somebody

(Tendrás que servir a alguien)



Quizás seas un embajador en Inglaterra o Francia,
puede que te guste jugar, o quizá bailar
tal vez seas el campeón de peso pesado del mundo
o alguien socialmente importante, con un largo colgante de perlas.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí
vas a tener que servir a alguien,
puede ser el diablo o puede ser el Señor,
pero vas a tener que servir a alguien. 

Quizá seas un adicto al rock 'n' roll que hace cabriolas en el escenario,
tal vez tengas dinero y drogas a tu disposición, mujeres encerradas,
tal vez seas un hombre de negocios o un ladrón de alto nivel,
quizá te llamen “doctor” o quizá “jefe”.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí...

Es posible que seas un policía estatal, o un joven turco,
  o quizá presidas algún gran canal de televisión,
tal vez seas rico o pobre, ciego o cojo,
  o estés viviendo en otro país con otro nombre.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí…

Quizá seas un trabajador de la construcción que trabaja en una casa,
o quizá estés viviendo en una mansión, o tal vez en una cúpula,
tal vez poseas puede armas de fuego o incluso propios tanques,
puede que alquiles casas o tengas bancos propios.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí…

Puede que seas un predicador con tu orgullo espiritual,
  oquizá un concejal de la ciudad que acepta sobornos,
tal vez estés trabajando en una peluquería, y sepas cómo cortar el cabello,
  o seas amante de alguien, o heredero de alguien.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí…

Quizá te guste usar algodón, o más bien seda,
puede que te guste beber whisky, o tomar leche,
es posible que te guste el caviar, o comer pan,
tal vez estés durmiendo en el suelo, o en una enorme cama.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí…

Quizá me llames Terry, o Jimmy,
puede que me llames Bobby, o Zimmy,
tal vez me llames RJ, o Ray,
puedes llamarme de otro modo, no importa lo que digas.

Pero vas a tener que servir a alguien, sí…  

domingo, 27 de marzo de 2011

Abolir esclavitudes



Su fe cristiana llevó a William Wilberforce hasta conseguir en 1807 la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico, como se relata en la película Amazing Grace (Michael Apted, 2006). El título se refiere a la popular canción cuya versión inicial compuso John Newton, clérigo y poeta inglés que en su juventud había sido tratante de esclavos. Según la película, cuando era anciano y casi ciego, Newton seguía recitando el final de su canción: “Estaba ciego, pero ahora veo”.


Todo pecado es personal y tiene consecuencias sociales


      Hace algún tiempo se difundió la noticia de que la Iglesia había cambiado los pecados “tradicionales” (los denominados “capitales” porque están en la cabeza de los demás pecados: la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) por unos nuevos pecados, que serían los verdaderos pecados: los “pecados sociales”. Es decir, los que van contra la justicia social y el cuidado de la tierra. Era un malentendido, porque, para empezar, todo pecado tiene una raíz personal. Y, a la vez, todo pecado posee implicaciones para los demás y el mundo. Estas implicaciones –daños reales a los que nos rodean y a la tierra en que vivimos– no se tienen en cuenta o no se perciben como consecuencias de pecados personales.


     La difusión de este tipo de noticias puede deberse a cierta reacción contra una perspectiva individualista del pecado. En efecto, si se piensa que el pecado sólo me afecta a mí y a mis relaciones con Dios, y a nadie más le importa, puede ser difícil reconocer su relación con la justicia. El siglo pasado –como señalaba Benedicto XVI en un encuentro con el clero de Roma (7-II-2008)– se extendió hasta cierto punto una interpretación individualista del Evangelio, donde lo importante era la salvación de la propia alma, y esto –aún siendo fundamental– no podía ser plenamente cristiano; porque alguien se salva en la medida en que se entrega a los otros, para que ellos también puedan salvarse de sus límites, de sus dificultades, y, en último término, de una vida sin sentido. Por eso el pecado nunca afecta sólo al que lo comete, aunque se trate de un oculto pensamiento. En la perspectiva bíblica y cristiana, el pecado es una injusticia a la realidad de las cosas, y, como tal, no queda en la esfera privada o individual, sino que de alguna manera afecta al mundo entero.

     Actualmente quizá estemos –entre otras cosas por la ley del péndulo, que provoca una reacción contraria cuando algo es exagerado– en el otro extremo: Juan Pablo II habló de una “pérdida del sentido del pecado”; sobre todo, de su raíz personal. Y es por aquí por donde ahora parece venir el no reconocer la relación de la injusticia con el pecado. No sólo porque no se vea que todo pecado es una injusticia, sino porque se tiende a reducir el pecado a la injusticia social. 


La raíz de todas las injusticias

     Con esto el problema es que no se descubre la injusticia más “radical”: aquella que priva a cada uno de lo suyo, en aquello que más necesita y en el orden que lo necesita. Y como las personas necesitamos el amor, cuando no se nos da –o no lo damos a Dios y a los demás– cometemos una injusticia. No una injusticia cualquiera, sino la peor de todas las injusticias, la raíz de todas las injusticias que consiste en encerrarse en uno mismo, dando la espalda a la verdad más profunda de las personas y de las cosas; hasta llegar a convertirse cada cual en dios de sí mismo.

     Tal venía a ser la argumentación del Papa en su mensaje para la Cuaresma de 2010. La justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”; porque la persona, “para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle”. Ciertamente, necesita de los bienes materiales (los alimentos, el agua, las medicinas). Pero “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”. Y a este propósito Benedicto XVI recogía una observación de San Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios".

     En cambio, según la Biblia –continuaba el Papa– la justicia se aprende de Dios. Dios se apiada del pobre y del forastero, de la viuda y del huérfano. Y, como consecuencia, dicta los Diez Mandamientos, que no son sino una expresión de la justicia, con Dios y con los demás. Por tanto, para entrar en la justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. Y para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Claro que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere “humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.


La justicia más grande vive por el amor

     Por la obra de Cristo –concluía Benedicto XVI– “podemos entrar en la justicia ‘más grande’, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar”. Al mismo tiempo, con esta experiencia “el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor”. Este es –cabe recordar– el modelo que seguían ya los primeros cristianos en su vida ordinaria, a través de su trabajo, sus relaciones familiares y sociales: una justicia enraizada, presidida, enmarcada, perfeccionada y vivificada por el amor.

     Amazing Grace. Hoy también se necesita abolir otras esclavitudes. En primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la autosuficiencia, la codicia, la posesión o el poder injustos); también las esclavitudes de aquellos que en el seno materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida antes de ver la luz; las de tantos millones de esclavos del hambre, la explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos desamparados. Ojalá que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa maravillosa o “asombrosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora veo”. 



Una primera versión de este texto se publicó,
bajo el título “La justicia vive por el amor”,
en el “Houston Catholic Worker”,
EE.UU, vol.XXX, n. 2 (marzo-abril 2010)

*     *     *

Amazing Grace

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.

(…)

He superado ya muchos peligros,
esfuerzos y enredos;
esta gracia me ha mantenido a salvo hasta ahora,
y la gracia me llevará a casa.

(…)

Cuando hayamos estado ahí durante diez mil años,
resplandecientes como el sol,
no nos quedarán menos días para cantar las alabanzas de Dios
que cuando lo hicimos por vez primera.

Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.


viernes, 18 de marzo de 2011

Volver al padre



Se dice que la modernidad tomó en serio el mito del hijo (Perseo) que, por la fuerza del destino, ha de matar al padre (Acrisio). Dejando ahora aparte sus innegables conquistas al servicio del hombre, la modernidad ha perdido su memoria y la conexión con sus raíces. Ha identificado al padre con la autoridad y a ésta con el poder del que quería librarse. Al mismo tiempo ha quebrado la piedad (parte de la virtud de la religión) y las manifestaciones de respeto y cariño hacia los progenitores. Y ha terminado oponiéndose a la vida: no sólo dudando si vale la pena, sino incluso arrogándose el poder de suprimirla recién concebida o en cualquier otro momento si estorba, sobre todo la vida débil, disminuida o enferma, de modo particular en su etapa final.

 
Necesidad del padre

      Pero los hijos necesitan valorar y querer a su padre, y que él los valore y los quiera; y cuando esto no se produce, surgen problemas afectivos. También el padre necesita comprenderse y mostrarse a sí mismo como padre. Y todo ello comienza para él, a su vez, cuando es niño –hijo– y va configurando su imagen de lo que es un padre.


      El cine abunda, como tema principal o tema importante, en este recuperar la imagen o la figura del padre, en esta nostalgia del padre. Y esto en formas muy distintas. Los replicantes de “Blade Runner” (R. Scott, 1982) buscan desesperadamente a su creador; como sugerente metáfora de su semejanza con los hombres, buscan a un “padre”, para reclamarle nada menos que la inmortalidad. En “Paris, Texas” (W. Wenders, 1984) es el padre mismo quien intenta recuperar su identidad reconociendo a su hijo y devolviéndolo a la madre. La trilogía de Kieslowski (“Tres colores”: “Azul”, “Blanco” y “Rojo”, 1993 y 1994), refleja una idea de Dios más cercana al Juez del Antiguo Testamento que al Padre misericordioso del Evangelio, pero siempre desde la búsqueda espiritual. A. Holland le hace decir a su Beethoven (“Copying Beethoven”, 2006): “Mi padre era un animal y un borracho. Si Dios es mi padre, reniego de él”; pero luego, en la novena sinfonía el coro cantará: "Hermanos, sobre la bóveda estrellada debe habitar un Padre amoroso". En “El niño con el pijama a rayas” (M. Herman, 2008), Bruno se introduce en el mundo de su amigo Schmuel para ayudarle a encontrar a su padre y comparte su destino. Y así podríamos seguir.


   La perspectiva cristiana ilumina poderosamente la realidad de la paternidad junto con la maternidad. El cristianismo es también una “patro-logía”: una teología del padre –que tiene entrañas de madre– y más aún, una profunda y plena vivencia de las relaciones paterno-filiales. 


Para ser buen padre, hay que ser buen hijo

     En su encíclica Dives in misericordia (1980), Juan Pablo II señalaba que es difícil comprender y vivir lo que es ser padre si uno no se esfuerza en ser buen hijo. Ya en 1964 compuso un poema sobre la paternidad, donde pone en boca de Adán sus reflexiones: “Siendo padre de tantos, tantos hombres, debo ser niño: cuanto más padre, más niño”. Adán descubre la necesidad de mirar a Cristo, porque en Él se revela el amor del Padre. Y ese amor se transforma, en Cristo, en el amor del esposo, que se entrega por la humanidad y cada persona, “como amante por su amada”. Así en Cristo se manifiesta esa gran trilogía que ilumina toda paternidad humana (física o espiritual) y la eleva al nivel divino: padre, niño, amor.


    Con otras palabras, para todo padre, lo prioritario es ser buen hijo de Dios. Y, desde ahí, lo siguiente es el amor a la esposa, renovado y demostrado cada día en lo grande y en lo pequeño. Los hijos son primero de Dios y en segundo lugar, y continuamente, fruto del amor de los esposos. Y todo esto tiene también su reflejo paralelo en el ámbito de la paternidad espiritual. José de Nazaret hizo las veces de padre de Jesús, y mostró de manera eminente cómo debe ser un padre. 


El Greco, San José con el Niño (h. 1597-1599)

      Explicando el Padrenuestro, dirá Joseph Ratzinger en su libro “Jesús de Nazaret” (primera parte) que “ser hijo no significa dependencia, sino permanecer en esa relación de amor que sustenta la existencia humana y le da sentido y grandeza”. Más adelante en la misma obra, a propósito de la parábola del hijo pródigo, retoma lo que significa volver al Padre y acoger su abrazo: “El ‘yugo’ de este brazo no es un peso que debamos soportar, sino el regalo del amor que nos sostiene y nos convierte en hijos”. Por otra parte –afirma en diversos lugares– sólo volviendo a Dios, nuestro Padre común, nos podemos volver a encontrar con nuestros hermanos. Volver al Padre es para los cristianos experimentar la alegría de la confesión sacramental. Y para todos está abierta su casa, la familia de Dios que es la Iglesia.



*    *    * 


 Montserrat Caballé canta el Padrenuestro
en la Ciudad de las Artes (Valencia),
el 9 de julio de 2006

*     *    *


 
Versión ampliada de un texto que se publicó en www.zenit.org, el 18-III-2009
Fue reproducida en el libro 
"Al hilo de un pontificado: el gran 'sí' de Dios", 
ed. Eunsa, 2010

martes, 15 de marzo de 2011

Ser cristiano: vocación al compromiso

 San Martín y el mendigo, El Greco (h. 1597-1599)


Ser cristiano es una vocación (una llamada) al amor y la verdad. Si toda persona tiene esta llamada, el cristiano debe comprometerse con Dios para servir a las necesidades materiales y espirituales de todas las personas del mundo, comenzando por los que tiene más cercanos (su familia, sus amigos).

     La encíclica Caritas in veritate, donde el término “vocación” (llamada) aparece en 25 ocasiones, afirma:

     “Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano”. Esa vocación universal al amor y a la verdad es manifestada por Jesucristo, que la libera de las limitaciones humanas y la hace plenamente posible.

      En la medida de su respuesta a esa llamada –explica el documento–, “los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad”.

     Puesto que toda llamada espera una respuesta, ¿cuáles serían las condiciones para responder a esta “vocación al desarrollo humano”? La encíclica señala tres condiciones principales: la libertad, la verdad y la caridad.

     a) La libertad va siempre unida a la responsabilidad, palabra que viene de responder. Y deben responder a esa llamada –de Dios, del propio ser humano y de las personas necesitadas– cada cristiano y también las estructuras e instituciones sociales y eclesiales.

     b) Responder al desarrollo humano con la verdad significa “promover a todos los hombres y a todo el hombre”. Con otras palabras: preocuparse por todos, con espíritu de solidaridad y corazón universal, y atender a todas las necesidades reales de los demás, las del cuerpo y las del espíritu. A este propósito el Evangelio es fundamental, porque enseña a conocer y respetar el valor incondicional de la persona humana. Cristo revela el hombre al propio hombre –señala el Concilio Vaticano II– y, así, le muestra que su valor es grande para Dios. Le muestra “el gran sí de Dios” a todos sus anhelos.

     De aquí deduce el Papa que sólo abriéndose a Dios el hombre puede ser feliz y realizarse plenamente: “Precisamente porque Dios pronuncia el ‘sí’ más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación divina para realizar –ante todo– el propio desarrollo” y contribuir al desarrollo de los demás.

     c) Finalmente, “la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad”. Las causas del subdesarrollo –se lee en la encíclica– no son principalmente materiales, sino que radican, primero, “en la voluntad que con frecuencia se desentiende de los deberes de la solidaridad”. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar adecuadamente a la voluntad (por eso se requiere configurar un “humanismo nuevo”). Y, sobre todo, la causa está en “la falta de fraternidad entre los hombres y entre los pueblos”.

     Ahora bien –se pregunta Benedicto XVI–, ¿podrán los hombres lograr esta fraternidad por sí mismos, especialmente en nuestra era de la globalización? Y responde que no, porque la fraternidad nace de Dios Padre, que nos amó primero y nos enseñó mediante su Hijo lo que es la caridad fraterna. De ahí también –añade– que la vocación para el desarrollo requiere hoy la urgencia de la caridad de Cristo.

     Sólo esa urgencia de la caridad permite responder a los aspectos concretos y costosos de esa llamada. Así es la intervención en la vida pública, cultural y política, cada cual según su condición. “Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis”. Otro aspecto es el cuidado y la responsabilidad por la naturaleza; y, antes, el cuidado respetuoso de cada persona en la familia, en la empresa, en la universidad, sabiéndose servidores y no dueños de los demás. Responder a esta vocación requiere del trabajo y de la técnica que de él procede. En todo caso, Benedicto XVI proclama la necesidad de formar “hombres rectos… que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.

     Finalmente, conviene subrayar que esta vocación no nos la hemos dado a nosotros mismos, sino que viene de Dios. Por eso, antes que nada, y continuamente, es preciso acoger a Dios en nuestra vida, dejarle entrar libremente y seguirle con toda fidelidad y entusiasmo. Ha llegado la hora –especialmente para los jóvenes y más aún para los universitarios– del compromiso con Dios y los demás. Pues “sólo si pensamos que se nos ha llamado individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero”.

(La primera versión se publicó en www.cope.es, el 26-VII-2010)

*     *     *



Ralph McTell, Streets of London

(traducción)

¿Te has fijado en aquel viejo,
en el mercado cerrado,
pateando papeles
con sus gastados zapatos?
En sus ojos no hay ningún orgullo
y sujeta suavemente en su costado
el periódico de ayer con las noticias de ayer

Entonces, ¿cómo puedes decirme tú que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión


¿Te has fijado en aquella chica
que camina por las calles de Londres,
con su cabello polvoriento y sus ropas andrajosas?
No tiene tiempo para hablar,
simplemente sigue caminando
llevando su casa en un par de bolsas de plástico.

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión


En el viejo café que está toda la noche abierto
a las once y cuarto
el mismo viejo de siempre se sienta solo,
contemplando al mundo
desde el borde de su taza de té…
cada té le dura una hora
y luego se va deambulando solo a casa.

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?.

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión

¿Te has fijado en aquel viejo
afuera de la casa de los marinos,
cuya memoria se marchita junto
con las cintas de la  medalla que lleva?
En nuestra ciudad invernal
la lluvia llora con un poco de pena
por un héroe más entre los olvidados
y un mundo que no le importa

Entonces, ¿cómo puedes decirme que te sientes solo,
y que el sol no brilla para ti?.

Déjame que te tome de la mano y te lleve por las calles de Londres,

te mostraré algo que te va a hacer cambiar de opinión




viernes, 11 de marzo de 2011

Mensajes vivos

 
Rembrandt, El retorno del hijo pródigo (h. 1662)
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El cuadro de Rembrandt representa la parábola que cuenta Jesús en el Evangelio de San Lucas (15, 11-32). El padre misericordioso recibe y perdona al hijo lleno de harapos que vuelve a él, después de haber dilapidado la herencia. A la derecha se ve un personaje que podría ser el hijo mayor. Otras figuras no identificadas quedan en la sombra.
      La luz cae sobre la escena principal. Del padre llaman la atención dos cosas: sus manos diferentes, una masculina y otra femenina, como si el pintor quisiera sugerir que Dios es Padre y también tiene sentimientos de madre; y sus ojos, cegados de tanto mirar al horizonte del camino esperando el regreso de su hijo.
      Esta actitud amorosa contrasta con la del hijo mayor, incapaz de reconocer al otro como su hermano, y de esta manera se incapacita a sí mismo para reconocer la importancia de la conversión y del perdón, de la alegría y de la fiesta del retorno. (Ver la interpretación de Marc Chagall)

*     *    *

Ante el sufrimiento y las necesidades que vemos en el mundo, hay que movilizarse, pero no basta. Es necesario dejar el hombre viejo (cf. Col. 3, 9), inclinado a separarse de Dios y despreocuparse del prójimo. En cambio, quien vive junto a Cristo aprende a ver las cosas desde Su perspectiva de Hijo de Dios, experimenta Sus sentimientos y en todo lo que hace busca el bien auténtico de quienes le rodean de una manera más completa, eficaz y constante.

      En sus mensajes para la Cuaresma, Benedicto XVI ha venido subrayando aspectos centrales del encuentro con Cristo y de la vida en Él, que siempre se traduce en la caridad: la “salvación integral” del hombre (2006) –que luego desarrollaría en su encíclica “Caritas in veritate”–; la cruz como revelación del amor de Dios en Cristo (2007); el sentido de la limosna (2008); el valor y la razón del ayuno (2009); la promoción de la justicia vivificada por el amor (2010); y, finalmente, este año, el redescubrimiento del Bautismo.

      “El Bautismo no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo”.

      Las cinco semanas que constituyen la Cuaresma señalan –con el Evangelio del domingo correspondiente– jalones de un camino: la lucha contra las tentaciones, la oración desde la contemplación de la gloria de Cristo en su transfiguración, la apertura al don del Espíritu Santo con su gracia (agua viva para la sed de Dios), la luz de Cristo que nos lleva a vivir de fe, y el horizonte de la vida plena (vida eterna incoada ya en la tierra) como meta del cristiano.

     Para facilitar esta conversión, la Cuaresma vuelve a proponer tres prácticas cristianas tradicionales: el ayuno, la limosna y la oración. El Papa dice que para el cristiano el ayuno “no tiene nada de intimista”. Y así es, porque tanto el ayuno como la limosna y la oración, no buscan que alguien se quede ensimismado en la propia interioridad, buscando simplemente “sentirse bien”, al margen de los problemas del mundo. Al contrario, el ayuno, la limosna y la oración son como tres puertas que nos abren a Dios y a las necesidades de los demás. El cristiano no es alguien que cuando reza o se sacrifica por otros busca sentirse bien, sino unirse al Bien que es Dios y, en consecuencia, hacer el bien a todos.

     “La idolatría de los bienes (materiales), en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro?”

      En cuanto a la oración, es la raíz de todo este camino, pues nos permite situarnos en la perspectiva que da sentido y horizonte a nuestro tiempo. “En la oración encontramos tiempo para Dios, para conocer que ‘sus palabras no pasarán’ (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que ‘nadie podrá quitarnos’ (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna”.

      Por tanto “el periodo Cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad; acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo”.

      Cada Cuaresma es una invitación a tomar conciencia de que sin Dios la existencia humana carece de sentido pleno. Para los que ya siguen a Cristo, una oportunidad de purificar la vida y las intenciones, de alargar la mirada, de renovar las fuerzas para seguirle más de cerca, y, como consecuencia, abrirse más a las necesidades materiales y espirituales de los otros. 
 
     En la cultura de la comunicación, los cristianos quedamos emplazados ante la responsabilidad de convertir nuestra propia vida en “buena noticia” (Evangelio): en un mensaje salvador que otros pueden percibir y aceptar porque está avalado por la conducta, el testimonio y los argumentos de quienes comparten con ellos sus trabajos, sus alegrías y sus penas: “Con nuestro testimonio evangélico –ha señalado Benedicto XVI en su homilía del Miércoles de Ceniza–, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchos casos somos el único Evangelio que los hombres de hoy leen aún”. Es éste un motivo más para vivir bien la Cuaresma: “Ofrecer el testimonio de la fe vivida a un mundo en dificultad que necesita volver a Dios, que tiene necesidad de conversión” (9-III-2011). 

     Volver a Dios para morir a uno mismo y resucitar, contribuyendo a dar vida a los demás. Tal es la tarea constante del cristiano. 



Pero a tu lado (Los Secretos)

*     *     *
(Versión ampliada de un texto publicado en www.cope.es, 11-III-2011)