¿Qué puede incitar a que un comerciante de arte, cercano a su retiro y con problemas económicos, consiga un cuadro en una subasta, como “último tesoro”? ¿Qué puede significar que un buen pintor renuncie a firmar su obra? ¿Y cómo se relaciona ese cuadro con la vida del que lo ha comprado, inicialmente con la idea de revenderlo por un precio mucho mayor, puesto que ya sabía que era realmente una obra maestra?
Todo ello se plantea en la película finesa “El artista anónimo” (Klaus Härö, Tuntematum mestari, 2018, primer premio en el festival de Washington D.C., 2019, guión de Anna Heinämaa), estrenada en España en octubre de 2020.
Estamos ante una buena historia con dimensión pedagógica y familiar, a partir del conocimiento del alma humana y la búsqueda de la verdad. También es una parábola para valorar el trabajo bien hecho, y recordar que siempre hay posibilidad de redención: segundas oportunidades. Una película pequeña y no revolucionaria, se ha dicho, pero con un buen saber hacer que la hace sugerente e incluso apasionante. Un destello sobre el sentido de la vida, del arte e incluso del dinero –han señalado otros–, sobre la evolución de nuestra cultura y el diálogo entre las generaciones, que rechaza las fáciles respuestas y subraya la necesidad de contemplación. Y todo ello apoyado en un excelente trabajo de cámara, y en la música de Vivaldi, Mozart, Händel y Rachmaninov.
Pero hay más que puede verse en esta sencilla pero universal historia. Un plus que, posibilitando esas interpretaciones, llama al espectador desde planos más hondos. Una propuesta magistralmente mediada por la trama afectiva, cultural y también religiosa del film. Un plus que tiene que ver con la esperanza, no exento de buen humor.