Su fe cristiana llevó a William Wilberforce hasta conseguir en 1807 la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico, como se relata en la película Amazing Grace (Michael Apted, 2006). El título se refiere a la popular canción cuya versión inicial compuso John Newton, clérigo y poeta inglés que en su juventud había sido tratante de esclavos. Según la película, cuando era anciano y casi ciego, Newton seguía recitando el final de su canción: “Estaba ciego, pero ahora veo”.
Todo pecado es personal y tiene consecuencias sociales
Hace algún tiempo se difundió la noticia de que la Iglesia había cambiado los pecados “tradicionales” (los denominados “capitales” porque están en la cabeza de los demás pecados: la soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza) por unos nuevos pecados, que serían los verdaderos pecados: los “pecados sociales”. Es decir, los que van contra la justicia social y el cuidado de la tierra. Era un malentendido, porque, para empezar, todo pecado tiene una raíz personal. Y, a la vez, todo pecado posee implicaciones para los demás y el mundo. Estas implicaciones –daños reales a los que nos rodean y a la tierra en que vivimos– no se tienen en cuenta o no se perciben como consecuencias de pecados personales.
La difusión de este tipo de noticias puede deberse a cierta reacción contra una perspectiva individualista del pecado. En efecto, si se piensa que el pecado sólo me afecta a mí y a mis relaciones con Dios, y a nadie más le importa, puede ser difícil reconocer su relación con la justicia. El siglo pasado –como señalaba Benedicto XVI en un encuentro con el clero de Roma (7-II-2008)– se extendió hasta cierto punto una interpretación individualista del Evangelio, donde lo importante era la salvación de la propia alma, y esto –aún siendo fundamental– no podía ser plenamente cristiano; porque alguien se salva en la medida en que se entrega a los otros, para que ellos también puedan salvarse de sus límites, de sus dificultades, y, en último término, de una vida sin sentido. Por eso el pecado nunca afecta sólo al que lo comete, aunque se trate de un oculto pensamiento. En la perspectiva bíblica y cristiana, el pecado es una injusticia a la realidad de las cosas, y, como tal, no queda en la esfera privada o individual, sino que de alguna manera afecta al mundo entero.
Actualmente quizá estemos –entre otras cosas por la ley del péndulo, que provoca una reacción contraria cuando algo es exagerado– en el otro extremo: Juan Pablo II habló de una “pérdida del sentido del pecado”; sobre todo, de su raíz personal. Y es por aquí por donde ahora parece venir el no reconocer la relación de la injusticia con el pecado. No sólo porque no se vea que todo pecado es una injusticia, sino porque se tiende a reducir el pecado a la injusticia social.
La raíz de todas las injusticias
Con esto el problema es que no se descubre la injusticia más “radical”: aquella que priva a cada uno de lo suyo, en aquello que más necesita y en el orden que lo necesita. Y como las personas necesitamos el amor, cuando no se nos da –o no lo damos a Dios y a los demás– cometemos una injusticia. No una injusticia cualquiera, sino la peor de todas las injusticias, la raíz de todas las injusticias que consiste en encerrarse en uno mismo, dando la espalda a la verdad más profunda de las personas y de las cosas; hasta llegar a convertirse cada cual en dios de sí mismo.
Tal venía a ser la argumentación del Papa en su mensaje para la Cuaresma de 2010. La justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”; porque la persona, “para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle”. Ciertamente, necesita de los bienes materiales (los alimentos, el agua, las medicinas). Pero “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”. Y a este propósito Benedicto XVI recogía una observación de San Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios".
En cambio, según la Biblia –continuaba el Papa– la justicia se aprende de Dios. Dios se apiada del pobre y del forastero, de la viuda y del huérfano. Y, como consecuencia, dicta los Diez Mandamientos, que no son sino una expresión de la justicia, con Dios y con los demás. Por tanto, para entrar en la justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. Y para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Claro que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere “humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.
Tal venía a ser la argumentación del Papa en su mensaje para la Cuaresma de 2010. La justicia según la Biblia y el Evangelio, no se puede explicar sólo con la expresión de Ulpiano (s. III) “dar a cada uno lo suyo”; porque la persona, “para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle”. Ciertamente, necesita de los bienes materiales (los alimentos, el agua, las medicinas). Pero “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”. Y a este propósito Benedicto XVI recogía una observación de San Agustín: si "la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios".
En cambio, según la Biblia –continuaba el Papa– la justicia se aprende de Dios. Dios se apiada del pobre y del forastero, de la viuda y del huérfano. Y, como consecuencia, dicta los Diez Mandamientos, que no son sino una expresión de la justicia, con Dios y con los demás. Por tanto, para entrar en la justicia es necesario salir del engaño de la autosuficiencia, “del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia”. Y para ello nada mejor que abrirse a Cristo, contemplar su muerte en la Cruz y llegar así a “descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad”. Claro que –como el núcleo último de todo pecado es la soberbia– esto requiere “humildad para aceptar la necesidad de Otro que me libere de lo ‘mío’, para darme gratuitamente lo ‘suyo’. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía”.
La justicia más grande vive por el amor
Por la obra de Cristo –concluía Benedicto XVI– “podemos entrar en la justicia ‘más grande’, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar”. Al mismo tiempo, con esta experiencia “el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor”. Este es –cabe recordar– el modelo que seguían ya los primeros cristianos en su vida ordinaria, a través de su trabajo, sus relaciones familiares y sociales: una justicia enraizada, presidida, enmarcada, perfeccionada y vivificada por el amor.
Amazing Grace. Hoy también se necesita abolir otras esclavitudes. En primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la autosuficiencia, la codicia, la posesión o el poder injustos); también las esclavitudes de aquellos que en el seno materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida antes de ver la luz; las de tantos millones de esclavos del hambre, la explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos desamparados. Ojalá que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa maravillosa o “asombrosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora veo”.
Una primera versión de este texto se publicó,
bajo el título “La justicia vive por el amor”,
en el “Houston Catholic Worker”,
EE.UU, vol.XXX, n. 2 (marzo-abril 2010)
Amazing Grace. Hoy también se necesita abolir otras esclavitudes. En primer lugar las de cada uno (liberándose de los falsos dioses de la autosuficiencia, la codicia, la posesión o el poder injustos); también las esclavitudes de aquellos que en el seno materno están como en una prisión de alto riesgo, pues quizá acaben con su vida antes de ver la luz; las de tantos millones de esclavos del hambre, la explotación y la marginación; las de otros muchos enfermos y ancianos desamparados. Ojalá que a la humanidad no le falten liberadores y liberados, capaces de recibir esa maravillosa o “asombrosa gracia” que les lleve a rezar y cantar: “Estaba ciego, pero ahora veo”.
Una primera versión de este texto se publicó,
bajo el título “La justicia vive por el amor”,
en el “Houston Catholic Worker”,
EE.UU, vol.XXX, n. 2 (marzo-abril 2010)
* * *
Amazing Grace
Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.
(…)
He superado ya muchos peligros,
esfuerzos y enredos;
esta gracia me ha mantenido a salvo hasta ahora,
y la gracia me llevará a casa.
(…)
Cuando hayamos estado ahí durante diez mil años,
resplandecientes como el sol,
no nos quedarán menos días para cantar las alabanzas de Dios
que cuando lo hicimos por vez primera.
Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.
(…)
He superado ya muchos peligros,
esfuerzos y enredos;
esta gracia me ha mantenido a salvo hasta ahora,
y la gracia me llevará a casa.
(…)
Cuando hayamos estado ahí durante diez mil años,
resplandecientes como el sol,
no nos quedarán menos días para cantar las alabanzas de Dios
que cuando lo hicimos por vez primera.
Asombrosa gracia,
¡qué dulce el sonido que salvó
a un desgraciado como yo!
Una vez estuve perdido,
pero ahora me he encontrado.
Estaba ciego,
pero ahora veo.
Dios se lo pague la meditación extensa que nos ha ofrecido. Tenemos que caer en la cuenta de los efectos, tanto negativos como positivos, que producen nuestras acciones y omisiones en toda la sociedad.
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