viernes, 26 de enero de 2024

La bendición de la unidad


(Imagen: vidriera en la iglesia católica de Santa Teresa del Niño Jesús, Springfield, Ohio. El antiguo símbolo de la cruz, el ancla y el corazón expresa la unidad de la fe, la esperanza y el amor)

La Semana de oración por la unidad de los cristianos este año ha tenido como lema Amarás al Señor tu Dios… y a tu prójimo como a ti mismo (Lc 10, 27). El amor es manifestación de unidad y camino de unidad. Dentro de la Trinidad, el Espíritu Santo es el principio de unidad (entre el amor de Dios Padre y el amor del Hijo) y de la vida íntima entre las Personas divinas. Y es el Espíritu Santo el principal artífice de la unidad de los cristianos, que requiere nuestra oración y nuestro empeño de muchas maneras. Comenzando por el esfuerzo en la unidad entre los fieles católicos.

Para la fe católica, la unidad se edifica especialmente en la comunión eucarística. Dice Benedicto XVI en su primera encíclica sobre Dios es amor: «La unión con Cristo es al mismo tiempo unión con todos los demás a los que él se entrega. No puedo tener a Cristo solo para mí; únicamente puedo pertenecerle en unión con todos los que son suyos o lo serán. La comunión me hace salir de mí mismo para ir hacia Él y, por tanto, también hacia la unidad con todos los cristianos. Nos hacemos ‘un cuerpo’, aunados en una única existencia. Ahora, el amor a Dios y al prójimo están realmente unidos» (n. 14).


La unidad del amor y la bendición

En efecto. Todo lo que hace la Iglesia, lo que quiere hacer, es la unidad del amor. Primero entre los creyentes, luego entre todas las personas y en armonía con el mundo creado. Ese es el bien que la Iglesia busca, en cumplimiento de su misión evangelizadora.

Ya en el libro del Génesis Dios crea con su palabra que es eficaz y con su amor que dice y hace el bien, lo bueno. Continuamente se sucede el ritmo: «Y dijo Dios… hágase / Y vio Dios que era bueno». Como plenitud de la historia de la salvación, viene Jesucristo, cuyo mensaje es Evangelio, buena noticia, porque es Palabra que nos trae el bien. Y todo lo que la Iglesia hace, quiere decir y hacer el bien, bendecir. Si alguien no lo entendiera así en algún caso, podría ser porque no ha comprendido de qué se trata, o porque no se le ha explicado de modo adecuado.

Más específicamente, los ministros de la Iglesia bendicen en los sacramentos, que tienen la fuerza de transmitir la gracia de Dios cuando se celebran en la forma y condiciones requeridas. En otras ocasiones bendicen a personas, objetos e incluso animales, con fórmulas previstas en los rituales. Incluso con otras bendiciones no ritualizadas, de forma más sencilla, cuando los fieles acuden a ellos pidiendo con confianza (fiducia supplicans) su intercesión ante Dios para el camino de la vida y el cumplimiento de su voluntad. Es esta confianza en Dios y los esfuerzos por hacer el bien y ayudar a otros (aunque sean pobres esfuerzos y pequeñas ayudas a nivel humano), al menos, los que se bendicen en estos casos, incluso dentro de situaciones objetivamente inmorales.

Más aún, todos los fieles pueden invocar a Dios sobre sí mismos o sobre otros, sobre sus viajes y sus actividades, para que Él les proteja y les ayude, en su respuesta a la llamada a la santidad y al apostolado que tiene todo cristiano.

Por otra parte, cabe preguntarse si ha sido bueno todo lo que se ha bendecido. La bendición, o las bendiciones que la Iglesia por medio de sus ministros imparte, como toda acción eclesial, se sitúan en la historia, en el tiempo de los hombres. Y, por tanto, es posible que su ejercicio o su significado haya sido herido por las limitaciones y las fragilidades humanas. Por eso las bendiciones deben ser promovidas junto con la necesaria purificación de la memoria histórica.

martes, 23 de enero de 2024

La Iglesia particular según el Catecismo de la Iglesia Católica

La Iglesia universal es comunión de las Iglesias particulares, las que tradicionalmente se han llamado diócesis. Desde el concilio Vaticano II, este término (diócesis) se ha venido entendiendo en un sentido más teológico; no solo como circunscripciones territoriales, sino como presencia del Misterio de la Iglesia en un lugar o en un ámbito humano

De ello trata el Catecismo de la Iglesia Católica, que es "texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica" (Juan Pablo II, const. ap. Fidei depositum, 4), también para la docencia teológica y la formación cristiana en general, que incluye tanto las clases de religión como la catequesis.
    
Los párrafos que recogemos a continuación  (*) vieron la luz al año siguiente de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica. En ellos explica el autor cómo la Iglesia particular se presenta en el Catecismo arrancando de una concepción profunda y plena de la Catolicidad de la Iglesia.

sábado, 13 de enero de 2024

El Espíritu Santo actúa en la Iglesia "desde dentro"

(Imagen- Escena de Pentecostés (s. VI), Evangelios de Rabula (libro siriaco de miniaturas), Biblioteca Medicea Laurenziana, Florencia)



Johann Adam Möhler (1796-1838) fue un insigne sacerdote y teólogo alemán, de la escuela romántica de Tubinga. Sirvió de puente entre la teología oriental y occidental. Se le considera “precursor” del Concilio Vaticano II por su “vuelta a las fuentes”. Es decir, a la Sagrada Escritura y sobre todo a los Padres de la Iglesia.

En 1825 escribió su célebre obra “La unidad de la Iglesia o el principio del catolicismo”. El pensamiento de Möhler fue introducido en Europa, a través de Francia, en los años treinta del pasado siglo principalmente por Yves Congar.

En 1996, Pedro Rodríguez y José Ramón Villar realizaron una edición crítica completa en español del libro de Möhler La unidad en la Iglesia, Pamplona 1996. El mismo año, Pedro Rodríguez publicó un artículo donde explicaba el sentido del libro de Möhler. Y de ese artículo hemos seleccionado los párrafos que figuran más abajo (*)

Möhler, explica Pedro Rodríguez, redescubre en los Padres la dimensión espiritual o “mística” que anima a la Iglesia. Lo que pone todo en marcha, a partir de Pentecostés, es el Espíritu Santo, principio de unidad y de vida en la Iglesia. Es el Espíritu Santo el que sigue actuando en cada cristiano desde el Bautismo, haciendo posible la santidad (con la colaboración de cada uno por medio de la oración, de los sacramentos y de la caridad) en comunión con los demás. Y, desde ahí, desde ese "dentro" de cada uno, el Espíritu Santo actúa en la edificación y la misión de la Iglesia. 

Dimensión eclesial del Cielo

(Imagen: J. Tintoretto y D. Robusti, Paraíso (1588-1592). Palazzo Ducale, Venecia)

El Cielo es inimaginable. Cada uno tiende a concebirlo según su propia cultura, sus necesidades y anhelos.

En un texto escrito poco antes del Concilio Vaticano II (*), desarrolla Yves Congar una dimensión esencial del Cielo, muy importante en nuestra época de fuerte tendencia individualista: la dimensión de comunidad o de comunión con Dios y entre los justos. De hecho, lo que existe allí, y se consumará cuando termine la historia, no será otra cosa que la Iglesia, la comunión de los santos, en su fase definitiva.

El Concilio Vaticano II señala que “el hombre (…) no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás” (Gaudium et spes, 24).

Aunque pueda parecer contradictorio, nuestra verdadera personalización tiene que ver con esa apertura del “yo” individual (que tiende al egoísmo) a un yo más grande, al “nosotros” de la humanidad, cuya semilla es la Iglesia.

Comienza Congar subrayando esta dimensión que abrirá nuestra personalidad a los demás y a la totalidad de lo existente. Será la superación de la dualidad que experimentamos, a veces dramáticamente, entre la persona y el todo. El “secreto” de esa superación es el amor].

martes, 9 de enero de 2024

Iglesia, santidad y pecado

J. Petinir, El bautismo de Cristo (1521-1524), Kunsthistorischesmuseum, Viena 


En 1968 publicó Joseph Ratzinger por vez primera su Introducción al cristianismo: lecciones sobre el credo apostólico. En la parte tercera, bajo el epígrafe “La santa Iglesia católica” considera la cuestión de la santidad y el pecado en la Iglesia (1).

Ahí explica que, en la perspectiva de la fe cristiana, la santidad es una característica esencial de la Iglesia, que confesamos en el Credo. Esto no quiere decir que los cristianos sean perfectos, sino que la Iglesia tiene, por su lado divino, por decirlo así, una santidad originaria que no perderá nunca, porque participa de la santidad de Cristo. Durante la historia, esa santidad, que se manifiesta sobre todo en los santos que han vivido con nosotros, coexiste con nuestros fallos y pecados (todos, también los cristianos, somos pecadores). Pero Dios sigue siendo fiel a su Alianza sellada definitivamente por Cristo.

En efecto, dice el Vaticano II, en la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia, que ella es “indefectiblemente santa” (LG 39) por su relación con la Trinidad: elegida por el Padre, redimida por el Hijo, santificada por el Espíritu Santo (conexión entre el Espíritu Santo y la Iglesia santa) y santificadora por medio de las “cosas santas”: principalmente la fe y los sacramentos, que dan como fruto la caridad, sustancia de la santidad (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 823-829).

También señala el Concilio: “La Iglesia encierra en su propio seno a pecadores, y siendo al mismo tiempo santa y necesitada de purificación, avanza continuamente por la senda de la penitencia y de la renovación” (n. 8). Por tanto, en sí misma, la Iglesia es santa, pero durante la historia conviven en ella santos (justos) y pecadores.

Dicho de otra manera: hay en la Iglesia una santidad “ontológica”, que antes hemos llamado originaria, y que se debe a su mismo ser; y una santidad “histórica”, imperfecta o incoada, la que llama aquí Ratzinger “santidad profana”, debida a la existencia, en la Iglesia y durante la historia, de pecadores (todos lo somos, al menos potencialmente, así como todos estamos llamados a la santidad definitiva). Y en cuanto a esa “santidad profana”, tal vez podría completarse esa comprensión diciendo que lo que se llama profano en este mundo no significa necesariamente pecaminoso; y, sin dejar de ser profano, puede llegar por la acción de la gracia a ser santo e incluso santificador.

Hoy, como ayer, las deficiencias de los creyentes apartan a algunos de la Iglesia. A la vez muchas personas siguen descubriendo a Cristo a través de la Iglesia y de tantos cristianos que contribuyen, la mayoría de ellos calladamente en su vida ordinaria de familia y trabajo, a edificar la Iglesia y participan en su misión evangelizadora.

“Se podría decir –afirma aquí el que después sería Papa Ratzinger– que la Iglesia, precisamente en su paradójica estructura de santidad y pecado es verdaderamente figura de la gracia en este mundo”. Pero veamos cómo y en qué orden se expresa el mismo Ratzinger].

viernes, 5 de enero de 2024

El Espíritu Santo y la unidad en la Iglesia

[Imagen: M. Corneille(1642-1708), Pedro bautiza al centurión Cornelio. Museo del Hermitage, San Petersburgo]

[El Espíritu Santo es el principio de unidad y vida en la Iglesia. San Agustín lo comparó al alma del cuerpo. De aquí deduce el cardenal Raniero Cantalamessa que la señal más segura de tener el Espíritu Santo es el amor por la unidad (*).

Comienza explicando la función unificadora del Espíritu Santo, ya dentro de la Trinidad, pues es el amor del Padre y del Hijo, y además es una persona divina distinta. Esta unidad se prolonga en la Iglesia y en su misión. Es unidad de fe, de sacramentos y de vida. Y a ella se deben ajustar las conductas de los cristianos. Un tema siempre actual, quizá de modo especial en nuestro tiempo. Además nos puede ayudar para preparar la Semana de oración por la unidad de los cristianos (18 al 25 de enero).


La función unificadora del Espíritu Santo


‘El Padre y el Hijo han querido que estuviéramos unidos –entre nosotros y con ellos– por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos, es decir, el amor, que es el Espíritu Santo’ (San Agustín, Discurso 71). Éste es el principio que nos permite pasar de la contemplación del Espíritu-amor en la Trinidad, al mismo Espíritu-amor en la Iglesia. A partir del siglo V, esta función unificadora del Espíritu, dentro de la Trinidad y de la Iglesia, empezó a ser expresada en una breve fórmula que durante mucho tiempo ha constituido la única mención del Espíritu Santo en el canon latino de la misa: “En la unidad del Espíritu Santo” (In unitate Spiritus Sancti).

Es el tema que Agustín desarrolla en todos sus discursos sobre Pentecostés. El esquema es siempre el mismo. Evoca el evento de Pentecostés y el milagro de las lenguas. A continuación, se hace la pregunta: si entonces cada uno de los apóstoles hablaba todas las lenguas, ¿cómo es que ahora el cristiano, aunque haya recibido al Espíritu Santo, no habla todas las lenguas? La respuesta del obispo es la siguiente: ¡Pues claro que también hoy cada cristiano habla todas las lenguas! En efecto, pertenece a ese cuerpo –la Iglesia– que habla todas las lenguas, y en cada lengua anuncia la verdad de Dios. No todos los miembros de nuestro cuerpo ven, no todos oyen, no todos andan y, sin embargo, nosotros no decimos: mi ojo ve, mi pie anda, sino que decimos: yo veo, yo ando, porque cada uno de los miembros actúa por todos, y todo el cuerpo actúa en cada miembro.

[En consecuencia, dirá el cardenal Cantalamessa –buen conocedor de la teología de los Padres de la Iglesia–, la señal de haber recibido el Espíritu Santo es el amor por la unidad en la Iglesia, tanto en lo visible (en la doctrina, en los sacramentos, en la moral) como en lo invisible (en la fe, en la oración, en la caridad), que es raíz y fundamento de lo visible]