(Imagen: L. Lotto, Adoración (1523), National Gallery of Art, Washington)
Para los cristianos la Navidad es un tiempo muy especial. No es simplemente un recuerdo, ni un mero símbolo; ni menos aún una especie de cuento o de juego para gente menuda. Ni simplemente un modo de que los adultos puedan sentirse niños de nuevo, al menos por unos días.
Un Bing Bang redentor
La Navidad es un tiempo litúrgico en el que renovamos la conciencia de un acontecimiento que sigue teniendo plena vigencia: la segunda Persona de la Trinidad, la Palabra de Dios, ha nacido. Se ha hecho hombre, se ha hecho Niño, entrando así en la historia humana y su lógica. Por tanto, según unas coordenadas concretas: en un momento dado, en un lugar determinado, a través de una cultura determinada. A partir de entonces, no se ha retirado ni se ha retractado de ese acontecimiento definitivo, que ha cambiado la vida del mundo y sigue, como un “Bing Bang” redentor, expandiendo su energía salvadora en el tiempo y en el espacio de cada uno y de todos, a la vez que pide nuestra colaboración para que su amor llegue hasta los confines del universo.
Dios sigue viviendo como hombre en Jesús resucitado. Esa Humanidad Santísima está en el seno de la Trinidad. El vencedor de la Cruz sigue intercediendo por nosotros ante Dios Padre. Sigue presente, también, en esta tierra especialmente en la Iglesia y en su misión, actuando por medio del Espíritu Santo en los corazones y en las culturas que le acogen. Sigue naciendo cada vez que alguien se abre al Amor con mayúsculas (el de Dios) o al amor hacia los demás, que es, según San Juan, camino y manifestación, al menos incipiente y siempre necesario, del amor a Dios.
La Navidad sólo sucedió históricamente “de una vez por todas”. Pero, al ser Dios su protagonista principal, no es algo que simplemente pasó; sino que sigue siendo plenamente actual. No sólo en el “Hoy” eterno de Dios, sino también en nuestras vidas, que se abren mediante la fe a la vida de Dios, permitiéndonos vivir y comprender los valores eternos, mientras tratamos de reproducirlos en nuestra existencia ordinaria. Lo hacemos, ciertamente, en la medida de nuestras modestas posibilidades; pero a la vez, y esto es lo fascinante, estamos llamados a realizarlo con la vida misma de Dios (el cristiano pertenece al Cuerpo místico de Cristo); con su fuerza redentora y salvadora, siempre amable; con su luz reveladora y maravillosa.
La Navidad celebra este nacimiento y esta vida de Dios entre los hombres y de los hombres con Dios. Un nacimiento y una vida que, según la fe cristiana, tienen una referencia al pasado, y, a la vez, son plenamente actuales y condición para la vida plena en el futuro de los hombres.
¿Cómo vivir la Navidad en cristiano?
De todo ello cabe deducir cómo se puede hoy “vivir la Navidad en cristiano”.
Quizá, apurados por la crisis económica, no podamos contemplar tantas luces en las calles y en los comercios; pero eso nos puede descubrir que la luz que más espera el Niño es la de nuestra vida.
Puede que hayan disminuido los símbolos cristianos de ese acontecimiento, el nacimiento de Dios en el tiempo, que celebramos; pero es el cristiano el que debe ser, en su propio ambiente, testigo y signo vivo de Cristo.
Tal vez los “Nacimientos” o los “Belenes” serán en algunos lugares más discretos o menos vistosos; pero los que se ponen (con sus figuritas ingenuas, el musgo y las casas de corcho) seguirán representando el Amor, y la respuesta que espera de cada uno, como realidad que llena de sentido la historia.
Quizá se reduzca la calidad y variedad de una ideal “mesa navideña”; en todo caso el altar sobre el que se pone pan y vino significa el corazón de los cristianos, que elevan hacia Dios la ofrenda de su existencia cotidiana en acción de gracias por hacernos participar de su vida, unidos al corazón de Cristo. Y es que Belén y el Calvario son inseparables.
Incluso aunque volviéramos a “tiempos mejores” en el espejismo de un engañoso espíritu navideño, nuestro vivir la Navidad no sería auténtico si no existiera una preocupación “real” por acercarnos de nuevo o más intensamente a Dios, a través de la oración y de los sacramentos (especialmente la Confesión y la Eucaristía) y de las obras del amor. Es decir, con un desvelo “real” por los que están a nuestro lado en la familia, en el trabajo y en la calle; especialmente por los que no tienen hogar o compañía, o carecen de ropa o de comida, o por los que están enfermos, en estos días.
Así Dios ha de nacer de nuevo en el corazón de cada cristiano, como condición para que pueda nacer en otros corazones. Pero hay que dejarle nacer en la mirada y en los hechos. Así la Navidad permitirá dejar que se hagan realidad los sueños.
Navidad en y desde la familia
La Navidad es la fiesta de la alegría porque es la fiesta de la fe que se hace vida. Sobre la base de la Encarnación de Dios, la Navidad es igualmente la fiesta de la familia y de la amistad. Por eso decía Guardini: “Todo regalo debe ser en el fondo un símbolo del único gran regalo, en que Dios entregó a su Hijo por la salvación del mundo (1 Jn 4, 9s)”.
Dentro de la familia, vivir la Navidad en cristiano significa, por ejemplo, el “volcarse” de unos con otros en costumbres que vale la pena mantener o recuperar: el belén, el árbol, los villancicos; alguna comida más especial, conversaciones y paseos familiares, atención particular a los más pequeños, a los ancianos y a los enfermos; gestos concretos de desprendimiento personal, por parte de todos los miembros de la familia, a favor de quienes, ahí afuera, no tienen nada o casi nada. Eso para empezar, pero aún hay más.
Imaginaba Guardini que María le habría contado a San Juan acerca de su anhelo por esperar al Mesías, muchos años atrás. Para ella esa venida era muy diferente de la liberación terrena y glorificación humana que esperaban muchos. “Quizá en ella había también un presentimiento, que no habría podido explicar ella misma; una sensación de que la misteriosa figura del que ‘había de venir’ la afectaba muy personalmente a ella...”
Esto sucede de alguna manera con cada cristiano. La venida de Jesús y la Navidad nos afecta siempre de manera irrepetible, porque “cristiano” quiere decir continuador, como signo e instrumento, de la misión de Cristo, ungido por su Espíritu. Y por eso, la Navidad es a la vez la fiesta de la fe que se comunica, también en y por las familias (los padres y madres son los primeros apóstoles de sus hijos).
De ahí la importancia, en estos días, de cuidar las oraciones especialmente de los niños, bendecir la comida al menos en las fiestas, participar en la Misa, que es siempre el centro de la fiesta cristiana, manifestar la vida cristiana en el amor al prójimo. Y todo ello desde el seno de esta familia de Dios (la Iglesia), que nace con Jesús.
“Esta nueva familia de Dios comienza en el momento en el que María envuelve en pañales al ‘primogénito’ y lo acuesta en el pesebre. Pidámosle: Señor Jesús, tú que has querido nacer como el primero de muchos hermanos, danos la verdadera fraternidad. Ayúdanos para que nos parezcamos a ti. Ayúdanos a reconocer tu rostro en el otro que me necesita, en los que sufren o están desamparados, en todos los hombres, y a vivir junto a ti como hermanos y hermanas, para convertirnos en una familia, tu familia” (Benedicto XVI, Homilía en la Misa de Nochebuena, 25-XII-2010).
(publicado en www.religionconfidencial.com, 19-XII-2011
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