El decreto sobre las misiones (Ad gentes) del Concilio Vaticano II fue aprobado en aquella gran asamblea de obispos de toda la tierra, de los que una tercera parte provenían de “Iglesias jóvenes”. Eran, por tanto, frutos de la tarea misionera. En correspondencia al don de la fe recibido, querían impulsar las misiones en todo el mundo. Y así contribuyeron a manifestar que la Iglesia entera es misionera por naturaleza.
En estas coordenadas se sitúa el mensaje de Benedicto XVII para la próxima Jornada Mundial Misionera del 21 de octubre de 2012, cuyo lema es: “Llamados a hacer que la Palabra de verdad resplandezca” (Carta Porta fidei, 6).
Hoy existe una conciencia misionera renovada, a la que han contribuido los impulsos de Pablo VI (cf. sobre todo la Exhort. Evangelii nuntiandi, de 1975, acerca de la Evangelización en el mundo contemporáneo) y Juan Pablo II (cf. Enc. Redemptoris missio, de 1990, sobre la perenne validez del mandato misionero).
La única misión de la Iglesia
Ahora bien, “la misión”, la única misión de la Iglesia, es proclamar el Evangelio de Cristo. Y esto es tan necesario en nuestro tiempo como lo fue para los primeros cristianos. Es esta una tarea que corresponde a todos los fieles cristianos, y no sólo a los misioneros, de un lado, o de otro a los obispos (responsables de la misión de la Iglesia en cuanto cabezas de sus Iglesias particulares, y unidos colegialmente en torno al Papa), los sacerdotes y los miembros de la vida consagrada.
Por tanto las “misiones” se comprenden y se integran en esta gran y única “misión”, de la que todos los cristianos somos responsables, cada uno según su propia condición en la Iglesia y en el mundo. No hay cristiano que no deba hacer apostolado, porque cristiano es nombre de misión (miembro de Cristo, y, por tanto, partícipe de su vida y su misión).
La tarea misionera "ad gentes"
Al mismo tiempo, subraya el Papa que hoy, como siempre, la tarea misionera sigue siendo “el horizonte constante y el paradigma de toda actividad eclesial”, precisamente porque la Iglesia es por naturaleza misionera. Y esto implica la cooperación de todos con las “misiones”, no sólo económicamente, sino personalmente en maneras diversas (comenzando por la oración y apoyando la promoción humana que acompaña a la evangelización); como también sucede que “el inmenso horizonte de la misión eclesial, la complejidad de la situación actual, requieren hoy nuevas formas para poder comunicar eficazmente la Palabra de Dios” (Verbum Domini, 97).
Con esto se alude a la actual crisis de fe, que hace necesario “promover una nueva evangelización de las comunidades y de los países de antigua tradición cristiana, que están perdiendo la referencia a Dios, de modo que redescubran la alegría de creer”. Esta tarea, decíamos más arriba, pertenece a todo cristiano, como correspondencia al don de la fe. Y no quita, sino que subraya la importancia de los misioneros y el mérito de todos aquellos que les ayudan directamente (concretamente a través de las “Obras Misioneras Pontificias”).
Diversas tareas
En suma, el marco del apostolado cristiano es hoy la “única misión” de la Iglesia. Esta “misión” grande y única, se expresa en diversas tareas: la “tarea misionera” en sentido estricto (o “ad gentes”); la tarea ordinaria de evangelización (que llamamos “apostolado” o tarea “pastoral”); y la nueva evangelización dirigida a cristianos que no viven en plenitud su fe; aún cabría añadir la tarea ecuménica (dirigida a lograr la unidad visible de todos los bautizados).
Toda la Iglesia y cada uno de los cristianos estamos en esta barca del apostolado de Cristo, y necesitamos ser, primero nosotros, continuamente evangelizados, “pescados” por Él, a través de la formación en la fe, de los sacramentos y de una vida centrada en el servicio al prójimo, según nuestras circunstancias. Así podremos colaborar en el ámbito formativo y catequético, y viviremos la urgencia de ofrecer a otros el Evangelio, como servicio a la plenitud de vida, para las personas y el mundo.
(www.analisiidigital.com, 3-II-2012)
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