martes, 31 de mayo de 2016

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Del pecado, y de rebeldes y divergentes



La película “Los juegos del hambre” (The Hunger Games, G. Ross, 2012) se sitúa en una sociedad futura. Siendo aparentemente un film sin religión ni Dios, muestra adónde puede ir a parar una sociedad sin el Dios verdadero: a sacrificar vidas humanas para quitarse de encima las propias culpas o pecados, y así tranquilizar la conciencia.

Sin embargo, la película también plantea la posibilidad de que haya quienes –casualmente una pareja, chico y chica– se rebelen contra esa situación asumiendo voluntariamente el lugar de las víctimas, como modo de terminar con ese terrible sistema.

En esta clave el secreto del mito que en muchas civilizaciones se concreta en la muerte de un “chivo expiatorio” puede sugerir caminos para profundizar en el sentido del amor verdadero (cf. A. Llano, Deseo, violencia y sacrificio: el secreto del mito según René Girard, Eunsa, Pamplona 2004).

Otra película parecida, también futurista y en principio más bien pesimista es “Divergente” (Divergent, N. Burger 2014). En ella se muestra cómo, a pesar de los esfuerzos de la humanidad, el mal o el pecado está siempre presente. A la vez, también aparece la capacidad de pedir perdón y la capacidad de sacrificio. Con todo, aunque somos capaces de colaborar en nuestra salvación, esa salvación en parte ha de venir “de fuera”.


El mal moral o pecado

¿De dónde procede el mal moral o pecado? Ya Sófocles dice que el hombre es panta poros aporon, lo que puede traducirse en el sentido de que el hombre está abierto a todas las cosas, pero también cerrado a todas ellas. Los sabios y las culturas desde antiguo tienen experiencia del pecado, siempre presente en la historia de la humanidad, al que dan diversos nombres.

La tradición bíblica revela que antes del hombre, fueron algunos ángeles (los demonios, espíritus del mal) los que se rebelaron contra Dios y después tientan al hombre. El primer pecado de los hombres se llama en el cristianismo el pecado original. Y recibe este nombre porque, aunque no todos los hombres no lo hemos cometido personalmente, todos nacemos con este pecado. Podría compararse a una profunda “herida” que todos heredamos por el mero hecho de nacer, una privación de la santidad originaria (unidad con Dios) que se propaga por la naturaleza humana. La existencia del pecado original es una afirmación compatible con la experiencia humana que San Pablo resume diciendo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19).

Al pecado original le siguen, en la existencia de todos nosotros, los pecados personales. Cada pecado comporta –en diverso grado e intensidad– una cuádruple fractura: fractura de la unidad y la paz con Dios, con uno mismo, con los demás y con el mundo creado (consecuencias sociales y ambientales). El pecado daña y esclaviza ante todo a quien lo comete. Pero además, aunque se trate de un oculto pensamiento, incide en el mundo circundante, pues se trata siempre de una injusticia –la raíz de todas las injusticias– respecto al amor de Dios y su reflejo en sus criaturas. El pecado es una injusticia a la realidad de las cosas que afecta, en diversos modos y proporciones, a las demás personas e incluso a los otros seres creados, vivos o inanimados.

Ahora bien, el cristianismo no es un catálogo de pecados: “El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos” (Papa Francisco, Evangelii gaudium, n. 39). 


Debilitamiento del sentido del pecado

A la vez, en la cultura actual hay un debilitamiento general del sentido del pecado personal y social, que afecta especialmente en la época de adolescencia y de la juventud, y que dificulta tanto la educación como la madurez de las personas. Esto se sitúa en un ambiente generalizado de relativismo moral, paradójicamente unido a una reclamación de los derechos absolutos de los individuos (cf. Iid., n. 64). Por eso conviene tener presentes las bases éticas de la acción humana.

Nuestra cultura, desde la llegada de la modernidad, se asocia a una crisis moral y a la pérdida del sentido del pecado, junto con una deformación y entorpecimiento o anestesia de la conciencia. De hecho muchos de nuestros contemporáneos no aceptan la palabra “pecado” porque presupone una visión religiosa del mundo y del hombre. Por eso cuando desaparece el sentido de Dios se eclipsa el sentido del pecado, como la sombra desaparece cuando se oculta el sol (cf. Benedicto XVI, Angelus 13-III-2011)

Además de nuestros pecados personales, conviene recordar que tenemos responsabilidad en los pecados de los otros cuando cooperamos culpablemente para que se cometan. Hablamos de “estructuras de pecado” cuando existen situaciones sociales o instituciones contrarias a la ley moral (por ejemplo un régimen político corrupto o un sistema de vida mafioso, por muy familiar que parezca), como expresión y efecto de pecados personales. De esta manera se crea un ambiente en el que se facilita mucho el pecado y se impide la honradez humana y cristiana.

Según la fe cristiana, Cristo nos ha liberado del pecado, y con ello, de la tristeza, del vacío y del aislamiento (cf. Francisco, texto citado, n. 1). La finalidad del plan salvífico se cumple así de un modo “objetivo” con Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, enviado al mundo como redentor y salvador de los hombres caídos en el pecado y esclavizados por el pecado. Jesús realiza el plan salvador muriendo en la cruz por los pecados de todas las personas de la historia. Como fruto de su entrega y su resurrección convoca a los hombres en la Iglesia, familia de Dios, y les hace hijos de Dios adoptivos por obra del Espíritu Santo y herederos de la vida eterna. Al mismo tiempo, la libertad de las personas, de cada uno de nosotros, depende que esa salvación se cumpla “subjetivamente” en ellos y a través de ellos.

Como las personas son libres y la libertad humana implica la posibilidad de hacer el mal, hay también pecados entre los cristianos y la Iglesia, incluyendo a los pastores. La Iglesia es una criatura de Dios y en ese sentido es de por sí santa, aunque por estar compuesta de personas, está necesitada de una continua purificación (cf. Concilio Vaticano II, LG 8).


Un mensaje liberador del pecado y de la muerte

El mensaje cristiano es un mensaje liberador del pecado y de la muerte (consecuencia, según la Biblia, del pecado). Es por ello un mensaje de esperanza y no sólo para el cielo, porque, al liberarnos del pecado, Cristo nos da la posibilidad de trasformar la sociedad en la que vivimos.

En este sentido todos estamos llamados a “abolir esclavitudes”, empezando por la esclavitud personal en relación con el pecado y siguiendo por tantas esclavitudes que siguen existiendo en nuestro mundo en forma de mano de obra infantil, prostitución, etc. Puede evocarse el ejemplo de William Wilberforce, cristiano político, que promovió en 1833 la abolición de la esclavitud en el Imperio Británico (tal como se cuenta en la película Amazing grace, M. Apted, 2006) y como consecuencia también en la mayor parte de los países del mundo, con fuertes resistencias hasta nuestros días. Ójala que siga habiendo “rebeldes” y “divergentes” que contribuyan a la libertad verdadera.

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