El Greco, Trinidad (1577-1580),
Museo del Prado (Madrid)
Se habla y se debate estos días sobre la educación cristiana, qué es, qué no es, cuál es su centro y su marco. Y a este propósito cabe redescubrir, con toda su actualidad, las reflexiones de ese gran teólogo que es Jean Daniélou. Concretamente cuando apunta que la fe en Dios Uno y Trino nos revela las últimas profundidades de lo real, el misterio de la existencia. Y esto le parece esencial para la educación cristiana.
La Trinidad, escribe, constituye el principio y origen de la creación, de la redención y de la santificación. Todas las cosas le son finalmente referidas, pues ella es la que proporciona a todo su consistencia y su plenitud (cf. La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, p. 11).
El marco de la Trinidad
Explica Daniélou que la existencia cristiana tiene como fin la contemplación de la Trinidad y la participación en su vida, por ahora en gran parte a través de lo creado y después, en la vida eterna, la comunión con la Trinidad en sí misma.
Por estos motivos se entiende que —siempre en la perspectiva cristiana— el marco de la Trinidad es imprescindible para una educación en la realidad; pues Dios es el principio y el fundamento de todo realismo, tanto en el conocer como en el juzgar y el obrar.
Para mostrar como todo esto se concreta, se detiene Daniélou en la relación entre la Trinidad con el mundo y con nuestra interioridad. Y propone realizar cada una de estas miradas desde nuestra experiencia y con un doble punto de vista: somos criaturas de Dios y de modo especial somos cristianos.
La Trinidad y el mundo
En primer lugar, el cosmos creado tiene una relación con la Trinidad en un triple sentido: subsiste por ella (si Dios no lo sustentara en su ser, el mundo dejaría de existir en un segundo); el mundo es un signo a través del que la Trinidad se nos revela (y ello de modo universal y natural); el mundo está orientado hacia la Trinidad, en cuanto que espera la manifestación de los hijos de Dios (es decir, de los cristianos que vivan como lo que son con todas las consecuencias, y que san Pablo presenta en: Rm 8, 19).
Vayamos más despacio. Si se mira adecuadamente el mundo se presenta como una carta de Dios, como un libro que nos habla de su amor, como un templo donde Él mora. Las criaturas que pueblan el mundo no solo son dones de Dios sino reflejos de su gloria, que una mirada purificada es capaz de reconocer. Más aún, a través de todas las criaturas se nos da Dios mismo, en lo que se ha llamado “presencia de inmensidad”, y que corresponde a lo que afirma san Pablo: “en él vivimos, nos movemos y somos” (Hch 17, 28).
Es así. San Pablo señala que para descubrir esto basta la razón. Pero hoy la cultura occidental dominante nos invita a vivir “como si Dios no existiera”. Por eso es muy conveniente que la fe nos confirme en esta contemplación del mundo que encuentran dificil muchos de nuestros contemporáneos.
En este horizonte es interesante la opinion de Daniélou cuando afirma que el descubrimiento de la relación entre el mundo y la Trinidad es una de las cuestiones esenciales en la educación de cristiana:
por doquier, que todo lo ilumine, lo unifique y lo transforme” (Ibid., p. 25).
La Trinidad y nuestro interior
En segundo lugar —continúa— no solo podemos llegar a la Trinidad a partir de nuestra experiencia del mundo, sino también desde nuestra propia interioridad. Siguiendo la sugerencia de San Agustín, nos invita a percibir que nuestro espíritu es a la vez memoria, palabra y amor.
Tenemos conciencia de quienes somos, seres humanos amados por Dios desde la eternidad y llamados a ser hijos suyos y hermanos entre nosotros. Esa es nuestra memoria: nuestra identidad y nuestro primer fundamento, como para el árbol lo es la raíz, de la que dependen sus flores y sus frutos.
Así es. Si la memoria de quienes somos como personas y cristianos se mantiene fuerte y viva, operativa, sabremos pronunciar esa palabra que debe ser nuestra vida como una respuesta al amor que nos constituye. Una respuesta que debe ser amor efectivo para los demás y para el mundo.
Trinidad, educación cristiana y felicidad
Tercero y último, la Trinidad está en nosotros, cristianos, no solo como fuente de nuestra existencia, sino por el don de la gracia de Dios que hemos recibido en el bautismo, que nos hace hijos de Dios en su Hijo Jesucristo y templos del Espíritu Santo.
La Trinidad mora en nosotros y nosotros en ella. Y esto, observa Daniélou, también es una clara orientación para la educación de la fe, porque, se pregunta, ¿qué significa para un cristiano vivir o existir plenamente?
He aquí su respuesta luminosa:
“Para nosotros existir plenamente será vivir verdaderamente de esa vida trinitaria, abrirnos de algún modo para dejarla obrar en nosotros, dejar a las Personas divinas que toquen nuestros corazones, los conviertan y los instruyan; dejar consumar en nosotros ese misterio que Dios quiere realizar de la comunicación de su vida (…), porque finalmente todo se reduce para nosotros a dejarnos captar por esta vida (de Dios), mediante la cual pueda ella transformarnos enteramente disipando las opacidades, haciendo estallar las angosturas, a fin de consagrarlo todo en nosotros” (Ibid., p. 34).
En efecto. Educar en cristiano es abrir a la vida de Dios, por el doble sendero de la contemplación del mundo y de la interioridad. Esto se facilita con la ayuda de las ciencias naturales y de las ciencias humanas. Se recorre ese camino principalmente por la oración y los sacramentos, cuya puerta es el Bautismo y cuyo centro es la Eucaristía.
Educar la fe es permitir que la Trinidad actúe en nuestro espíritu, nos convierta, nos enseñe, nos transforme, ensanche el corazón e ilumine la mente, sea la vida de nuestra vida. Y hacer así posible nuestra aportación al mundo y a la felicidad de quienes nos rodean, al invitarles a seguir a Cristo. Una aportación en la que cada cristiano, y desde luego cada educador de la fe, es insustituible. Hoy el Papa Francisco nos propone que lo hagamos con gozo.
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