El Greco, Jesucristo como Salvador (1600)
Era un día cualquiera, un poco plomizo y pesado, al final del trabajo de la mañana. Casi había metido la llave en la puerta de casa, cuando un desconocido –un hombre de mediana edad– me interpeló:
–“¿Me permite una pregunta?”
– Por supuesto.
(Pasaba bastante gente e intenté concentrarme, mientras pedía luces para acertar).
– ¿Qué pasa cuando el cielo se nubla, y no se ve nada en el horizonte? ¿Es que Dios ya no existe?
Le expliqué algo que cualquiera que haya viajado en avión ha podido comprobar: por encima de la tormenta, sigue luciendo el sol y las nubes se quedan abajo, como una alfombra. Y lo que decía C.S. Lewis: el dolor es la sombra de Dios en la creación.
Le aconsejé acudir a la oración y seguir poniendo los medios humanos, con la seguridad de que Dios siempre sigue ahí.
Y, tras unos instantes, resumió:
– Entonces, ¿quiere usted decir que hay que confiar?
Le dije que así lo pensaba, porque si no hubiera luz no existirían las sombras (y en Jesucristo, el gran "sí" de Dios, tenemos la luz que nunca nos falta)
Una explosión que rompe el “yo”
En varias ocasiones he recordado ese suceso y a su protagonista. Una de esas veces fue en octubre de 2006, al leer el discurso que Benedicto XVI dirigió a la asamblea eclesial italiana, reunida en Verona. Les dijo que la resurrección de Jesucristo fue “como una explosión de luz, una explosión de amor que rompió las cadenas del pecado y de la muerte”. Así inauguró Cristo una nueva vida y un mundo nuevo que penetra el nuestro, para transformarlo y atraerlo hacia Dios. Es lo que acontece a través de la Iglesia, a la que nos incorporamos por el bautismo. Ahí mi “yo” queda insertado en la vida de Cristo. Con una expresión que el Papa ha usado en diversas ocasiones, el yo de cada uno, sin perder su personalidad, se transforma en el “nosotros” de la fe, portador de la alegría y la esperanza para el mundo. De esta manera es Jesucristo el gran "sí" de Dios a toda nuestra vida, también a lo que parece pequeño (y quizá no lo es), a lo de todos los días, a todo lo que en nosotros se relaciona con la verdad y el bien y la belleza.
El Papa volvía la mirada a nuestra situación actual, que vive las consecuencias de la Ilustración (el laicismo y el individualismo, el relativismo y el utilitarismo). En este ambiente los cristianos no podemos encerrarnos, sino que hemos de abrirnos con confianza, iluminando y vivificando con la fe tantas energías que pueden contribuir al crecimiento cultural y moral de la sociedad. Hemos de llevar a cabo esa tarea por medio del testimonio concreto de la fe en la vida diaria –señalaba Benedicto XVI–, sin perder de vista la relación entre la propuesta del Evangelio y las preocupaciones y aspiraciones más íntimas de las personas. Y enumeraba: la vida afectiva y la familia, el trabajo y la fiesta, la educación y la cultura, las situaciones de pobreza y de enfermedad, los deberes y las responsabilidades de la vida social y política. En todo ello lo primero que hemos de encontrar es ese sí, que Dios nos ha dado y ha dado al mundo.
El cristianismo asume todo lo justo y verdadero
Y así llegaba a la expresión que da título a estas líneas. Si los cristianos damos el testimonio de nuestra fe en la vida diaria, si unimos el Evangelio con las aspiraciones de la gente, se manifestará sobre todo “el gran ‘sí’ que en Jesucristo Dios dijo al hombre y a su vida, al amor humano, a nuestra libertad y a nuestra inteligencia”. Se mostrará que la fe trae la alegría al mundo, que el cristianismo está abierto a todo lo justo, verdadero y puro de la existencia y de las culturas, como decía San Pablo. Por tanto, también al progreso científico y tecnológico actual, a los derechos humanos, la libertad religiosa y la democracia.
Pero –observaba el Papa– ese “gran sí” de la fe, que es signo e instrumento de Jesucristo, el gran "sí" de Dios, no significa ser ingenuos ante el error, el mal y la injusticia. Al lado de la luz surgen las sombras. Decir que sí a todo lo verdadero y todo lo noble implica saber decir también que “no” a los aspectos de la cultura ambiente que son incompatibles con el Evangelio. Y no por miedo o desconfianza, sino al contrario: precisamente por la confianza en que el Dios de la razón y la sabiduría es el mismo que ama al hombre y pone un límite al mal y a la injusticia. En cierto sentido “se pone contra sí mismo”: su amor y su justicia aceptan asumir el enorme desamor y la tremenda injusticia de la Cruz para Jesús, transformando el mayor mal en el mayor bien. Por eso la Cruz “es el ‘sí’ extremo de Dios al hombre, la expresión suprema de su amor y el manantial de la vida plena y perfecta”.
Publicado por vez primera en www.ssbenedictoxvi.org, 9-IX-2008
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