M. Chagall, Blue Profile (1967)
Hay quien piensa que los jóvenes no escuchan porque no quieren, no les interesa complicarse la vida, van a lo suyo. Y no es verdad. Con frecuencia lo que pasa es que no saben, o no pueden, por lo que sea, escuchar. Quizá una voz les susurra por dentro que, a pesar de las dificultades, pueden. Y hay que decirles que escuchen esa voz, que no se dejen recortar sus alas demasiado pronto por el ambiente, que aspiren a todo lo que sean capaces, como los artistas.
Durante su encuentro con los profesores universitarios en la JMJ de Madrid, 2011, Benedicto XVI caracterizó así la tarea educativa: “Un ideal que no debe desvirtuarse ni por ideologías cerradas al diálogo racional, ni por servilismos a una lógica utilitarista de simple mercado, que ve al hombre como mero consumidor” (Discurso en San Lorenzo de El Escorial, 19-VIII-2011). Así es, porque educar no es ante todo “enseñar”, sino “formar”; no se trata solo de que el alumno aprenda, sino de que llegue a ser más o mejor persona.
Por eso el mero utilitarismo o el placer, hoy con frecuencia fusionados en la oferta “cultural”, no dan respuesta al sentido de la vida. Se precisa una educación en los auténticos valores. Es lo que aborda R. Spaemann en uno de los capítulos de su libro “Ética: Cuestiones Fundamentales”.
La captación de los valores
El filósofo alemán muestra primero qué son los valores: contenidos valiosos que captamos en la realidad, motivados por nuestros intereses. Ya el uso lingüístico diferencia entre “alegría” y “placer”. Y en un caso problemático, nadie dudará de cuál de los dos es un “bienestar” más alto. Lo más valioso es aquello frente a lo cual se puede prescindir de otra cosa, incluso del placer (porque, decimos, “vale la pena”). Los valores se captan en la medida en que se aprende a objetivar intereses, a tener intereses más allá del mero interés por uno mismo, que no lleva a una vida lograda.
Dando un paso más, observa Spaemann que se captan en su relación u ordenación mutua: decimos que algo vale más que otra cosa. Una vez más hablamos de valores y no sólo de gustos, y una persona madura los distingue, sabe que vale más atender a un accidentado que pasar sin complicarse la vida. Acierta quien tiene formación.
La formación en los valores
Para formar en los valores, este profesor se fija en algunas condiciones interconectadas: fomentar el conocimiento de un “orden objetivo” que haga posible llegar a la armonía con uno mismo y con los demás; abrir a la jerarquía de los valores por encima de los simples “gustos”; comparar la diferencia que existe entre lo que es menos y lo que es más valioso, aunque esto segundo exija más atención y esfuerzo.
Finalmente, señala dos obstáculos para la captación de los valores: la apatía y la ceguera de la pasión. La apatía (la falta de pasión) hizo que Esaú escogiera un plato de lentejas, a cambio de la herencia que le correspondía como primogénito de Isaac. Por otra parte, la pasión hizo que el rey David quedara seducido por la belleza de Betsabé hasta el punto de cometer un gran crimen.
Las pasiones orientan hacia los valores (como la belleza), pero al mismo tiempo desfiguran las proporciones en que deben ser contemplados; nos descubren valores, pero no su jerarquía. Y no vale como disculpa invocar la pasión, porque no somos animales.
Además, las pasiones son transitorias. Y cuando la ira, la compasión de un momento, o el enamoramiento (la fase primera del amor) desaparecen, todavía se requiere la prueba de la fidelidad, para hacer justicia a la realidad de las cosas y al valor de los compromisos. (De ahí la diferencia entre las pasiones y las virtudes que son ya los “hábitos buenos”). De otra manera, los enamorados estarían siempre abocados a la angustia de perder su amor. Si al ir madurando ese amor, saben que no ocurrirá, es porque “el amor se ha apoderado de su libre querer, o porque su libre querer ha captado el amor”.
En el fondo, cabría pensar, esto se debe a que el órgano que experimenta el valor, según una notable tradición del pensamiento occidental (San Agustín, Dante, Pascal, Max Scheler, Guardini), se localiza en el corazón (entendido en el sentido de la antropología bíblica). Por eso es importante tener corazón.
Spaemann tiene toda la razón, pues educar es ayudar a comprometerse. Y esto exige formar para ser libres. A su vez, la libertad pide escuchar la realidad sobre uno mismo, los demás y el mundo.
Saber escuchar la realidad
En la película “Cielo de octubre” (J. Johnston, 1999), la profesora le da al desanimado Homer el consejo decisivo: ““No siempre está uno en condiciones de hacer caso de lo que le dicen. Tienes que escucharte a ti mismo”. Para dar ese consejo, ella tuvo que escucharse antes a sí misma, para ser creativamente fiel a su tarea.
Educar es más que preparar a los alumnos (escolares o universitarios) para lo que suele entenderse como “triunfo” en la vida (con esa mentalidad, se puede llevar a la persona más seguramente hacia el fracaso de su vida y de su tarea en la sociedad).
Por eso, decía Benedicto XVI: “Los jóvenes necesitan auténticos maestros; personas abiertas a la verdad total en las diferentes ramas del saber, sabiendo escuchar y viviendo en su propio interior ese diálogo interdisciplinar; personas convencidas, sobre todo, de la capacidad humana de avanzar en el camino hacia la verdad”.
Es cierto. Sólo así podrán preparar a sus alumnos para que extraigan todo el jugo del “Carpe diem”, haciendo caso a Platón: “Busca la verdad –que para él estaba unida al bien y a la belleza– mientras eres joven, pues si no lo haces, después se te escapará de entre las manos”.
(publicado en www.cope.es, 13-X-2011)
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