Jacopo da Ponte, Parábola del rico y del pobre Lázaro (1559),
Museo de Historia del Arte, Viena
La palabra catequesis viene del griego katechein, resonar, hacer eco. En su homilía durante la Jornada de los Catequistas (29-IX-2013), el Papa Francisco ha definido bellamente al catequista, al educador cristiano, como aquel que custodia, alimenta y despierta la memoria de Dios en sí mismo y en los demás.
Tomando pie de los textos litúrgicos del día, ha comenzado hablando del riesgo en que se encuentran aquellos que “beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás” (cf. libro del profeta Amós, 6, 1.4). Con otras palabras, es “el riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar”.
Un caso así es el del rico del Evangelio, que vestía lujosamente y banqueteaba en abundancia, mientras que el pobre que estaba a su puerta no era asunto suyo (cf. Lc 16, 19 ss). “Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres”. El relato del Evangelio no le da, a quien así se comporta, ni siquiera un nombre.
Un caso así es el del rico del Evangelio, que vestía lujosamente y banqueteaba en abundancia, mientras que el pobre que estaba a su puerta no era asunto suyo (cf. Lc 16, 19 ss). “Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres”. El relato del Evangelio no le da, a quien así se comporta, ni siquiera un nombre.
Esto sucede porque perdemos la memoria de Dios
En un segundo paso, el Papa se pregunta cómo es posible esto, que nos encerremos en las cosas hasta el punto de que nos quiten nuestro rostro humano. Y responde de esta manera: “Esto sucede cuando perdemos la memoria de Dios. (…) Si falta la memoria de Dios, todo queda comprimido en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el rico del Evangelio”.
En otros términos, “quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en nada, dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no a imagen y semejanza de las cosas, no de los ídolos”. Y efectivamente. No es que en sí mismas las cosas de la vida no sean nada; sino que cuando se pone en ellas la confianza que debería depositarse solo en Dios, pierden su significación, su densidad y su horizonte humano y hasta nos acaban vaciando de humanidad a nosotros mismos.
La fascinante tarea de educar en la fe
A partir de ahí se dirige a los catequistas, de quienes da una bella definición: “¿Quién es el catequista? Es el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás”. De hecho –dirá más adelante el Papa– el Catecismo es eso: memoria de Dios y de su actuar cercano a nosotros en Cristo, y ahora presente en su Palabra, en los sacramentos en su Iglesia, en su amor. La Virgen María cuando fue a visitar a su prima Isabel hizo memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en la historia de su pueblo y en su misma vida personal, como proclamó en el Magnificat (cf. Lc 1, 46 ss).
Esto tiene que ver con la fe, puesto que esa fidelidad de Dios suscita en nosotros la confianza en Él: “La fe contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta”. Y el catequista pone esa memoria al servicio del anuncio de la fe: “no para exhibirse, no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad”, para transmitir todo lo que viene de Dios, sin quitar ni añadir, y sobre todo anunciar a Jesucristo (cf. 2 Tm 2,8-9).
A partir de ahí se dirige a los catequistas, de quienes da una bella definición: “¿Quién es el catequista? Es el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás”. De hecho –dirá más adelante el Papa– el Catecismo es eso: memoria de Dios y de su actuar cercano a nosotros en Cristo, y ahora presente en su Palabra, en los sacramentos en su Iglesia, en su amor. La Virgen María cuando fue a visitar a su prima Isabel hizo memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en la historia de su pueblo y en su misma vida personal, como proclamó en el Magnificat (cf. Lc 1, 46 ss).
Esto tiene que ver con la fe, puesto que esa fidelidad de Dios suscita en nosotros la confianza en Él: “La fe contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta”. Y el catequista pone esa memoria al servicio del anuncio de la fe: “no para exhibirse, no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad”, para transmitir todo lo que viene de Dios, sin quitar ni añadir, y sobre todo anunciar a Jesucristo (cf. 2 Tm 2,8-9).
Esfuerzo y compromiso personal
Ahora bien, continúa el Papa, este dejarse guiar por la memoria de Dios para despertarla en el corazón de los demás, requiere esfuerzo y compromete la vida. Consciente de ello pregunta a los catequistas, lo que puede valer en un sentido más amplio para todo educador en la fe: “¿Somos memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón?”
Esto podrá hacerlo el catequista, “si tiene una relación constante y vital con Él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en Él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de ‘hypomoné’, de paciencia y perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia”.
Toda una lección, nada abstracta, sobre lo que es un catequista como educador en la fe. Y que se resume en esas dos condiciones: custodiar y alimentar la memoria de Dios en la propia vida y saberla despertar en el corazón de los demás, del modo que hoy es más necesario: con la comprensión y la misericordia.
Ahora bien, continúa el Papa, este dejarse guiar por la memoria de Dios para despertarla en el corazón de los demás, requiere esfuerzo y compromete la vida. Consciente de ello pregunta a los catequistas, lo que puede valer en un sentido más amplio para todo educador en la fe: “¿Somos memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón?”
Esto podrá hacerlo el catequista, “si tiene una relación constante y vital con Él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en Él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de ‘hypomoné’, de paciencia y perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia”.
Toda una lección, nada abstracta, sobre lo que es un catequista como educador en la fe. Y que se resume en esas dos condiciones: custodiar y alimentar la memoria de Dios en la propia vida y saberla despertar en el corazón de los demás, del modo que hoy es más necesario: con la comprensión y la misericordia.
(publicado en www.analisisdigital.com, 3-X-2013)
(Ver versión en portugués / veja versão em Português)
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