La primera referencia la constituye el misterio pascual, es decir, la muerte y resurrección de Cristo para nuestra salvación. Entre Cristo y las Sagradas Escrituras hay una relación tan estrecha que ellas no se entienden sin Él y viceversa.
Al dedicar un Domingo del Año Litúrgico a la Palabra de Dios, el papa desea, sobre todo, “que la Iglesia reviva el gesto del Resucitado que abre también para nosotros el tesoro de su Palabra para que podamos anunciar por todo el mundo esta riqueza inagotable” (n. 2).
Con esta carta quiere contribuir a valorar el hecho de que “en las diferentes Iglesias locales hay una gran cantidad de iniciativas que hacen cada vez más accesible la Sagrada Escritura a los creyentes, para que se sientan agradecidos por un don tan grande, con el compromiso de vivirlo cada día y la responsabilidad de testimoniarlo con coherencia” (Ibid.).
Eficacia de la Palabra de Dios
Ya el Concilio Vaticano II dedicó su Constitución “Dei Verbum” a la Palabra de Dios. En 2008, Benedicto XVI presidió el sínodo sobre la Palabra de Dios, que concluyó con la publicación de la exhortación Verbum Domini (2010). “En este documento –señala el papa actual con referencia a esa exhortación– en particular se profundiza el carácter performativo de la Palabra de Dios, especialmente cuando su carácter específicamente sacramental emerge en la acción litúrgica” (Ibid.). Caracter performativo quiere decir que la Palabra de Dios, sobre todo durante la celebración litúrgica, no se limita a decir algo, sino que lo hace. Así lo explica el documento citado:
“En efecto, en la historia de la salvación no hay separación entre lo que Dios dice y lo que hace; su Palabra misma se manifiesta como viva y eficaz (cf. Hb 4,12), como indica, por lo demás, el sentido mismo de la expresión hebrea dabar”.
“Igualmente –continúa la explicación–, en la acción litúrgica estamos ante su Palabra que realiza lo que dice. Cuando se educa al Pueblo de Dios a descubrir el carácter performativo de la Palabra de Dios en la liturgia, se le ayuda también a percibir el actuar de Dios en la historia de la salvación y en la vida personal de cada miembro”.
Así se dice, al mismo tiempo, que Dios sigue actuando, a través de la liturgia, en la historia de la salvación, lo mismo que en la vida de los cristianos. En efecto, y de ahí la importancia tanto de la formación bíblica como de la formación litúrgica.
La carta de Francisco recoge a pie de página un párrafo de ese documento de Benedicto XVI (Verbum Domini) que se refiere a la “sacramentalidad” de la Palabra de Dios. Esto se explica ahí “en analogía”, es decir, en comparación con la Eucaristía, en la que bajo las apariencias del pan y del vino comulgamos el cuerpo y la sangre de Cristo. En efecto, el término sacramentalidad evoca ese modo de ser de los sacramentos, signos visibles de una gracia invisible.
De un modo parecido a lo que acontece con la Eucaristía, dice el texto, “la proclamación de la Palabra de Dios en la celebración comporta reconocer que es Cristo mismo quien está presente y se dirige a nosotros para ser recibido» (Exhort. Ap. Verbum Domini, 56).
Esa presencia de Cristo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se leen y proclaman en la liturgia, es la que se Francisco quiere resaltar estableciendo el III Domingo del Tiempo ordinario como Domingo de la Palabra. Estará “dedicado a la celebración, reflexión y divulgación de la Palabra de Dios” (n. 3).
Además, se desea contribuir así a “fortalecer los lazos con los judíos y a rezar por la unidad de los cristianos” (Ib.). Las dos referencias tienen como trasfondo el hecho de que los judíos han sido los primeros depositarios de la Sagrada Escritura (Antiguo Testamento) y que todos los cristianos (también, por tanto, los no católicos) estamos invitados a ponernos “en actitud de escuchar el camino a seguir para llegar a una auténtica y sólida unidad” entre nosotros (Ibid.).
A continuación, se dan algunas indicaciones para que en ese día la Palabra de Dios quede debidamente resaltada en las celebraciones litúrgicas de modo que todos los fieles la valoren cada día más, la conozcan y la profundicen, y también la mediten para que les sirva como alma de su oración (“lectio divina”).
Es bello cómo se relata en la Biblia la primera vez que el Pueblo de Dios –en el Antiguo Testamento– volvió a leer la Sagrada Escritura, a la vuelta del exilio de Babilonia, durante la fiesta de las Tiendas.
El pueblo se reunió en Jerusalén, en una de las puertas del templo (la “Puerta del Agua”, situada al oriente), “como un solo hombre” (Ne 8, 1). Ahí les explicaron el sentido de todo lo que habían vivido. Su reacción fue la emoción y las lágrimas de alegría:
“Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis tristes ni lloréis” –les dijeron el gobernador y el escriba– (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras de la ley). […] “¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza!”» (Ne 8,8-10).
La mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía
También es bella la explicación que sigue, del papa para nosotros. Ante todo, la Biblia no es patrimonio de unos pocos –escogidos o expertos–, sino que pertenece a todos los cristianos, al pueblo de Dios, convocado para escucharla y reconocerse en esa Palabra. “La Biblia es el libro del pueblo del Señor que al escucharlo pasa de la dispersión y la división a la unidad. La Palabra de Dios une a los creyentes y los convierte en un solo pueblo” (n. 4).
En esa unidad generada por la escucha de la Palabra de Dios, los pastores tienen una responsabilidad especial para explicar las Sagradas Escrituras y hacerlas accesibles a la comunidad cristiana. Esto se concreta sobre todo en la homilía. Tiene como objetivo “ayudar a profundizar en la Palabra de Dios, con un lenguaje sencillo y adecuado para el que escucha” (n. 5), así como mostrar la “belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica del bien” (Exhort. Evangelii gaudium, 142.
“De hecho –añade Francisco–, para muchos de nuestros fieles esta es la única oportunidad que tienen para captar la belleza de la Palabra de Dios y verla relacionada con su vida cotidiana”. Por tanto, se pide a los pastores el esfuerzo para prepararla a partir de la oración personal, la brevedad y la concreción para que esa Palabra alcance los corazones de los que escuchan y dé fruto. También se pide esto, de modo distinto, para la tarea de los catequistas.
Como Jesús mismo explicó a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 13-35), toda la Escritura habla de Cristo. Y señala Francisco: “Puesto que las Escrituras hablan de Cristo, nos ayudan a creer que su muerte y resurrección no pertenecen a la mitología, sino a la historia y se encuentran en el centro de la fe de sus discípulos”.
De hecho entre la fe y las Sagradas Escrituras hay un vínculo profundo: “Porque la fe proviene de la escucha y la escucha está centrada en la palabra de Cristo (cf. Rm 10,17), la invitación que surge es la urgencia y la importancia que los creyentes tienen que dar a la escucha de la Palabra del Señor tanto en la acción litúrgica como en la oración y la reflexión personal” (n. 7).
También las Sagradas Escrituras son inseparables de la Eucaristía. El Concilio Vaticano II recuerda que son como “dos mesas” que, juntas, alimentan a los creyentes: la mesa de la Palabra de Dios y la mesa del Cuerpo de Cristo (cf. Const. Dei Verbum, 21).
Es Cristo resucitado –observa el papa– quien a diario parte la Palabra y Pan en la comunidad de los creyentes: “Para esto necesitamos entablar un constante trato de familiaridad con la Sagrada Escritura, si no el corazón queda frío y los ojos permanecen cerrados, afectados como estamos por innumerables formas de ceguera” (n. 8).
La Sagrada Escritura y los sacramentos son, pues, inseparables. Como señala el libro del Apocalipsis (3, 20), en palabras de Francisco, “Jesucristo llama a nuestra puerta a través de la Sagrada Escritura; si escuchamos y abrimos la puerta de la mente y del corazón, entonces entra en nuestra vida y se queda con nosotros” (Ibid.).
Palabra de Dios y salvación en Cristo
Se detiene el papa en tres aspectos de la Sagrada Escritura, inspirándose en la segunda carta de san Pablo a Timoteo: finalidad salvífica de la Escritura, su sentido espiritual y su fundamento en la Encarnación del Hijo de Dios.
a) Si bien los libros de la Biblia tienen un innegable fundamento histórico, “la Biblia no es una colección de libros de historia, ni de crónicas, sino que está totalmente dirigida a la salvación integral –salvación del mal y de la muerte– de la persona” (n. 9).
b) Para alcanzar esa finalidad salvífica, el Espíritu Santo, bajo la guía de la Iglesia, nos abre al sentido espiritual del texto. Así nos libera del riesgo de permanecer encerrados en el mero texto escrito sin pasar a su significado, cayendo en una inspiración fundamentalista. El Espíritu Santo transforma la Escritura en Palabra viva de Dios, que tiene un carácter inspirado, dinámico y espiritual (cf. n. 7).
Esto sigue sucediendo hoy. “Por tanto –dice Francisco–, es necesario tener fe en la acción del Espíritu Santo que sigue realizando una peculiar forma de inspiración cuando la Iglesia enseña la Sagrada Escritura, cuando el Magisterio la interpreta auténticamente (cf. Dei Verbum, 10) y cuando cada creyente hace de ella su propia norma espiritual” (n. 10 del texto del papa)
c) El Concilio explica además que la Palabra de Dios ha asumido nuestro lenguaje humano haciéndose carne en Jesucristo (lo que llamamos la Encarnación del Hijo de Dios), en un contexto histórico y cultural determinado y con consecuencias para todos los tiempos y lugares.
Ya antes de Cristo, la Palabra de Dios se transmite por tradición en el Pueblo de Israel y con la venida de Cristo la Palabra de Dios es transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por eso decimos que la fe bíblica se basa en la Palabra viva, no en un mero libro (cf. n. 11).
La Palabra da fruto por la acción del Espíritu Santo
Finalmente, Francisco señala los frutos principales de las Sagradas Escrituras en la vida cristiana y, por tanto, en la misión evangelizadora de la Iglesia.
Ante todo, el Antiguo Testamento no se hace nunca “viejo”: sigue “latiendo” en el Nuevo, transformado por el único Espíritu Santo que ha inspirado a ambos. La Sagrada Escritura se hace eficaz en aquel que la escucha, trata de compartirla con otros y hacerla vida –aunque esto a veces resulte exigente–, para vivir en profundidad nuestra relación con Dios y con nuestros hermanos (cf. n. 12).
La Escritura nos interpela sobre todo para saber recibir el amor de Dios y responderle mediante el amor nuestro a Dios y a los demás, es decir, mediante la caridad, acudiendo a las necesidades materiales y espirituales de quienes nos rodean (cf. Lc 16, 29).
De ahí que señale el papa: “Escuchar la Sagrada Escritura para practicar la misericordia: este es un gran desafío para nuestras vidas. La Palabra de Dios es capaz de abrir nuestros ojos para permitirnos salir del individualismo que conduce a la asfixia y la esterilidad, a la vez que nos manifiesta el camino del compartir y de la solidaridad” (n. 13).
La escena de la transfiguración del Señor (cf. Lc 9, 33) tiene lugar durante la fiesta de las Tiendas, cuando –como vimos al principio– se leía el texto sagrado al pueblo a partir del regreso del exilio. A la vez, la transfiguración anticipa la gloria de Jesús, para animar a los apóstoles antes de la pasión del Señor.
Aquí también sirve, observa Francisco, la comparación entre lo que pasa con el cuerpo de Cristo –que es transfigurado volviéndose blanco y brillante– y la vida de los cristianos. Con el alimento de la Sagrada Escritura el Espíritu Santo hace que los cristianos vayan identificándose con Cristo glorioso. Para eso hace falta, como dice el Concilio, “pasar de la letra al espíritu” (cf. n. 14 y Dei Verbum, 38).
Estos frutos que da la Palabra de Dios cuando se hace vida en los cristianos se ven de modo excelente en María. Jesús llama bienaventurada a su Madre porque creyó en el cumplimiento de lo que el Señor le había dicho (cf. Lc 1, 45), Cuando entre la multitud ciertas personas exclamaron admiradas: “Feliz el vientre que te llevó”, Jesús replicó: “Más bien, felices quienes oyen y custodian la Palabra de Dios” (Lc 11, 27-28).
“Esto –observa san Agustín– equivale a decir: también mi madre, a quien habéis calificado de feliz, es feliz precisamente porque custodia la Palabra de Dios; no porque en ella la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, sino porque custodia la Palabra misma de Dios mediante la que ha sido hecha y que en ella se hizo carne” (Tratado sobre el evangelio de Juan, 10,3).
Concluye el papa deseando “que el domingo dedicado a la Palabra haga crecer en el pueblo de Dios la familiaridad religiosa y asidua con la Sagrada Escritura, como el autor sagrado lo enseñaba ya en tiempos antiguos: esta Palabra ‘está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que la cumplas’ (Dt 30,14)”.
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