Las misiones y los misioneros siempre han sido importantes en el cristianismo. Más aún, son la vanguardia y el referente primero de la evangelización. Al mismo tiempo, todos los cristianos tenemos una misión. Esto significa nuestro nombre, “cristiano”, que deriva de Cristo, el “ungido” por Dios para la salvación del mundo.
En nuestro tiempo se siguen manifestando los límites del hombre, a pesar de los enormes avances de la ciencia y de la tecnología en el mundo de la globalización. No es solo la muerte (el límite más claro y común), sino la persistencia del hambre y las enfermedades, de la ignorancia, de las injusticias, la imposibilidad de hacer todo lo que querríamos, por muy bueno que nos parezca. Nuestra mente, nuestro corazón, nuestra capacidad de trabajo y nuestro tiempo tienen sus límites. No somos Dios. Pero además no funcionamos como sería quizá de esperar.
Decía Sófocles que el hombre está panta poros aporon, abierto a todas las cosas, pero a la vez cerrado. En perspectiva cristiana observaba San Pablo: “No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rm 7, 19). Estamos “heridos” en nuestra inteligencia, en nuestra voluntad y en nuestros deseos y actitudes. Y a esto habría que añadir la confusión y manipulación de que somos objeto continuamente. Todo ello nos hace lentos para percibir la verdad, el bien y la belleza. Y esto se muestra con frecuencia en la extraña ceguera para percibir las necesidades de los otros, incluso de los más cercanos. Y también para perdonar, como se puede ver en la película “El Cuarteto” (Quartet, D. Hoffman, 2012) (ver trailer).
En el momento actual cabe subrayar tres aspectos: la misión nos corresponde efectivamente a todos los cristianos, según nuestras condiciones y circunstancias en la Iglesia y en el mundo; la misión cristiana es un aspecto esencial de la educación en la fe; esta misión requiere hoy antes que nada del testimonio y de la misericordia.
La misión, o la evangelización, corresponde a todos los cristianos
1. Los cristianos hemos recibido la buena noticia (el Evangelio) de que Dios nos ama y el encargo o la misión de anunciarla al mundo. Cristiano significa ungido, como Cristo y en Cristo, para esa misión. Como ha señalado el Papa Francisco, se trata de “un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos” (Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, 20-X-2013).
Con esa buena noticia y la misión de anunciarla a todos, también tenemos los cristianos el impulso y la energía para hacerlo, saliendo de nosotros mismos e incluso, como nos insiste el Papa, yendo a las “periferias”, especialmente a aquellas que no han tenido la oportunidad de conocer a Cristo. “La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten con nosotros el camino de la vida” (ibid.).
Esta necesidad y su permanente actualidad la han percibido los santos de todos los tiempos. Por eso existen las “misiones”, que el Concilio Vaticano II quiso integrar en la gran y única misión cristiana, en este compromiso evangelizador que nos compromete a todos, porque “los ‘confines’ de la fe no solo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino el corazón de cada hombre y cada mujer” (ibid.).
Educar para la evangelización
2. Con otras palabras, “todos somos enviados por los senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos, profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos en anunciadores de su Evangelio” (ibid). Esta misión, la misión de los cristianos, no es simplemente un programa que habría que lograr a un plazo más o menos largo, sino también un horizonte que hemos de tener en todas nuestras actividades cotidianas, aquí y ahora. Con ello llegamos a un segundo punto. En la educación de la fe es esencial formar a los cristianos para su misión; para una misión que pueden y deben llevar a cabo ya desde niños, entre los parientes y los amigos, los vecinos, los compañeros de trabajo y los simples conocidos.
Ahora bien, la evangelización encuentra obstáculos fuera y dentro de la comunidad eclesial. “A veces –reconoce el Papa– el fervor, la alegría, el coraje, la esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de nuestro tiempo a encontrarlo son débiles”. En otras ocasiones se piensa que evangelizar es violentar la libertad; más bien sucede que si se lleva a cabo con claridad y respeto, la evangelización es un servicio y un homenaje a la libertad humana (cf. Pablo VI, Evangelii nuntiandi, 80). En un ambiente como el nuestro, que destaca la violencia, la mentira y el error, es urgente que resuene esta buena noticia.
Evangelización, testimonio y misericordia
3. Tercero y último, la evangelización requiere ante todo el testimonio de vida. La evangelización no es una apelación a seguir o adherirse a una doctrina o unos intereses meramente humanos. Es una proposición a la razón y a la libertad de las personas. Se trata de ayudarlas a abrirse ante las necesidades materiales y espirituales de los otros, de modo que se muevan a la compasión y al amor efectivo, con hechos. Y esto solo puede proponerse con el testimonio (es decir, el ejemplo y la coherencia manifestados en la vida y en las palabras) y la misericordia.
En efecto, el Evangelio de Cristo es “anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación”. Hemos de ser capaces de anunciar “que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien”. En esto consiste la naturaleza misionera de la Iglesia, y, por tanto, la misión de los cristianos: es “testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor” (Papa Francisco, Mensaje para la Jornada Mundial de las Misiones, 20-X-2013; cf. también su Discurso al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, 14-X-2013).
(publicado en www.religionconfidencial.com, 30-10-13)
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