Películas sencillas, como “Los chicos del coro” (Ch. Barratier, Les Choristes, 2004), “En busca de la felicidad” (G. Muccino, The Pursuit of Happyness, 2006) y “El discurso del Rey” (T. Hooper, The King’s Speech, 2010), nos presentan los valores del ánimo y la valentía, muy relacionados entre sí. El primero corresponde a una disposición más general; la segunda alude a un modo concreto de comportarse.
Romano Guardini los estudia conjuntamente. Parte, como otras veces, de la distinción entre una inclinación natural y un valor hecho actitud, hecho virtud.
Hay personas de por sí valientes, con poca imaginación y, por tanto, con poco miedo, capaces de resolver situaciones peligrosas fácilmente; pero tienen que cuidar de no volverse frívolas o brutales. Quizá tienen un talente optimista, y entonces deben procurar ser prudentes y agradecidas. O tal vez son nobles de carácter, y están dotadas de especial fortaleza para sufrir. Si toda esa disposición se educa, puede transformarse para una vida útil, buena y noble.
Aceptación de la realidad, contando con Dios
Pero el ilustre profesor ítalo-alemán se interesa más por la virtud del ánimo o de la valentía, propiamente hablando. Una virtud que en cierta medida puede pedirse a todos, aunque hay que esforzarse por lograrla. Significa ante todo, dice, aceptación de la propia existencia con lo que agrada y también con lo que estorba o carga; pero aceptando el conjunto, la totalidad de lo que somos sin apartar nada. Esta es la primera valentía, aceptar lo que se es para tratar de mejorarlo. Como sucede continuamente en la ética, aquí aparece la tensión entre necesidad y libertad.
Entiende Guardini que en un mundo en el que se habla mucho de la nada, de la destrucción y del miedo, para el creyente la aceptación de la realidad sobre sí mismo es también consecuencia de ver detrás a Dios, que con todo eso va indicando mi lugar y mi destino. Esto no obsta para que muchas veces la vida se presente como un duro deber, que debe recorrerse haciendo el propio camino.
Y todo ello, señala, es el fundamento natural del mensaje de Cristo sobre la providencia divina. Esto significa “que el futuro, aun con todo su desconocimiento, no es algo extraño ni hostil al hombre, sino que se lo ha preparado Dios; que la existencia, en toda su imprevisibilidad, no es ningún caos, sino que está ordenada para él por la mano de Dios”.
Ante las dificultades
Ahora bien, creer esto y vivirlo puede ser difícil en una época como la nuestra, de transición (escribe esto a mediados del siglo XX: ¡cuánto más cabría decir ahora!), en la que muchas cosas importantes se deshacen sin que se vea cómo van a resultar las cosas nuevas. Puede ser más difícil aún para una persona de carácter vacilante o miedoso. “Pero aquí -en el caso del creyente, subraya Guardini- el ánimo de vivir va unido a la confianza en la guía de Dios”.
Puede suceder incluso que el hombre vea el pasado tan lleno de sentido y de belleza que no se fíe en absoluto de lo que puede depararle el futuro, que éste le resulte extraño, que todo lo nuevo le repugne. También ese hombre, apunta nuestro autor, necesita ánimo: “el ánimo que se atreve con el futuro, en la confianza de que en él se desarrolla la guía de Dios”.
Valentía significa, en cualquier caso, aguantar en el peligro. En su raíz, el peligro acecha en el mal que actúa desde dentro de cualquier corazón, en la capacidad que tenemos de ser heridos, en el paso del tiempo que nos lleva hacia la muerte. Y todo esto hay que afrontarlo con serenidad libre, sin exagerar, sabiendo que con todo se puede crecer.
Afrontar la misión personal en un tiempo de crisis
El creyente, añade Guardini, requiere de valentía para afrontar la misión que Dios le tiene preparada: tanto desde el punto de vista del trabajo, como de las relaciones y los compromisos personales. Todo eso es importante, como lo son las ocasiones diarias de relacionarnos con la verdad, con la rectitud o la pureza y la nobleza, y sus contrarios: la mentira, el propio provecho, la suciedad y la bajeza.
Y concluye diciendo que el valor de la valentía puede verse desde Dios mismo, que tuvo, por así decir, el ánimo de crear al hombre libre. De un modo más visible todavía, podemos contemplar la valentía de Cristo en toda su vida, hasta la cruz. Esto tiene que ver de modo nuclear con la valentía propia de un cristiano, a pesar de las dificultades.
Todo esto es bien actual. Benedicto XVI ha señalado que las situaciones de crisis por las que está atravesando la humanidad –sean de carácter económico, alimentario, ambiental o social– son también, en el fondo, crisis morales relacionadas entre sí. Crisis que “obligan a replantear el camino común de los hombres. Obligan, en particular, a un modo de vivir caracterizado por la sobriedad y la solidaridad, con nuevas reglas y formas de compromiso, apoyándose con confianza y valentía en las experiencias positivas que ya se han realizado y rechazando con decisión las negativas. Sólo de este modo la crisis actual se convierte en ocasión de discernimiento y de nuevas proyecciones” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, 1-I-2010: “Si quieres promover la paz, protege la creación”).
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Rafael, La Transfiguración (1517-1520)
Museos vaticanos, Ciudad del Vaticano
El italiano Rafael Sanzio pintó en el s. XVI la Transfiguración del Señor, un cuadro con dos partes. En la parte alta Jesús se muestra con las manos alzadas en actitud orante, en medio de Moisés (la Ley) y Elías (los profetas). Según San León Magno, la transfiguración tenía como fin dar ánimos a los apóstoles, que acababan de recibir el anuncio de la pasión de Jesús. Al mismo tiempo “se estaba fundamentando la esperanza de la Iglesia, para que los miembros de este Cuerpo pudieran contar con participar de la gloria de su Cabeza (cf. Discurso 51, 3—4: PL 54, 310-311).
En la escena inferior del cuadro de Rafael se representa la curación del niño epiléptico (que sucedió inmediatamente después de la transfiguración), que es presentado por su padre a los discípulos. Algunos de ellos apuntan a la escena (superior) que acaban de contemplar. Entre las dos escenas hay un vínculo: “En una y otra hay un padre que ama y un hijo amado” (T. Verdon). Por la obediencia de la fe, Abraham estuvo a punto de sacrificar a su hijo (cf. Gn 22, 11-17). En cambio, como observa San Pablo, Dios Padre permitió que Jesús muriera en la cruz por nosotros: “¿Cómo no nos dará con Él todas las cosas?” (Rm 8, 32).
(la primera parte fue publicada en www.cope.es, 6-II-2012)
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