Sara Maria Vaccarezza Fariña, Calle con árboles, gente y colores
Después de que los
apóstoles Pedro y Juan curaron al cojo de nacimiento, les metieron en la
cárcel, pero acabaron soltándoles, con la prohibición de que predicaran y
enseñaran en nombre de Jesús (cf. Hch., capítulos 3 y 4). Ellos volvieron a
reunirse con los demás discípulos. Y entonces, lo primero que hicieron todos
fue invocar a Dios. Esta oración dio como fruto una efusión del Espíritu Santo
que suele llamarse “el pequeño Pentecostés”.
A esta plegaria le ha dedicado Benedicto XVI una
reflexión en la audiencia general del miércoles 18 de abril, dentro de sus
catequesis sobre la oración. Ha
analizado el contexto, lo que se pedía en ella, sus resultados inmediatos y las
enseñanzas que se desprenden para nosotros.
Siempre, ante todo, ponerse en oración
Primero, el contexto. Como ya hemos visto, se trata
de una dificultad para los primeros cristianos de Jerusalén. En esta situación,
observa el Papa, “la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis
sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias de cómo defenderse a sí mismos, o
qué medidas adoptar; sino que ante la prueba empiezan a rezar, se ponen en
contacto con Dios”. Y esta oración tiene una característica sobresaliente: se
trata de una oración unánime, dice el
texto utilizando una terminología que también en otras ocasiones (cf. Hech. 1,
14; 2, 46) expresa la concordia y la unidad profunda que aquellos cristianos
experimentan, poniéndose a rezar “como una sola persona”. Esto, entiende
Benedicto XVI, es el primer prodigio que Dios hace en ellos: que a causa de su
fe, “la unidad se refuerza, en lugar de verse comprometida, ya que está
sostenida por una oración inquebrantable”.
Dejar que la fe ilumine las cosas que pasan... y pedir lo que nos falta
Pasando al contenido de esa oración, leemos cómo
ante todo buscan, en palabras del Papa, “comprender en profundidad lo que ha
sucedido”, tratan de “leer los acontecimientos a la luz de la fe” y lo hacen
“precisamente a través de la
Palabra de Dios, que nos permite descifrar la realidad del
mundo”. Dicho de otra manera: llevan a
su oración lo que está pasando, para situarlo en la realidad: comienzan por
reconocer quién es Dios, con su grandeza e inmensidad, y cómo actúa para
nuestro bien. Dios, el creador del mundo, no abandona nunca a sus criaturas, y
concretamente a sus elegidos; tampoco cuando surgen las dificultades o las
amenazas de los poderosos (cf. el Salmo 2). “Como le sucedió a Jesús, también
sus discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución”.
En esa consideración, que es ya oración de alabanza
y acción de gracias, surge la petición. ¿Qué piden esos primeros cristianos en
un momento de prueba? Hace notar Benedicto XVI que no piden ser librados de la
persecución, de la prueba o del sufrimiento, ni la venganza contra sus
enemigos, ni lograr éxito. Piden solamente a Dios que les conceda “proclamar tu
palabra con libertad” (cf. Hch. 4, 29), es decir, no perder la valentía de la
fe.
A esa petición se añade la de que Dios confirme
claramente su ayuda, mediante curaciones u otros signos o prodigios, “para que
sea visible la bondad de Dios, es decir, una fuerza que transforme la realidad,
que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y traiga la novedad
radical del Evangelio”.
Dios siempre responde
Finalmente, el resultado inmediato de la oración:
“Tembló el lugar en que estaban reunidos tembló y todos quedaron llenos del
Espíritu Santo, y proclamaban la palabra de Dios con libertad” (Hch. 4, 31). He
ahí, señala el Papa, el fruto de aquella oración: “La efusión del Espíritu, don
del resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que
impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena
noticia hasta los confines del mundo”.
Y la principal lección para nosotros: “También nosotros
(…) debemos saber presentar los acontecimientos de nuestra vida cotidiana en
nuestra oración, para buscar su significado profundo”. Lo haremos, explica
Benedicto XVI, si, como aquellos primeros cristianos, nos dejamos iluminar por la Palabra de Dios, la
meditación de la
Sagrada Escritura, para aprender a ver que Dios está presente
en nuestras vidas, también en los momentos difíciles o en las cosas que no
comprendemos, porque todo lo que sucede forma parte de su designio amoroso, en
el que al final vence el bien.
También nosotros debemos renovar la petición del Espíritu Santo, que nos ilumine y vivifique, que nos lleve a reconocer al Señor, que responde a nuestras invocaciones con su voluntad de amor “y no según nuestras ideas”. Así podremos vivir con serenidad, valentía y alegría todas las situaciones, incluyendo las dificultades, con paciencia y esperanza (cf. Rm 5, 3-5).
También nosotros debemos renovar la petición del Espíritu Santo, que nos ilumine y vivifique, que nos lleve a reconocer al Señor, que responde a nuestras invocaciones con su voluntad de amor “y no según nuestras ideas”. Así podremos vivir con serenidad, valentía y alegría todas las situaciones, incluyendo las dificultades, con paciencia y esperanza (cf. Rm 5, 3-5).
El tema de mi vida... y de los demás
Al leer estas palabras del Papa, me venían a la
mente otras de san Josemaría Escrivá: “El tema de la oración es el tema de mi
vida”. Por eso animaba a considerar lo que pasa en nuestra vida a la luz de la
vida y las enseñanzas de Jesús, y con docilidad a las inspiraciones del
Espíritu Santo. Es sobre todo en la
oración, predicaba, donde nos daremos cuenta “hasta qué extremo
deben llevarse el amor y el servicio”. Y añadía: Sólo si procuramos comprender
el arcano del amor de Dios, de ese amor que llega hasta la muerte, seremos
capaces de entregamos totalmente a los demás, sin dejarnos vencer por la
dificultad o por la indiferencia”.
(publicado en www.analisisdigital.com, 25-IV-2012)
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