domingo, 25 de agosto de 2013

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La transmisión de la fe desde el "nosotros" de la Iglesia

Detalle de "la pesca milagrosa", ábside de la capilla 
de la Conferencia Episcopal Española, 
Madrid 2011

¿Puede transmitirse la fe? ¿No es algo subjetivo, que solo afecta a la relación de cada uno con Dios? La fe puede transmitirse, no ciertamente en cuanto don de Dios, sino en cuanto que los cristianos hacemos partícipes a otros de nuestra respuesta filial al don recibido. Es decir, en cuanto que podemos mostrarles la confianza que comporta creer en el Dios Uno y Trino, que nos ha manifestado su amor a través de su Hijo Jesucristo.

     Y de hecho la fe se transmite entre los cristianos desde los orígenes del cristianismo, en y desde el “nosotros” de la Iglesia; pues en la familia de Dios, todos estamos llamados a “implicarnos” en el don de la fe para otros.


La fe se transmite de persona a persona

     Cada cristiano está llamado a “contagiar” a los demás su apertura al amor, que es escucha de la Palabra de Dios y reflejo de su luz en la propia conducta. Dios mismo se sirve de la vida y de las palabras de los cristianos, para seguir dando a otros la fe (cf 1 Co 15, 3).

     “La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como una llama enciende otra llama” (Lumen fidei, n. 37; cf. 2 Co 4, 14). Así el “rostro” de Jesús llega a nosotros como semilla que da lugar a un gran árbol, a través de las generaciones (cf. 2 Co 3, 18; 4, 6), por medio de una cadena de testimonios (cf. n. 37 s).


La Iglesia nos transmite su memoria viva de la fe

     No somos seres aislados. Una gran parte de nuestros conocimientos en la vida corriente –incluso nuestra propia autoconciencia– los obtenemos a partir del conocimiento y de la experiencia de otros. Lo mismo sucede con la fe. El amor de Jesús lo conocemos y nos “alcanza” por medio de otros cristianos, con los que formamos el “sujeto único de memoria que es la Iglesia” (n. 38). La Iglesia nos transmite su memoria viva de la fe. “La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje de la fe”, gracias a la acción del Espíritu Santo que actúa a la vez en la Iglesia y en cada uno de los cristianos (cf. Jn 14, 26).

     Por eso, explica la encíclica Lumen fidei,la fe no es únicamente una opción individual que se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el ‘yo’ del fiel y el ‘Tú’ divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma naturaleza, se abre al ‘nosotros’, se da siempre dentro de la comunión de la Iglesia” (n. 39). La fe se transmite por tanto entre los cristianos, y esa transmisión se apoya en cuatro elementos principales.


La "profesión de fe" (el Credo)

     Una primera forma en que la fe se manifiesta y se transmite es la “profesión de la fe” (condensada en el Credo). Se pide a quienes se bautizan, o en su nombre a sus padres y padrinos, que profese la fe en el marco de la familia de Dios que es la Iglesia. Lo mismo renovamos cada domingo en el “Credo” de la Misa. No se trata sólo de asentir a un conjunto de verdades abstractas, sino de un “ponerse en camino” para compartir la comunión íntima de vida dentro de la Trinidad, donde el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu Santo. Somos así insertados en ese amor divino que ha querido abrazar la historia de los hombres (cf. n. 45).

     De este modo quien cree no cree solo o por su cuenta, sino en una familia de hijos del mismo Padre del Cielo, Dios, y de la misma Madre en la tierra, la Iglesia. Por tanto, como dice Tertuliano, el cristiano puede rezar con sus hermanos el Padrenuestro, y queda invitado a compartir con otros la alegría de la fe (cf. n. 39).

       Afirma el Concilio Vaticano II: “Lo que los Apóstoles transmitieron comprende todo lo necesario para una vida santa y para una fe creciente del Pueblo de Dios; así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree” ( Const. Dogm. Dei Vebum, n. 8).


La fe se transmite por los sacramentos

     En segundo lugar, la fe se transmite por los sacramentos. Si se tratase solamente de transmitir una doctrina, dice la encíclica, bastaría quizá un libro o un mensaje oral. “Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón, implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones vivas en la comunión con Dios y con los otros” (Lumen fidei, n. 40). Para esto hay un medio “que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu, interioridad y relaciones”, y ese medio son los sacramentos. A través de ellos la vida del hombre se abre, desde lo visible y material, al misterio de lo eterno.

     Por el bautismo –a través de la confesión de la fe en la Trinidad y la inmersión o el lavado con agua– nos sepultamos en la muerte de Cristo para resucitar a la vida nueva con Él, como hijos adoptivos de Dios en su familia que es la Iglesia. “En el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del bien” (n. 41).

     El bautismo nos “introduce en la dinámica del amor de Jesús, fuente de seguridad para el camino de nuestra vida” (n. 42). A los padres les corresponde educar a sus hijos en la fe de la Iglesia, simbolizada por la luz que el padre enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Y esa fe es ulteriormente corroborada en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo (cf. n. 43).

     En la Eucaristía, al transformarse el pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor, se expresa plenamente la naturaleza sacramental de la fe, que por los signos –pan y vino- nos lleva a las realidades más profundas (cf. n. 44). En la Eucaristía –señala nuestro documento– confluyen los dos ejes del camino de la fe (cabría decir, uno horizontal y otro vertical). De un lado el eje [horizontal] de la historia, que enlaza nuestro presente con el pasado (al actualizar la memoria de los misterios de la salvación) y con el futuro, pues nos abre a la plenitud final de nuestra resurrección con Cristo.

     De otro lado el eje [vertical] que lleva del mundo visible al invisible, de la realidad humana a la profundidad y altura de lo divino, con un movimiento que acompaña al de toda la creación hacia su plenitud en Dios. Aquí podría evocarse Jn 12, 32, pues es Cristo quien “atrae” con su entrega amorosa, que pervive en los cristianos, todas las cosas hacia Dios.


La oración y el decálogo

      Además de la confesión de la fe y de los sacramentos, otros dos elementos son esenciales para la transmisión de la memoria viva de la Iglesia: la oración (condensada en el Padre nuestro) y el decálogo. Tanto uno como otro nos ayudan a salir de nosotros mismos para entrar en relación con Dios y los demás, como ha explicado Benedicto XVI.

     “El decálogo –señala ahora la encíclica– no es un conjunto de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del “yo” autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios, dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia” (n. 46). Un camino de gratitud y de respuesta al amor, que recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús, en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).

    En conjunto tenemos así “los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del decálogo, la oración”. Así los transmite la pedagogía de la Iglesia, y en nuestro tiempo, “el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo de la fe, ‘todo lo que ella es, todo lo que cree‘ (DV 8)” (Lumen fidei, 46).


Unidad e integridad

     Y así la fe cristiana, que es la fe de la Iglesia, se transmite en unidad y con integridad. La unidad de la fe está basada en la “visión común” de los que tienen la experiencia común del amor, que procede de un solo Dios y de un solo Señor Jesucristo; pues también “el amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad” (n. 47).

     La unidad de la fe cristiana es compartida en toda la Iglesia, y, en ella, tanto por los pastores como por los fieles, tanto los más cultos como los más sencillos. Esa unidad es también integridad, que quiere decir aceptación y vivencia de todos los aspectos de la fe, sin seleccionar solo los que parecen más “fáciles” de vivir y comprender. Y es que la fe es como un cuerpo o un organismo vivo (J.H. Newman). Así es como la luz de la fe cristiana puede crecer para iluminar el mundo y la historia, con la ayuda imprescindible del Magisterio de la Iglesia, que garantiza nuestra unión con los apóstoles, primeros testigos de la fe, escogidos por el mismo Cristo para esa misión (cf. Ibid., nn. 48 s).



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