Hace pocos días me he encontrado con una de esas películas no tan recientes, que muchos no conocen. Como escribió el crítico de cine Rogert Ebert sobre “La invención de Hugo” (Hugo, M. Scorsese, 2011), es un film en 3D, fruto de que un gran artista –su director– haya podido disponer de todos los instrumentos y recursos necesarios para hacer una película acerca de las películas. Y a la vez, una fábula fascinante para (algunos, no todos) niños, como prueba del corazón que el artista ha puesto en su obra.
(Ver tráiler).
En efecto, se trata de un relato amable y sugerente, en parte histórico y en parte autobiográfico, casi como un cuento que puede hacer las delicias de muchos niños y de muchos otros que sean capaces de mirar como ellos; especialmente si son amantes del arte y del cine, de la música y de la fotografía, de los libros y de las historias.
(Ver tráiler).
En efecto, se trata de un relato amable y sugerente, en parte histórico y en parte autobiográfico, casi como un cuento que puede hacer las delicias de muchos niños y de muchos otros que sean capaces de mirar como ellos; especialmente si son amantes del arte y del cine, de la música y de la fotografía, de los libros y de las historias.
Un niño relojero... y muchas preguntas
El protagonista es un niño de 12 años, que vive dentro de los engranajes del reloj de la estación ferroviaria de Montmartre, en el Paris de los años treinta. Su padre era un relojero aficionado a los misterios. Murió en un incendio y parece haber dejado a su hijo el encargo de arreglar cosas, y también personas.
El espectador se ve cuestionado en muchas direcciones. ¿Es el hombre un autómata que funciona con una llave en forma de corazón, y entonces es capaz de dibujar sueños? ¿Pueden quedar las personas rotas por falta de piezas? ¿Podrán superar la soledad y la tristeza? ¿Qué necesitan para resolver las preguntas más importantes? ¿Es el mundo una máquina en la que todo encaja? ¿A veces te despiertas al borde de una cornisa o colgando de las manillas de un reloj?
La silla se rompe y echa por el aire sueños que parece que no pueden volver. El café tiene su tiempo, como lo tiene el encuentro con el amor. Y toda buena historia pide ser contada, hoy con imágenes y en movimiento. ¿O acaso no es verdad que “el cine tiene el poder de capturar los sueños”?
El protagonista es un niño de 12 años, que vive dentro de los engranajes del reloj de la estación ferroviaria de Montmartre, en el Paris de los años treinta. Su padre era un relojero aficionado a los misterios. Murió en un incendio y parece haber dejado a su hijo el encargo de arreglar cosas, y también personas.
El espectador se ve cuestionado en muchas direcciones. ¿Es el hombre un autómata que funciona con una llave en forma de corazón, y entonces es capaz de dibujar sueños? ¿Pueden quedar las personas rotas por falta de piezas? ¿Podrán superar la soledad y la tristeza? ¿Qué necesitan para resolver las preguntas más importantes? ¿Es el mundo una máquina en la que todo encaja? ¿A veces te despiertas al borde de una cornisa o colgando de las manillas de un reloj?
La silla se rompe y echa por el aire sueños que parece que no pueden volver. El café tiene su tiempo, como lo tiene el encuentro con el amor. Y toda buena historia pide ser contada, hoy con imágenes y en movimiento. ¿O acaso no es verdad que “el cine tiene el poder de capturar los sueños”?
El lugar de donde proceden los sueños
Hay que estar atentos cuando por medio de alguien importante se nos dice: “Si alguna vez te has preguntado de donde proceden tus sueños…, mira a tu alrededor. Aquí es donde se fabrican”. No le falta cierta razón, sobre todo si se entiende ese “mirar a tu alrededor” como penetrar en la realidad que nos rodea, el gran teatro y el gran cine que es el mundo mismo.
“En las máquinas –observa Hugo– nunca sobran piezas, ¿sabes? Tienen el número exacto que necesitan. Por eso pensé que si el mundo entero era una gran máquina, yo no podía sobrar, tenía que estar aquí por alguna razón. Y eso significa que tú estás también por alguna razón”[1].
El mundo como máquina, ¿el hombre máquina?
Hay que estar atentos cuando por medio de alguien importante se nos dice: “Si alguna vez te has preguntado de donde proceden tus sueños…, mira a tu alrededor. Aquí es donde se fabrican”. No le falta cierta razón, sobre todo si se entiende ese “mirar a tu alrededor” como penetrar en la realidad que nos rodea, el gran teatro y el gran cine que es el mundo mismo.
“En las máquinas –observa Hugo– nunca sobran piezas, ¿sabes? Tienen el número exacto que necesitan. Por eso pensé que si el mundo entero era una gran máquina, yo no podía sobrar, tenía que estar aquí por alguna razón. Y eso significa que tú estás también por alguna razón”[1].
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El mundo como máquina, ¿el hombre máquina?
El mundo moderno nos ha traído la ciencia y con ella el progreso tecnológico, que tanto nos ayuda. Pero a la vez, la modernidad, a partir de los siglos XVI y XVII desarrolló la idea de que el mundo era lo más parecido a una máquina, sobre todo por obra de pensadores como Leibnitz y Newton. El mundo podía ser dominado por medio de la técnica, ya que podía ser interpretado completamente como un sistema mecánico. En la religión esto originó el Deísmo, es decir, la idea de Dios simplemente como autor de ese sistema mecánico. Algo así como un relojero que lo había construido y luego se había desentendido de él.
Se pensaba que el análisis matemático podía explicar, y, por tanto, cambiar el mundo. Influido por estas ideas, Leibnitz pretendía aplicar las proposiciones lógicas y matemáticas al terreno metafísico y teológico. Esto lo asumió La Mettrie para defender que el hombre no era más que una complicada máquina material (“El hombre máquina”, 1748), proponiendo una ética de tipo hedonista. Spinoza había intentado una “Ética demostrada de modo geométrico” (1677).
El hombre como "sistema libre"
En cambio, según Leonardo Polo el hombre es un sistema libre, es decir, un sistema independiente del medio, que incluso puede incidir en ese medio con rasgos únicos, por lo que es susceptible de experiencia, es decir de formas de comportarse acumulables e innovadoras. Además, esto no se realiza solamente en un individuo, sino también en una comunidad de sistemas libres, que puede ser a su vez un sistema libre y un sujeto de experiencia. Resulta ser así, personalmente, capaz de virtudes o de vicios, como también las sociedades son capaces de mejorar o empeorar.
Por todo ello ninguna teoría de los sistemas es incapaz de dar cuenta cabalmente de cómo es el hombre. Sólo la ética –con sus tres dimensiones: bienes, virtudes y normas– es capaz de observar al hombre como sistema abierto con alternativas de libertad, o sea, como sistema libre [2]. Por eso el hombre siempre está embarcado en el proyecto de sí mismo, pues siempre puede perfeccionarse[3].
En cambio, según Leonardo Polo el hombre es un sistema libre, es decir, un sistema independiente del medio, que incluso puede incidir en ese medio con rasgos únicos, por lo que es susceptible de experiencia, es decir de formas de comportarse acumulables e innovadoras. Además, esto no se realiza solamente en un individuo, sino también en una comunidad de sistemas libres, que puede ser a su vez un sistema libre y un sujeto de experiencia. Resulta ser así, personalmente, capaz de virtudes o de vicios, como también las sociedades son capaces de mejorar o empeorar.
Por todo ello ninguna teoría de los sistemas es incapaz de dar cuenta cabalmente de cómo es el hombre. Sólo la ética –con sus tres dimensiones: bienes, virtudes y normas– es capaz de observar al hombre como sistema abierto con alternativas de libertad, o sea, como sistema libre [2]. Por eso el hombre siempre está embarcado en el proyecto de sí mismo, pues siempre puede perfeccionarse[3].
El marco trascendental del hombre
Algo así podemos intuir en el planteamiento de nuestro Hugo. Situado inicialmente en el marco cerrado de la modernidad, consigue salirse de él hacia un horizonte más amplio y pleno, por medio del amor, fortalecido con el recuerdo de la familia y apoyado por la amistad, con la contemplación de la belleza del mundo, y con su trabajo. Y en todo ello interviene, para él y para nosotros, el cine. (Ver una entrevista sobre la película con su director )
En uno de los momentos más dramáticos de la película, alguien que había sido un gran artista, exclama desconcertado: “¿Qué soy yo? ¡Nada más que (…) un juguete mecánico, roto!”. Tras de él, un crucifijo cuelga discretamente de la pared del dormitorio.
Algo así podemos intuir en el planteamiento de nuestro Hugo. Situado inicialmente en el marco cerrado de la modernidad, consigue salirse de él hacia un horizonte más amplio y pleno, por medio del amor, fortalecido con el recuerdo de la familia y apoyado por la amistad, con la contemplación de la belleza del mundo, y con su trabajo. Y en todo ello interviene, para él y para nosotros, el cine. (Ver una entrevista sobre la película con su director )
En uno de los momentos más dramáticos de la película, alguien que había sido un gran artista, exclama desconcertado: “¿Qué soy yo? ¡Nada más que (…) un juguete mecánico, roto!”. Tras de él, un crucifijo cuelga discretamente de la pared del dormitorio.
Un Dios cercano y una fraternidad que nos sostenga
El 1 de junio de 2012 Benedicto XVI asistió a un breve concierto en el teatro de la Scala de Milán, centro de referencia cultural y musical, con motivo de un encuentro mundial de las familias. Evocó cómo la Scala fue reconstruida y vuelta a abrir en 1946, como signo de esperanza para la recuperación de la vida en la ciudad, tras las destrucciones de la guerra. Aquí estaba ahora el papa Ratzinger , y acababa de escuchar la novena sinfonía de Beethoven, que termina con el célebre “Himno de la alegría”. La letra, compuesta por el poeta romántico Schiller, dice: “Hermanos, más allá de las estrellas, debe habitar un padre amoroso…”
Pues bien, ante los sufrimientos del mundo, las guerras, los terremotos –hacía un mes se había producido el último, en Sicilia– ese día, después de ponderar la espléndida obra musical y su interpretación, dijo Joseph Ratzinger que podía parecernos fría y discutible la hipótesis de que sobre el cielo estrellado debe habitar un buen padre:
“No necesitamos un discurso irreal de un Dios lejano y de una fraternidad que no compromete. Estamos en busca del Dios cercano. Buscamos una fraternidad que, en medio de los sufrimientos, sostiene al otro y así ayuda a seguir adelante”.
Y añadió que los cristianos adoramos “al Dios que sufre con nosotros y por nosotros, y así ha capacitado a los hombres y las mujeres para compartir el sufrimiento de los demás y para transformarlo en amor”.
El 1 de junio de 2012 Benedicto XVI asistió a un breve concierto en el teatro de la Scala de Milán, centro de referencia cultural y musical, con motivo de un encuentro mundial de las familias. Evocó cómo la Scala fue reconstruida y vuelta a abrir en 1946, como signo de esperanza para la recuperación de la vida en la ciudad, tras las destrucciones de la guerra. Aquí estaba ahora el papa Ratzinger , y acababa de escuchar la novena sinfonía de Beethoven, que termina con el célebre “Himno de la alegría”. La letra, compuesta por el poeta romántico Schiller, dice: “Hermanos, más allá de las estrellas, debe habitar un padre amoroso…”
Pues bien, ante los sufrimientos del mundo, las guerras, los terremotos –hacía un mes se había producido el último, en Sicilia– ese día, después de ponderar la espléndida obra musical y su interpretación, dijo Joseph Ratzinger que podía parecernos fría y discutible la hipótesis de que sobre el cielo estrellado debe habitar un buen padre:
“No necesitamos un discurso irreal de un Dios lejano y de una fraternidad que no compromete. Estamos en busca del Dios cercano. Buscamos una fraternidad que, en medio de los sufrimientos, sostiene al otro y así ayuda a seguir adelante”.
Y añadió que los cristianos adoramos “al Dios que sufre con nosotros y por nosotros, y así ha capacitado a los hombres y las mujeres para compartir el sufrimiento de los demás y para transformarlo en amor”.
[2] Cf. L.
Polo, Sistematización de la Ética,
capítulo IV de su libro Ética. Hacia una
versión moderna de los temas clásicos, Madrid 1996, especialmente, pp. 108
ss.
[3] Cf. D.
Gavito y H. Velázquez, “El hombre como sistema libre en el pensamiento de
Leonardo Polo”, en Anuario Filosófico
1996 (29) 651-663.
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