Para la Biblia, la vida es algo de Dios, en sentido fuerte, es decir no solo pertenece a Dios como su autor y Señor, sino que en último término la vida es propiamente algo divino. También por eso la vida más perfecta es la consciente de sí misma.
La Vida es Dios
1. En su encíclica Evangelium vitae (1995), Juan Pablo II toma en serio la declaración del Evangelio de San Juan de que la vida es algo divino en sentido fuerte, es un atributo del ser divino: “En Él [el Verbo=el Hijo de Dios] estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 4-5).
En ese texto se atribuye a Dios el ser vida. Para la Biblia, la vida es algo de Dios, en sentido fuerte, es decir no solo pertenece a Dios como su autor y Señor, sino que en último término la vida es propiamente algo divino.
De ahí que cuando los cristianos hablamos de “vida divina o sobrenatural” –y de que la vida cristiana es participación de esa Vida que habría que escribir con mayúscula–, no lo hacemos en sentido meramente metafórico.
En efecto, la vida divina sería “como” la vida humana si ésta fuera sin más la verdadera vida. Y esto sería así si la vida humana pudiera ser explicada simplemente desde abajo, desde su génesis (en cuanto originada en nuestros padres) y desde su pasado material.
En ese caso la vida que recibimos “desde arriba” (como participación de la vida divina) y “desde abajo” (la vida terrena que a veces se organiza de espaldas a Dios), que el griego bíblico denomina respectivamente “zoë” y “bios”, designaría dos realidades opuestas por su origen. Como si dijéramos: bueno, la vida verdadera es la humana que recibimos de nuestros progenitores, que se desarrolla por su cuenta; y luego lo otro es cosa de la fe, o viene después a añadirse a la vida humana, para hacernos parecidos a lo divino o algo así.
Pero es significativo –observa Spaemann al estudiar este tema– que estos dos conceptos que en su uso por San Juan expresan actitudes diferentes ante la vida– hayan sido traducidos a otras lenguas (latín, romance, lenguajes germanos y eslavos) con el mismo término: vida (*). O sea, que tan vida es la vida divina como la humana. Más aún: la vida divina es la vida en el sentido pleno, la vida por excelencia.
Dicho brevemente: para San Juan, la vida es, sobre todo y sencillamente, algo divino, transcendente. Y, por tanto, ni se realiza ni se entiende plenamente sin Dios. En todo caso es un don divino. En esta perspectiva, quien vive al margen de Dios, propiamente no vive una vida verdadera.
En esa línea la Evangelium vitae recoge esta cita de Dionisio el Pseudoareopagita, teólogo cristiano-bizantino de los siglos V-VI, que merece la pena citar aquí por entero:
“Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, sino que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida” (subrayado nuestro).
1. En su encíclica Evangelium vitae (1995), Juan Pablo II toma en serio la declaración del Evangelio de San Juan de que la vida es algo divino en sentido fuerte, es un atributo del ser divino: “En Él [el Verbo=el Hijo de Dios] estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. Y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron” (Jn 1, 4-5).
En ese texto se atribuye a Dios el ser vida. Para la Biblia, la vida es algo de Dios, en sentido fuerte, es decir no solo pertenece a Dios como su autor y Señor, sino que en último término la vida es propiamente algo divino.
De ahí que cuando los cristianos hablamos de “vida divina o sobrenatural” –y de que la vida cristiana es participación de esa Vida que habría que escribir con mayúscula–, no lo hacemos en sentido meramente metafórico.
En efecto, la vida divina sería “como” la vida humana si ésta fuera sin más la verdadera vida. Y esto sería así si la vida humana pudiera ser explicada simplemente desde abajo, desde su génesis (en cuanto originada en nuestros padres) y desde su pasado material.
En ese caso la vida que recibimos “desde arriba” (como participación de la vida divina) y “desde abajo” (la vida terrena que a veces se organiza de espaldas a Dios), que el griego bíblico denomina respectivamente “zoë” y “bios”, designaría dos realidades opuestas por su origen. Como si dijéramos: bueno, la vida verdadera es la humana que recibimos de nuestros progenitores, que se desarrolla por su cuenta; y luego lo otro es cosa de la fe, o viene después a añadirse a la vida humana, para hacernos parecidos a lo divino o algo así.
Pero es significativo –observa Spaemann al estudiar este tema– que estos dos conceptos que en su uso por San Juan expresan actitudes diferentes ante la vida– hayan sido traducidos a otras lenguas (latín, romance, lenguajes germanos y eslavos) con el mismo término: vida (*). O sea, que tan vida es la vida divina como la humana. Más aún: la vida divina es la vida en el sentido pleno, la vida por excelencia.
Dicho brevemente: para San Juan, la vida es, sobre todo y sencillamente, algo divino, transcendente. Y, por tanto, ni se realiza ni se entiende plenamente sin Dios. En todo caso es un don divino. En esta perspectiva, quien vive al margen de Dios, propiamente no vive una vida verdadera.
En esa línea la Evangelium vitae recoge esta cita de Dionisio el Pseudoareopagita, teólogo cristiano-bizantino de los siglos V-VI, que merece la pena citar aquí por entero:
“Celebremos ahora la Vida eterna, fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos. La Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio de ella. De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo posible, a la de los ángeles. Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso: promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida perfecta e inmortal. No basta decir que esta Vida está viviente, sino que es Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida” (subrayado nuestro).
La vida es más perfecta cuanto más consciente de sí misma
2. Nota Spaemann que para la perspectiva bíblica, la vida en sentido pleno es la vida consciente de sí misma. Para San Juan la vida divina es la referencia primera en una línea descendente de analogados (se llama analogado principal en una comparación al elemento del que todos dependen o al que todos se refieren). En la secuencia de los seres vivos, la vida vegetal es el “eco más débil”, y, por tanto, el menos accesible para nosotros.
En contraste con la visión científica actual según la cual lo que mejor entendemos son las formas inferiores de la vida y lo peor a nosotros mismos, Spaemann observa que más bien sucede lo que Heidegger describe en “Ser y Tiempo”:
“Podemos entender la vida que no es consciente de sí misma sólo en analogía con la vida consciente, y, por tanto, como algo que de alguna manera, remotamente, se parece a nuestra propia vida”.
Desde este punto de vista, conocemos menos lo que es un murciélago que lo que es un ser humano. Por eso, cabría decir, necesitamos de mayor estudio y mayor experiencia para conocer a los murciélagos y su vida, porque nos es externa, no tenemos sobre ella la conciencia que tenemos sobre la nuestra. Y a la vez la vida humana es mucho más compleja que la de un murciélago.
“El Espíritu, la conciencia –deduce Spaemann–, no son opuestos a la vida, como sostenía cierta filosofía de la vida, sino que son más bien la más alta expresión de la vida. La vida en su pleno sentido es vida consciente”.
Así lo dice Santo Tomás: “El que no entiende, no vive perfectamente, sino que tiene una vida a medias”.
Se comprende también que el Evangelio de San Juan afirme: la luz es la vida del hombre; y sólo Dios es luz, sólo Él es la vida completamente transparente para sí misma.
En definitiva, Dios es la verdadera vida del hombre, que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuanto más el hombre se da cuenta de cómo es esa Vida y más participa de ella conscientemente, más y mejor vive.
El valor de la vida humana–no solo frente al aborto y la eutanasia, sino también frente a la indiferencia ante el dolor y las necesidades de cualquier ser humano– y su relación con Dios pueden mostrarse simplemente por la razón.
Ahora bien, la Revelación cristiana ilumina poderosamente el valor de la vida humana, en dependencia de Dios, y también el valor de los seres vivos, que en su belleza reflejan a su modo la belleza de Dios, que se identifica con su amor.
De ahí la importancia –también desde el punto de vista profundamente biológico y ecológico, podríamos decir– de la formación cristiana y del estudio de la teología, de la oración –trato directo con Dios– y del examen de conciencia, y de la evangelización, que es anuncio gozoso de la fe.
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(*) Cf. R. Spaemann, On the Anthropology of the Encyclincal ‘Evangelium Vitae’, en “Evangelium vitae; five years of confrontation with the society", Vatican City 2000.
En contraste con la visión científica actual según la cual lo que mejor entendemos son las formas inferiores de la vida y lo peor a nosotros mismos, Spaemann observa que más bien sucede lo que Heidegger describe en “Ser y Tiempo”:
“Podemos entender la vida que no es consciente de sí misma sólo en analogía con la vida consciente, y, por tanto, como algo que de alguna manera, remotamente, se parece a nuestra propia vida”.
Desde este punto de vista, conocemos menos lo que es un murciélago que lo que es un ser humano. Por eso, cabría decir, necesitamos de mayor estudio y mayor experiencia para conocer a los murciélagos y su vida, porque nos es externa, no tenemos sobre ella la conciencia que tenemos sobre la nuestra. Y a la vez la vida humana es mucho más compleja que la de un murciélago.
“El Espíritu, la conciencia –deduce Spaemann–, no son opuestos a la vida, como sostenía cierta filosofía de la vida, sino que son más bien la más alta expresión de la vida. La vida en su pleno sentido es vida consciente”.
Así lo dice Santo Tomás: “El que no entiende, no vive perfectamente, sino que tiene una vida a medias”.
Se comprende también que el Evangelio de San Juan afirme: la luz es la vida del hombre; y sólo Dios es luz, sólo Él es la vida completamente transparente para sí misma.
En definitiva, Dios es la verdadera vida del hombre, que está hecho a imagen y semejanza de Dios. Cuanto más el hombre se da cuenta de cómo es esa Vida y más participa de ella conscientemente, más y mejor vive.
El valor de la vida humana–no solo frente al aborto y la eutanasia, sino también frente a la indiferencia ante el dolor y las necesidades de cualquier ser humano– y su relación con Dios pueden mostrarse simplemente por la razón.
Ahora bien, la Revelación cristiana ilumina poderosamente el valor de la vida humana, en dependencia de Dios, y también el valor de los seres vivos, que en su belleza reflejan a su modo la belleza de Dios, que se identifica con su amor.
De ahí la importancia –también desde el punto de vista profundamente biológico y ecológico, podríamos decir– de la formación cristiana y del estudio de la teología, de la oración –trato directo con Dios– y del examen de conciencia, y de la evangelización, que es anuncio gozoso de la fe.
(Publicado en www.religionconfidencial.com, 10-IX-2015)
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(*) Cf. R. Spaemann, On the Anthropology of the Encyclincal ‘Evangelium Vitae’, en “Evangelium vitae; five years of confrontation with the society", Vatican City 2000.
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