domingo, 6 de noviembre de 2022

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Alegría, unidad y profecía


En su viaje al reino musulmán de Baréin, hoy, domingo, 6 de noviembre, el Papa Francisco ha mantenido un encuentro con fieles católicos (obispos, sacerdotes, consagrados, seminaristas y agentes pastorales), que son unos 80.000 de un total de 1,7 millones de habitantes. Y su discurso contiene un mensaje esencial, también en las circunstancias actuales de la Iglesia y del mundo, para todos los cristianos

En la introducción a su discurso, les ha dicho que “es bello pertenecer a una Iglesia formada por la historia de rostros diversos, que encuentran la armonía en el único rostro de Jesús”. Tomando pie de la geografía y cultura del país, les ha hablado del agua que riega y hace fructificar tantas zonas de desierto. Una bella imagen de la vida cristiana como fruto de la fe:

“Emerge a la superficie nuestra humanidad, demacrada por muchas fragilidades, miedos, desafíos que debe afrontar, males personales y sociales de distinto tipo; pero en el fondo del alma, bien adentro, en lo íntimo del corazón, corre serena y silenciosa el agua dulce del Espíritu, que riega nuestros desiertos, vuelve a dar vigor a lo que amenaza con secarse, lava lo que nos degrada, sacia nuestra sed de felicidad. Y siempre renueva la vida. Esta es el agua viva de la que habla Jesús, esta es la fuente de vida nueva que nos promete: el don del Espíritu Santo, la presencia tierna, amorosa y revitalizadora de Dios en nosotros".


Los cristianos, responsables del "agua viva"

En un segundo momento, el Papa se detiene en una escena del Evangelio según san Juan. Jesús esta en el templo de Jerusalén. Se celebra la fiesta de los Tabernáculos, en la que el pueblo bendice a Dios agradeciendo el don de la tierra y de las cosechas y haciendo memoria de la Alianza. El rito más importante de esa fiesta era cuando el sumo sacerdote tomaba agua de la piscina de Siloé y la derramaba fuera de los muros de la ciudad, en medio de los cantos jubilosos del pueblo, para expresar que de Jerusalén fluiría una gran bendición para todos los pueblos (cf. Sal 87, 7 y sobre todo Ez 47, 1-12).

En ese contexto Jesús, "puesto en pie", grita: “¡Quien tenga sed, venga a mí y viva!, y de sus entrañas brotarán ríos de agua viva” (Jn 7, 37-38). El evangelista dice que se refería al Espíritu Santo que recibirían los cristianos en Pentecostés. Y observa Francisco: "Jesús muere en la cruz. En ese momento, ya no es del templo de piedras, sino del costado abierto de Cristo que saldrá el agua de la vida nueva, el agua vivificante del Espíritu Santo, destinada a regenerar a toda la humanidad liberándola del pecado y de la muerte".


El Espíritu Santo, fuente de alegría y de unidad...

A partir de ahí, el Papa señala tres grandes dones que vienen con la gracia del Espíritu Santo, y nos pide acoger y vivir: la alegría, la unidad y la “profecía”.

1. En primer lugar, el Espíritu Santo es fuente de alegría. Con ella viene la certeza de no estar nunca solos, porque Él nos acompaña, nos consuela y nos sostiene en las dificultades; nos anima para lograr los deseos más grandes y nos abre al asombro ante la belleza de la vida. No se trata –observa el sucesor de Pedro– de una emoción momentánea. Y menos, de esa especia de alegría consumista s individualista presente en algunas experiencias culturales de hoy. Al contrario, la alegría que proviene del Espíritu Santo viene de saber que cuando estamos unidos a Dios, incluso en medio de nuestras fatigas y “noches oscuras”, podemos afrontar todo, incluso el dolor y la muerte.

Y la mejor manera de conservar y multiplicar esa alegría –señala Francisco–­ es darla. A partir de la Eucaristía, podemos y debemos contagiar esa alegría especialmente entre los jóvenes, las familias y las vocaciones, con entusiasmo y creatividad.

2. En segundo lugar, el Espíritu Santo es fuente de unidad porque nos hace hijos de Dios Padre (cf. Rm 8, 15-16) y por tanto hermanos y hermanas entre nosotros. Y por eso no tienen sentido los egoísmos, las divisiones y las murmuraciones entre nosotros. El Espíritu Santo –­señala el Papa– inaugura el único enguaje del amor, abate las barreras de la desconfianza y del odio, y crea espacios de acogida y diálogo. Nos libera del miedo y nos da valentía para ir al encuentro de los otros con el poder desarmante de la misericordia. El Espíritu es capaz de forjar la unidad pero no en la uniformidad sino en armonía, en medio de una gran diversidad de personas, razas y culturas.

Y, subraya Francisco, “esta es la fuerza de la comunidad cristiana, el primer testimonio que podemos dar al mundo. (…) Vivamos la fraternidad entre nosotros (…), valorando los carismas de todos”. 


Y también de luz y fuerza, para implicarnos en las necesidades de nuestra sociedad

3. Finalmente, el Espíritu Santo es fuente de “profecía”. En la historia de la salvación encontramos muchos profetas que Dios llama, consagra y envía como testigos e intérpretes de lo que Él quiere decir al pueblo. Con frecuencia las palabras de los profetas son penetrantes. Así, señala Francisco, ellos “llaman por su nombre a los proyectos de mal que se anidan en el corazón de la gente, ponen en crisis las falsas seguridades humanas y religiosas, e invitan a la conversión".

Pues bien, todos los cristianos tenemos esta “vocación profética”. Desde el bautismo, el Espíritu Santo nos ha hecho “profetas”. “Y como tales no podemos fingir que no vemos las obras del mal, quedarnos en una 'vida tranquila' para no ensuciarnos las manos".

Por el contrario –añade– todo cristiano antes o después debe implicarse con los problemas de los demás, dar testimonio, llevar la luz del mensaje evangélico, practicar las bienaventuranzas en las situaciones de cada día, que nos llevan a buscar el amor, la justicia y la paz, y a rechazar toda forma de egoísmo, violencia y degradación. Y pone el ejemplo del interés por los presos y sus necesidades. “Porque en el trato a los últimos (cf. Mt 25, 40) se encuentra la medida de la dignidad y de la esperanza de una sociedad”.

En definitiva, y este es el mensaje de Francisco, los cristianos estamos llamados –también en un tiempo en que abundan los conflictos– a llevar alegría, a promover la unidad (comenzando dentro de la Iglesia) y a implicarnos con las cosas que no van bien en la sociedad. Para todo ello tenemos la luz y la fuerza de la gracia que proviene del Espíritu Santo. Como fruto de la entrega de Cristo, el Espíritu nos hace hijos de Dios y hermanos entre nosotros para que extendamos por el mundo el mensaje del Evangelio, que es buena noticia para todos, a la vez que nos invita a trabajar por el bien de todos.



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