lunes, 25 de septiembre de 2023

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El estremecimiento de la fe vivida



En el estadio Vélodrome de Marsella, Francisco ha clausurado su viaje pastoral a esa ciudad. En la homilía del sábado, 23 de septiembre, ha planteado que "necesitamos un estremecimiento".

Tomó pie del relato del evangelista san Lucas sobre la visita de María a su prima Isabel. En otros tiempos el rey David, una vez establecido su reino transportó el Arca de la Alianza a Jerusalén en medio de bailes y alegría. Ahora María va presurosa hacia la región de Jesusalén, a la casa de Isabel. Y el niño que su prima, antes estéril, llevaba en el seno saltó de alegría, se estremeció, al reconocer la llegada del Mesías.

Recogiendo la tradición de la exégesis cristiana, señala el Papa: “María, por tanto, es presentada como la verdadera Arca de la Alianza, que introduce al Señor encarnado en el mundo”. Y en estas dos mujeres, María e Isabel, se manifiesta y se realiza la visita de Dios a la humanidad: una es joven y la otra anciana, una virgen y la otra estéril; las dos están encinta de un modo “imposible”. Y observa el Papa: “Esta es la obra de Dios en nuestra vida: hace posible aun aquello que parece imposible, engendra vida incluso en la esterilidad”.

Y preguntaba el sucesor de Pedro a los fieles presentes si creemos que Dios obra en nuestra vida personal y social: ¿Creemos que el Señor, de manera misteriosa y a menudo imprevisible, actúa en la historia, realiza maravillas y está obrando también en nuestras sociedades marcadas por el secularismo mundano y por una cierta indiferencia religiosa?


Un estremecimiento ante la vida

Pero ¿cómo saber si tenemos esta fe, esta confianza -palabra que viene de tener fe–. Es el signo de la alegría, el saltar, el estremecerse, el exultar de la fe. Se detiene el sucesor de Pedro para explicar cómo es este “este estremecimiento”, generado por la experiencia de la fe, del haber sido “tocados por dentro”, en el corazón. 

“Es lo contrario de un corazón aburrido, frío, acomodado a una vida tranquila, que se blinda en la indiferencia y se vuelve impermeable, que se endurece, insensible a todo y a todos, aun al trágico descarte de la vida humana, que hoy es rechazada en tantas personas que emigran, así como en tantos niños no nacidos y en tantos ancianos abandonados”.

El obispo de Roma subraya esta frialdad de la que enferma o puede enfermar la cultura occidental: “Un corazón frío y aburrido arrastra la vida de modo mecánico, sin pasión, sin impulso, sin deseo. Y de todo esto, en nuestra sociedad europea, podemos enfermarnos: del cinismo, del desencanto, de la resignación, de la incertidumbre surge un sentido general de tristeza ―todo junto: la tristeza, aquella tristeza escondida en los corazones―. Alguien las ha llamado ‘pasiones tristes’; es una vida sin sobresaltos.

Efectivamente, es lo contrario que sucede al que vive de la fe, al que tiene una experiencia de la fe, se entiende, de la fe vivida, hecha carne y vida, por la oración, los sacramentos, por el trabajo realizado con espíritu de servicio a los demás, por la vida de familia en la que todos se preocupan por todos. El que "vive de fe" experimenta un “estremecimiento ante la vida”. Se entiende, ante la vida que en él ha sido generada por la fe; y que, por ser participación de la vida divina, se detiene para cuidar de todo lo que tiene que ver con la vida, material y espiritual, de los demás.

“El que es generado en la fe reconoce la presencia del Señor, como el niño en el seno de Isabel. Reconoce su obra en la sucesión de los días y recibe ojos nuevos para observar la realidad; aun en medio de las fatigas, los problemas y los sufrimientos, descubre cotidianamente la visita de Dios y se siente acompañado y sostenido por Él. Frente al misterio de la vida personal y a los desafíos de la sociedad, el que cree exulta, tiene una pasión, un sueño que cultivar, un interés que impulsa a comprometerse en primera persona”.

Por eso es importante, dice Francisco, que cada uno de nosotros se pregunte: “¿siento yo estas cosas? ¿tengo yo estas cosas? Quien es así, sabe que el Señor está presente en todo, llama, invita a testimoniar el Evangelio para edificar con mansedumbre un mundo nuevo, a través de los dones y los carismas recibidos.

Estremecimiento ante el prójimo

Como vemos, la experiencia de la fe, observa el Papa, además de un estremecimiento ante la vida, genera también un estremecimiento ante el prójimo. En este pasaje del evangelio se manifiesta que “la visita de Dios no se realiza por medio de acontecimientos celestiales extraordinarios, sino en la sencillez de un encuentro, (…) a la puerta de una casa de familia, en el tierno abrazo entre dos mujeres, en el encontrarse de dos embarazos llenos de admiración y esperanza (…), la alegría de compartir”.

En definitiva: sabremos que tenemos "fe de verdad", que Dios está con nosotros, “cuando –por la gracia de Dios– hay un estremecimiento por la vida de quien pasa cada día a nuestro lado y cuando nuestro corazón no permanece indiferente e insensible ante las heridas del que es más frágil”. Y esto es hoy para nosotros “un gran desafío contra las exasperaciones del individualismo, contra los egoísmos y las cerrazones que producen soledades y sufrimientos”. Es lo que ha sucedido continuamente en la vida de los santos, en la historia de la Iglesia y del mundo.

Insiste Francisco: “Hoy nuestra vida, la vida de la Iglesia, Francia, Europa necesitan esto: la gracia de un estremecimiento, de un nuevo estremecimiento de fe, de caridad y de esperanza. Necesitamos recuperar la pasión y el entusiasmo, redescubrir el gusto del compromiso por la fraternidad, de seguir corriendo el riesgo del amor en las familias y hacia los más débiles, y de reencontrar en el Evangelio una gracia que transforma y embellece la vida”.

Esto es así porque cuando Dios nos visita –como les sucedió a María e Isabel– nos pone en camino hacia los demás: “nos incomoda, nos pone en movimiento, nos hace “exultar”, como le sucedió a Isabel. 

Concluye Francisco su mensaje, que está en el núcleo del mensaje del Evangelio: “Nosotros queremos ser cristianos que encuentran a Dios con la oración y a los hermanos con el amor; cristianos que exultan, vibran, acogen el fuego del Espíritu para después dejarse arder por las preguntas de hoy, por los desafíos del Mediterráneo, por el grito de los pobres, por las ‘santas utopías’ de fraternidad y de paz que esperan ser realizadas”.

Así es: aquí se juega nada menos que la “fe real”, la fe vivida (“la fe vive por las obras del amor”, Ga 5, 6). Cualquier otra fe es una fe muerta: “La fe sin obras está muerta”, St 2, 26: es una fe que no salva, que no se estremece por la vida de Dios ni por la vida de los demás. 

Y hoy, como también ha dicho Francisco en Marsella, nos situamos en una encrucijada: entre la fraternidad y la indiferencia.

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