miércoles, 6 de junio de 2012

Familia, trabajo, fiesta




“La familia, el trabajo y la fiesta” era el tema del VII Encuentro mundial de las familias. En su homilía en el parque de Bresso, Milán (3-VI-2012), Benedicto XVI ha explicado la relación de esos tres elementos en el marco cristiano.


La Iglesia como familia

      En primer lugar la Iglesia como familia. A ella nos incorporamos por el bautismo. “En aquel momento se nos dio un germen de vida nueva, divina, que hay que desarrollar hasta su cumplimiento definitivo en la gloria celestial”. Concretamente “hemos sido hechos miembros de la Iglesia, la familia de Dios”, sagrario de la Trinidad, en palabras de San Ambrosio, o como dice el Concilio Vaticano II, pueblo “unido por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo” (Lumen gentium, 4).

      Por medio de la Iglesia, continúa el Papa, somos así llamados a vivir la comunión con Dios y entre nosotros según el modelo de la Trinidad. “Estamos llamados a acoger y transmitir de modo concorde las verdades de la fe; a vivir el amor recíproco y hacia todos, compartiendo gozos y sufrimientos, aprendiendo a pedir y conceder el perdón, valorando los diferentes carismas bajo la guía de los pastores”. Se nos confía “la tarea de edificar comunidades eclesiales que sean cada vez más una familia, capaces de reflejar la belleza de la Trinidad y de evangelizar no sólo con la palabra. Más bien diría por ‘irradiación’, con la fuerza del amor vivido”. Todo esto tiene, en efecto, una importancia difícil de exagerar.


La familia, comunión de vida y amor

      En segundo lugar, la familia. “La familia, fundada sobre el matrimonio entre el hombre y la mujer, está también llamada, al igual que la Iglesia, a ser imagen del Dios Único en Tres Personas”. Hombre y mujer han sido creados para ser imagen de Dios no sólo cada uno sino en su colaboración y donación recíproca (cf. Gn 1, 27-28). “Dios creó el ser humano hombre y mujer, con la misma dignidad, pero también con características propias y complementarias, para que los dos fueran un don el uno para el otro, se valoraran recíprocamente y realizaran una comunidad de amor y de vida”.

     Esto tiene un valor especial en el caso de los esposos, con una triple fecundidad de su amor: “Viviendo el matrimonio no os dais cualquier cosa o actividad, sino la vida entera. Y vuestro amor es fecundo, en primer lugar, para vosotros mismos, porque deseáis y realizáis el bien el uno al otro, experimentando la alegría del recibir y del dar”. En un segundo momento, “es fecundo también en la procreación, generosa y responsable, de los hijos, en el cuidado esmerado de ellos y en la educación metódica y sabia. Y también “es fecundo, en fin, para la sociedad, porque la vida familiar es la primera e insustituible escuela de virtudes sociales, como el respeto de las personas, la gratuidad, la confianza, la responsabilidad, la solidaridad, la cooperación”.


Educación de los hijos, cuidado de los padres


     Con respecto a la educación de los hijos, Benedicto XVI aconseja a los esposos: “Cuidad a vuestros hijos y, en un mundo dominado por la técnica, transmitidles, con serenidad y confianza, razones para vivir, la fuerza de la fe, planteándoles metas altas y sosteniéndolos en la debilidad”. Y dice a los hijos: “Procurad mantener siempre una relación de afecto profundo y de cuidado diligente hacia vuestros padres, y también que las relaciones entre hermanos y hermanas sean una oportunidad para crecer en el amor”.


Amor entre los esposos


    En cuanto al amor entre los esposos, “el proyecto de Dios sobre la pareja humana encuentra su plenitud en Jesucristo, (…) haciéndoos signo de su amor por la Iglesia: un amor fiel y total”. Esto se puede lograr manteniendo viva la gracia del sacramento del matrimonio y renovando con valentía cada día el “sí” al amor recíproco y hacia todos. De esta manera “también vuestra familia vivirá del amor de Dios, según el modelo de la Sagrada Familia de Nazaret”.

      Insiste el Papa: “Queridas familias, pedid con frecuencia en la oración la ayuda de la Virgen María y de san José, para que os enseñen a acoger el amor de Dios como ellos lo acogieron. Vuestra vocación no es fácil de vivir, especialmente hoy, pero el amor es una realidad maravillosa, es la única fuerza que puede verdaderamente transformar el cosmos, el mundo”.


Evangelio vivo, Iglesia doméstica

      Es así, muestra Benedicto XVI, como cada familia puede convertirse en un “Evangelio vivo”, en una “Iglesia doméstica” (cf. Exh. Familiaris consortio, 49), con toda la belleza propia del proyecto familiar cristiano.

     Y no se trata de un ideal irrealizable: “Ante vosotros está el testimonio de tantas familias, que señalan los caminos para crecer en el amor: mantener una relación constante con Dios y participar en la vida eclesial, cultivar el diálogo, respetar el punto de vista del otro, estar dispuestos a servir, tener paciencia con los defectos de los demás, saber perdonar y pedir perdón, superar con inteligencia y humildad los posibles conflictos, acordar las orientaciones educativas, estar abiertos a las demás familias, atentos con los pobres, responsables en la sociedad civil”.


Familia y trabajo

     Tercero, la familia en relación con el trabajo, en nuestro ambiente utilitarista e individualista. “Vemos que, en las modernas teorías económicas, prevalece con frecuencia una concepción utilitarista del trabajo, la producción y el mercado. El proyecto de Dios y la experiencia misma muestran, sin embargo, que no es la lógica unilateral del provecho propio y del máximo beneficio lo que contribuye a un desarrollo armónico, al bien de la familia y a edificar una sociedad justa, ya que supone una competencia exasperada, fuertes desigualdades, degradación del medio ambiente, carrera consumista, pobreza en las familias”. “Es más –añade el Papa­–, la mentalidad utilitarista tiende a extenderse también a las relaciones interpersonales y familiares, reduciéndolas a simples convergencias precarias de intereses individuales y minando la solidez del tejido social”.


Familia, trabajo y domingo 

     Cuarto y último elemento de esta relación: el descanso y la fiesta. A partir del Génesis (cf. Gn 2, 2-3), donde Dios mostró que el trabajo debía tener un descanso periódico, que se estableció semanal, “para nosotros, los cristianos el día de fiesta es el domingo, día del Señor, pascua semanal”.

     También es el “día de la Iglesia, asamblea convocada por el Señor alrededor de la mesa de la palabra y del sacrificio eucarístico, (…) para alimentarnos de él, entrar en su amor y vivir de su amor”.

     Asimismo “es el día del hombre y de sus valores: convivialidad, amistad, solidaridad, cultura, contacto con la naturaleza, juego, deporte”. Y “es el día de la familia, en el que se vive juntos el sentido de la fiesta, del encuentro, del compartir, también en la participación de la santa Misa”.

      Por eso, pide el Papa: “Queridas familias, a pesar del ritmo frenético de nuestra época, no perdáis el sentido del día del Señor. Es como el oasis en el que detenerse para saborear la alegría del encuentro y calmar nuestra sed de Dios”.

     Y concluye: “Familia, trabajo, fiesta: tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra existencia que han de encontrar un equilibrio armónico. Armonizar el tiempo del trabajo y las exigencias de la familia, la profesión y la paternidad y la maternidad, el trabajo y la fiesta, es importante para construir una sociedad de rostro humano”.

      Un programa para meditar y sobre todo para vivir.




 (publicado en www.religionconfidencial.com, 4-VI-2012) 

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Imágenes del VII Encuentro Mundial de las Familias

martes, 5 de junio de 2012

Nuestra situación, entre Babel y Pentecostés


P. Brueghel, La torre de Babel (1563), Museo de Historia del Arte, Viena


(La figura recuerda, a propósito, al Coloseo romano, testigo de tantos mártires. Los pisos no siguen líneas horizontales sino una espiral perpendicular al terreno inclinado. La inestabilidad se muestra en el hecho de que hay algunos arcos derrumbados. Aunque se ha llegado hasta arriba, la base del edificio no está acabada)


Cuando según la Biblia, los hombres intentaron hacer una ciudad sin Dios (Babel: cf. Gn 11), sus lenguas quedaron confundidas. Cuando los apóstoles de Jesús recibieron el Espíritu Santo, los que les oían predicar les entendían “cada uno en su propia lengua” (cf. Hch. 2, 6-11). Ni Babel ni Pentecostés son acontecimientos meramente pasados: seguimos viviendo en ellos. Así lo ha dicho Benedicto XVI en su homilía del 27 de mayo.

      Después del Concilio Vaticano II, Louis Bouyer hacía notar que la vocación de Abraham (cf. Gn. 12) le prepara, a través de una peregrinación por el desierto, para la fundación de otra ciudad, contrapuesta a Babel. Una ciudad que Dios mismo construirá para los hombres con horizonte universal, y que se podrá considerar para siempre la familia de los hijos de Abraham (cf. L’Église de Dieu, ed. Du Cerf, Paris 1970).
 


Contraposición entre Babel y la Iglesia

     Así es, porque la Iglesia camina, desde Pentecostés, en la dirección contraria a Babel. Su misión consiste en transmitir la llamada de Dios Padre, que quiere convertir a los hombres en hijos, y por tanto en hermanos bien unidos entre sí; pues sólo la comunión con Dios hace posible la unión y la comprensión de los hombres entre sí.

      Explica el Papa nuestra experiencia cotidiana: “Todos podemos constatar que en nuestro mundo, aunque estamos cada vez más cerca uno del otro con el desarrollo de los medios de comunicación y las distancias geográficas parezcan desvanecerse, la comprensión y la comunión entre las personas es con frecuencia superficial y difícil. Permanecen desequilibrios que no raramente llevan a conflictos; el diálogo entre las generaciones se hace costoso y a veces prevalece la contraposición; asistimos a hechos cotidianos en los que parece que los hombres se están volviendo más agresivos y desabridos; comprenderse parece demasiado comprometido y se prefiere permanecer en el propio yo, en los propios intereses”.

      Así las cosas, se pregunta Benedicto XVI: “¿Podemos encontrar verdaderamente y vivir aquella unidad que necesitamos?”

      En la línea que comenzaron los padres de la Iglesia, en los primeros siglos, el Papa interpreta el relato de Pentecostés (cf. Hch 2, 1-11) sobre el trasfondo de la historia de Babel (cf. Gn 11, 1-9), aquella torre que los hombres quisieron construir al margen de Dios. Y Benedicto XVI subraya, de un modo bien gráfico y actual, las consecuencias que hoy llamaríamos “antropológicas” y “eclesiológicas”; es decir, lo que sucede entre los hombres cuando se “olvida” a Dios y la relación que ello tiene con la Iglesia. 


 
Actualidad de Babel


      “¿Qué era Babel?”, se pregunta el Papa. Y responde, en primer lugar: “Es la descripción de un reino en el que los hombres han concentrado tanto poder que piensan que no han de referirse a un Dios lejano y que son suficientemente fuertes para poder construir ellos solos un camino que lleve al cielo, para abrir sus puertas y ponerse en el lugar de Dios. Pero justamente en esta situación sucede algo extraño y singular. Mientras los hombres están trabajando juntos para construir la torre, de repente se dieron cuenta de estaban construyendo uno contra el otro. Mientras intentaban ser como Dios, corrían el peligro de no ser ya siquiera hombres, porque habían perdido un elemento fundamental del ser persona humana: la capacidad de ponerse de acuerdo, de comprenderse y de trabajar juntos”.

      A continuación, la comparación entre Babel y nuestra situación se hace aún más clara: “Este relato bíblico contiene una verdad perenne; lo podemos ver a lo largo de la historia, pero también en nuestro mundo. Con el progreso de la ciencia y de la técnica hemos llegado al poder de dominar fuerzas de la naturaleza, de manipular los elementos, de fabricar seres vivos, llegando casi al mismo ser humano. En esta situación, rezar a Dios parece algo ya pasado, inútil, porque nosotros mismos podemos construir y realizar todo lo que queramos. Pero no nos damos cuenta de que estamos reviviendo la misma experiencia de Babel. Es verdad, hemos multiplicado las posibilidades de comunicar, de tener informaciones, de transmitir noticias, pero ¿podemos decir que ha crecido la capacidad de comprenderse o quizá, paradójicamente, nos entendemos cada vez menos? Entre los hombres ¿no parece tal vez insinuarse un sentido de desconfianza, de sospecha, de temor recíproco, hasta llegar a convertirnos en peligrosos uno para el otro?”. 



Pentecostés: un corazón nuevo y una comunicación nueva

      La respuesta a esta pregunta la encontramos, según Benedicto XVI, en la Escritura: “La unidad sólo puede existir con el don del Espíritu de Dios, el cual nos dará un corazón nuevo y una lengua nueva, una capacidad nueva de comunicar”. En la mañana de Pentecostés, el Espíritu Santo se posó sobre cada uno de los discípulos y “encendió en ellos el fuego divino, un fuego de amor capaz de transformar. Desapareció el miedo, el corazón sintió una nueva fuerza, las lenguas se soltaron u comenzaron a hablar con franqueza, de modo que todos pudieran comprender el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado: En Pentecostés, donde había división y desconocimiento, nacieron la unidad y la comprensión”.

      Esto tiene también consecuencias para los cristianos y para el modo en que hemos de sabernos, sentirnos y vivir como familia de Dios, como Iglesia. Según Jesús, la Iglesia es el lugar de la unidad y de la comunión en la Verdad (cf. Jn 6, 13). Jesús, señala el Papa, “nos dice que actuar como cristianos significa no cerrarse en el propio ‘yo’, sino orientarse hacia el todo; significa acoger en sí mismos a la Iglesia toda entera, o, todavía mejor, dejar interiormente que ella nos acoja. Entonces, cuando yo hablo, pienso, actúo como cristiano, no lo hago cerrándome en mi yo, sino que lo hago siempre en el todo y a partir del todo”. 



Dos amores hicieron dos ciudades

      Tal es, continúa observando, la obra del Espíritu Santo, que es Espíritu de unidad y de verdad: “Nosotros no crecemos en el conocimiento cerrándonos en nuestro yo, sino solamente llegando a ser capaces de escuchar y compartir, solamente en el ‘nosotros’ de la Iglesia, con una actitud de profunda humildad interior”.

      Y así queda clara la contraposición actualísima entre Babel y Pentecostés, de una forma que recoge a la vez la situación del mundo (ahora y en todos los tiempos), y la misión de los cristianos, cuando viven en la unidad y en la verdad de su “ser Iglesia”:

      “Donde los hombres quieren hacerse Dios, solamente pueden ponerse uno contra el otro. En cambio donde se situán en la verdad del Señor, se abren a la acción de su Espíritu que les sostiene y les une”. Esto lo confirma San Pablo al contraponer las “obras de la carne” al “fruto del Espíritu Santo” que comienza por el amor, la alegría y la paz (cf Ga 5, 22). Nos parece estar leyendo a San Agustín: '”Dos amores hicieron dos ciudades. El amor a sí mismo hasta el olvido de Dios hizo la ciudad terrestre; el amor a Dios hasta el olvido de sí mismo hizo la ciudad celeste'” (cf. De Civ. Dei, XIV, 28). Y quizá aluda también a esto la historia de “las dos torres” (que podrían ser Minas Tirith y Barad-dur), en El Señor de los anillos, de Tolkien. 




(publicado en www.cope.es, 4-VI-2012)

martes, 29 de mayo de 2012

Oración de hijos, oración de familia

Vigilia de oración con Benedicto XVI en Cuatrovientos, 
20-VIII-2011 (JMJ-Madrid)

El cristianismo no es la religión del miedo sino del amor. La oración cristiana no es individualista sino totalmente solidaria. Son grandes líneas de la catequesis de Benedicto XVI. (Aunque esa palabra, catequesis, suene a muchos como cosa para niños, no es así: todos necesitamos la formación permanente en la fe).

      En la audiencia general del 23 de mayo, Benedicto XVI ha señalado que la oración cristiana es la oración de los hijos dentro de la familia de Dios, que es la Iglesia. Continuando su reflexión sobre la acción del Espíritu Santo en la oración cristiana, se ha centrado en “el Espíritu Santo y el abba de los creyentes” (palabra equivalente a nuestro “papá”). Cinco pasos pueden destacarse en el texto.


El cristianismo es la religión de los hijos

      1. El cristianismo es la religión de los hijos. Así lo mostró Jesús incluso en el momento más dramático de su vida terrena, en Getsemaní (cf. Mc 14, 36) enseñándonos a aceptar la voluntad del Padre, también con el Padrenuestro (Mt. 6, 9-10). Según San Pablo, el Espíritu Santo grita en nosotros: ¡abba, Padre! (Ga. 4, 6-7) y nos lleva a gritar lo mismo con él (cf. Rm. 8, 15). De ahí que, según el Papa, “el cristianismo no es una religión del miedo, sino de la confianza y del amor al Padre que nos ama”. Por el Espíritu Santo, que se nos da en la fe y en los sacramentos (especialmente en el bautismo y la confirmación) somos hechos hijos de Dios en su Hijo y llamados a ser santos (cf. Ef. 1,4).

      En este punto se detiene Benedicto XVI, como mirando nuestro mundo: “Tal vez el hombre de hoy no percibe la belleza, la grandeza y el consuelo profundo que se contienen en la palabra ‘padre’ con la que podemos dirigirnos a Dios en la oración, porque hoy a menudo no está suficientemente presente la figura paterna, y con frecuencia incluso no es suficientemente positiva en la vida diaria”. Así es por muchos factores: se ha dicho que hay en nuestra cultura occidental una gran nostalgia del padre, una necesidad de volver al padre.


Cristo nos muestra al Padre

      2. Cristo nos muestra al Padre. Pues bien, Jesús, por su relación filial con Dios, nos enseña qué es ser “padre”, a partir del Padre que está en los cielos. De nuevo el Papa evoca nuestra cultura, esta vez los críticos de la religión, cuando dicen que hablar de Dios como “padre" sería una proyección de nuestros padres hasta el cielo. “Pero es verdad lo contrario: en el Evangelio, Cristo nos muestra quién es padre y cómo es un verdadero padre; así podemos intuir la verdadera paternidad, aprender también la verdadera paternidad”. Jesús, con sus palabras (por ejemplo, y de modo asombroso, en Mt. 5,44-45), y, sobre todo, con su entrega, nos enseña quién y cómo es el Padre: “Él es el Amor, y también nosotros, en nuestra oración de hijos, entramos en este circuito de amor, amor de Dios que purifica nuestros deseos, nuestras actitudes marcadas por la cerrazón, por la autosuficiencia, por el egoísmo típicos del hombre viejo”.


Dos dimensiones de un mismo amor

      3. Dos dimensiones de nuestra filiación divina. La paternidad de Dios sobre nosotros, explica Benedicto XVI, tiene como dos dimensiones (cabría decir, como dos etapas de un mismo amor): en primer lugar es Padre como Creador, y el libro del Génesis lo expresa diciendo que estamos creados “a imagen de Dios” (cf. Gn 1, 27). Así lo dice el Papa: “Dios es nuestro padre, para él no somos seres anónimos, impersonales, sino que tenemos un nombre. Hay unas palabras en los Salmos que me conmueven siempre cuando las rezo: ‘Tus manos me hicieron y me formaron’ (Sal 119, 73), dice el salmista. Cada uno de nosotros puede decir, en esta hermosa imagen, la relación personal con Dios: ‘Tus manos me hicieron y me formaron. Tú me pensaste, me creaste, me quisiste’”.

     Pero además el Espíritu Santo nos hace hijos en un sentido nuevo y más profundo, a través de Jesús, Hijo de Dios. Aunque no podemos serlo en el sentido pleno en que lo es Jesús (su Hijo por naturaleza), observa el Papa, “nosotros debemos llegar a serlo cada vez más, a lo largo del camino de toda nuestra existencia cristiana, creciendo en el seguimiento de Cristo, en la comunión con él para entrar cada vez más íntimamente en la relación de amor con Dios Padre, que sostiene la nuestra”. Y esto es lo que, según San Pablo, se manifiesta en nuestra oración con el grito interior: ¡abba, Padre!


En la oración, el Espíritu Santo nos lleva al Padre, dentro de la familia de Dios

      4. En la oración, el Espíritu Santo nos lleva a conocer al Padre, dentro de la familia de Dios (la Iglesia). También en nuestra oración Benedicto XVI observa como dos pasos. Primero, de Dios viene la iniciativa (cf. Ga 4, 6) y nosotros respondemos a ese impulso (cf. Rm 8, 15). Esto es así porque “desde que existe, el homo sapiens siempre está en busca de Dios, trata de hablar con Dios, porque Dios se ha inscrito a sí mismo en nuestro corazón”.

      Segundo, continúa el Papa, “la oración del Espíritu de Cristo en nosotros y la nuestra en él, no es sólo un acto individual, sino un acto de toda la Iglesia. Al orar, se abre nuestro corazón, entramos en comunión no sólo con Dios, sino también propiamente con todos los hijos de Dios, porque somos uno”. Esto no solamente sucede cuando estamos en el templo, sino también cuando rezamos solos: “Cuando nos dirigimos al Padre en nuestra morada interior, en el silencio y en el recogimiento, nunca estamos solos. Quien habla con Dios no está solo”.


Una gran sinfonía, un gran mosaico

      Y utilizando una de sus imágenes favoritas, procedente de la música, añade Benedicto XVI: “Estamos inmersos en la gran oración de la Iglesia, somos parte de una gran sinfonía que la comunidad cristiana esparcida por todos los rincones de la tierra y en todos los tiempos eleva a Dios; ciertamente los músicos y los instrumentos son distintos —y este es un elemento de riqueza—, pero la melodía de alabanza es única y en armonía”.

      Esto, observa, también se refleja en la pluralidad de los carismas, de los ministerios, de las tareas, que realizamos en la comunidad cristiana (cf. 1 Co 12, 4-6). “La oración guiada por el Espíritu Santo, que nos hace decir ‘¡Abba, Padre!’ con Cristo y en Cristo, nos inserta en el único gran mosaico de la familia de Dios, en el que cada uno tiene un puesto y un papel importante, en profunda unidad con el todo”.


Gracias a la respuesta plena de María

      5. La filiación divina es posible por el sí de María. Todo ello ha sido posible por la adhesión plena de María a la voluntad de Dios (cf. Lc. 1, 38).

      Como conclusión Benedicto XVI nos exhorta: “Aprendamos a gustar en nuestra oración la belleza de ser amigos, más aún, hijos de Dios, de poderlo invocar con la intimidad y la confianza que tiene un niño con sus padres, que lo aman”. Abramos nuestra oración a la acción del Espíritu Santo, para que cambie nuestro pensamiento y nuestra acción conforme a Cristo.


(publicado en www.religionconfidencial.com, 29-V-2012)

martes, 22 de mayo de 2012

La acción del Espíritu Santo en nuestra oración

El Greco, Pentecostés (h. 1600), Museo del Prado

Con frecuencia querríamos orar y no sabemos cómo. Imaginamos que debe ser algo difícil, que Dios no nos oye, que quizá no vale la pena. Y sin embargo, nada hay que “valga más la pena” que la oración. Su valor poco tiene que ver (¡gracias a Dios¡), con nuestras “ganas”; sino con el amor, que está básicamente en los hechos. Alguien dijo que la verdadera “estatua de la libertad” se alza sobre una banqueta que tiene tres apoyos: el hombre, el mundo y Dios. Y todo esto quiere decir oración.

      Después de sus catequesis sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, Benedicto XVI ha comenzado, en su audiencia general del 16 de mayo, a hablar de la oración según las cartas de San Pablo. Y lo primero que subraya, evocando las frecuentes alusiones del Apóstol a la oración en las introducciones y despedidas de sus epístolas, es que “la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige”. 


El Espíritu Santo guía nuestra oración

      Según San Pablo la oración no es sólo una obra buena, una tarea nuestra; sino y ante todo un don, fruto de la presencia vivida y vivificante, de la acción de la Trinidad en el cristiano. De un modo más inmediato es el Espíritu Santo la persona divina que nos ayuda en la oración, superando nuestra debilidad y haciéndonos ver lo que queremos decir a Dios (cf. Rm 8, 26; 1 Co 2, 12-13).

      “Es el Espíritu Santo –señala el Papa– que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirnos a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales”.

      Se trata, explica, del Espíritu del Padre y del Hijo, en el cual nos hemos vuelto hijos. De esta manera, “el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu”.

      El Espíritu Santo nos ayuda no solamente a dirigirnos a Dios Padre, sino también a reconocer a Jesús como Señor (cf. 1 Co 12, 3), y orientar nuestro corazón hacia Él, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cf. Ga 2, 20).

      Todo esto sucede en el cristiano enraizado en Cristo por la Eucaristía. El Espíritu Santo actúa como protagonista oculto, pero vivo, en el trasfondo de nuestra oración. Y esto, también cuando “no tenemos ganas” de rezar (que es, sencillamente, hablar con Dios), o pensemos que no sabemos cómo hacerlo, porque apenas se nos ocurre qué decir, o no tenemos en cuenta la actualidad de las oraciones cristianas más tradicionales y sencillas (Padrenuestro, Avemaría, Gloria, Salve, etc.), siempre bellas y llenas de contenido.

      Benedicto XVI extrae tres consecuencias, de esta acción del Espíritu Santo en nuestra oración, para la vida cristiana.


En la oración, el Espíritu Santo nos hace más libres


     Primera, la oración nos hace más libres. Nos pone “en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios”. En cambio, “sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cf. Rm. 7,19), como consecuencia del pecado original.

      Puesto que “donde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Co, 3, 17), y el Espíritu está en nuestra oración, dice el Papa, “con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que nos libera del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios”. Esta libertad del Espíritu, en la perspectiva de san Pablo, “no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí (cf. Ga. 5, 22)”. Esta es ­–deduce el Papa– la verdadera libertad: “poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones”.


En la oración, el Espíritu Santo nos da fuerzas ante las dificultades

      Segunda consecuencia: la oración nos ayuda a llevar las dificultades y los sufrimientos con una fuerza nueva. Así como (se mostraba en las últimas catequesis) a San Esteban y a San Pedro, su oración personal y la oración de la Iglesia por ellos les fortaleció en sus pruebas más duras.

      Ciertamente, observa Benedicto XVI, “con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm. 8,17)”. Muchas veces, explica, en la oración le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza; otras veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad Dios siempre escucha la oración, especialmente ante las dificultades.

      El Papa evoca la oración de Jesús, llena de confianza, ante su pasión (cf. Hb, 5, 7). “La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos (…); Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida”. En nuestro caso, “la oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo”.



En la oración, el Espíritu Santo nos abre a las necesidades de los demás

      En tercer lugar, la oración nos abre a las necesidades de los demás y del mundo. “Esto significa –según Benedicto XVI– que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos, nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por mi, sino que se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mí, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cf. Rm. 5, 5)”.

      Añade el Papa: “Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos, sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo”. Y concluye recogiendo su mensaje sobre la acción del Espíritu Santo en nuestra oración: “El Espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación”.

      En suma, en la oración el Espíritu Santo nos une a Dios Padre y a Cristo, haciendo posible que vivamos como hijos de Dios, “con todo nuestro corazón y nuestro ser”, en todas las circunstancias de la vida. La oración nos hace crecer en libertad, nos ayuda a llevar las dificultades y los sufrimientos, y nos saca de nosotros mismos, para compartir las necesidades de los demás. Y así la oración es manifestación personal de fe, cauce de esperanza para todos y manifestación del amor de Dios. Una lección sobre el sentido profundo de la oración y su eficacia (fuerza, luz y fuego, libertad y certeza, fe, esperanza y caridad), incluso en la oración más sencilla.




(publicado en www.analisisdigital.com, 21-V-2012)

jueves, 17 de mayo de 2012

Buscar a Dios con la fe y la ciencia



¿Cuáles son las condiciones para un diálogo fecundo entre la fe y la ciencia? Podría adelantarse que ante todo las dos partes de esa relación deben ser auténticas: una fe “vivida” y una ciencia que lo sea también verdaderamente.
      Toda universidad, que por definición debe preparar a la persona para afrontar la vida y construir el futuro de la sociedad, requiere esta reflexión. Y dentro de la universidad parece más apremiante aún en una facultad de medicina, que forma al futuro científico para atender al enfermo que sufre; y ha de hacerlo con esmero del que trata a una persona, dotada de la plena dignidad humana, y que se encuentra necesitada de su ayuda. Por ello la esmerada atención al enfermo es signo visible de la calidad educadora de la institución que gradúa al médico. Y, por el contrario, su carencia sería luz roja intermitente que señala la urgencia de revisar los planes de estudio y el modo de impartir la ciencia y seguir las prácticas de los alumnos que en ella se forman.

      Sobre estos temas ha reflexionado Benedicto XVI con motivo de los 50 años de la Facultad de Medicina del Policlínico Gemelli, perteneciente a la Universidad Católica del Sacro Cuore (Roma). 



También el científico busca el sentido de la vida

      El Papa ha señalado en primer lugar que en nuestro tiempo “las ciencias experimentales han transformado la visión del mundo e incluso la autocomprensión del hombre”. Pero al mismo tiempo las tecnologías innovadoras “a menudo no carecen de aspectos inquietantes”. Concretamente, “un reduccionismo y un relativismo que llevan a perder el significado de las cosas”. Como resultado, no se responde a la demanda de sentido, se margina la dimensión trascendente de la persona y se empobrece la ética.

      Con ello se olvidan las raíces culturales de Europa, según las cuales el cultivo de las ciencias profanas es simultáneo a la búsqueda de Dios. En efecto, “la investigación científica y la demanda de sentido, aun en la específica fisonomía epistemológica y metodológica, brotan de un único manantial, el Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la historia”. En cambio actualmente “una mentalidad fundamentalmente tecno-práctica genera un peligroso desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles”.

      “En el fondo –explica el Papa– el hombre de ciencia tiende, también de modo inconsciente, a alcanzar aquella verdad que puede dar sentido a la vida”. Pero esto no le es posible con sus solas fuerzas, al margen de la fe. Por eso la búsqueda de Dios por parte del hombre debe reconocer la iniciativa de Dios que busca con amor al hombre en Cristo (cf. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7). 



Cristo, horizonte para la fe y la ciencia

      Con esta argumentación alcanza Benedicto XVI una primera conclusión de su discurso: Cristo como horizonte no sólo para la fe sino también, a través de la fe, para la razón y la ciencia humana. Cristo, camino, verdad y vida para el hombre (cf. Jn 14, 6). Camino, porque manifiesta el amor a Dios e invita a buscarlo. Verdad, porque en Él se conoce y se alcanza el proyecto más pleno del hombre. Vida porque es imagen de la Vida plena, es decir, de Dios.

      La segunda parte del discurso comienza refiriéndose al sufrimiento (recordemos el contexto: la celebración de los 50 años de la Facultad de Medicina).

      En unión con Cristo por la fe, entiende el Papa, se puede lograr el bien y la vida incluso en las realidades del sufrimiento y de la muerte: “En la cruz de Cristo (el hombre) reconoce el Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre”. 



La fe y el amor impulsan la investigación propiamente humana

      Por eso encontrarse con los enfermos y servirles es encontrarse con Cristo, ser instrumentos de su misericordia y manifestar su victoria: “La atención hacia quienes sufren es, por tanto, un encuentro diario con el rostro de Cristo, y la dedicación de la inteligencia y del corazón se convierte en signo de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte”.

      De esta manera –retoma Benedicto XVI el hilo de su argumento–, la búsqueda de Dios, con las dos alas de la ciencia y de la fe, “resulta fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora de auténtico humanismo, búsqueda que no se queda en la superficie”.

      Esta tarea de profundización en lo propiamente humano es muy específica de una universidad católica, “que no limita el aprendizaje a la funcionalidad de un éxito económico, sino que amplía la dimensión de su proyección, en la que el don de la inteligencia investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión sólo productivista y utilitarista de la existencia, porque el ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente’ (enc. Caritas in veritate, 34)”.

      Se puede conseguir esta meta, observa el Papa llegando a la cima de su discurso, porque “la perspectiva de la fe es interior —no superpuesta ni yuxtapuesta— a la investigación aguda y tenaz del saber”. Y porque “es precisamente el amor de Dios, que resplandece en Cristo, el que hace aguda y penetrante la mirada de la investigación y ayuda a descubrir lo que ninguna otra investigación es capaz de captar. (…) Sin amor, también la ciencia pierde su nobleza. Sólo el amor garantiza la humanidad de la investigación”.

* * *

      Se trata, en síntesis, de una propuesta nada pequeña. En el creyente, la fe ha de iluminar y fecundar desde dentro la investigación y la ciencia. El científico, también el no creyente, busca la verdad y cuenta con la razón. Si no se deja reducir, en su horizonte, por la mentalidad utilitarista y relativista, puede reconocer la racionalidad de lo creado, y, por tanto, su creador.



Dios: la gran cuestión de la fe y también de la ciencia

     La cuestión de Dios, por utilizar el lenguaje de Joseph Ratzinger, resulta así no sólo una cuestión “de religión”, sino también de razón y de ciencia. Primero, porque la sola razón puede llegar –muchos han llegado- a la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el juicio final. Por tanto el argumento de Dios no es simplemente “un argumento de religión”, ni se puede descartar como no científico. Si alguien lo piensa así, se le podría animar a preguntarse si no tiene una visión reducida de la ciencia. Segundo, porque la fe cristiana no camina “en paralelo” con la razón y la ciencia, ni tampoco las detiene o las desvía; más bien al contrario, las purifica e impulsa.

      Así, para una colaboración que sea fecunda al servicio de la humanidad, entre la fe y la ciencia, es condición, en el creyente, la valentía de la fe que le lleve a comprometerse por Dios al servicio “real” de los hombres. Y también es condición, en todos, la apertura de la razón hacia la profundidad y la altura de lo propiamente humano; la valentía de la razón y de la ciencia que permite contribuir a iluminar y aliviar el sufrimiento, bajo el impulso del amor. 



(publicado en www.religionconfidencial.com, 17-V-2012)

viernes, 11 de mayo de 2012

Formación de los laicos para la política



Cuando nos acercamos a un sínodo sobre la nueva Evangelización, conviene tener en cuenta la importancia de los fieles laicos, los “cristianos corrientes”. Ellos están llamados a participar, según su propia condición de ciudadanos y cristianos, en la nueva Evangelización. Para eso requieren una adecuada formación.

     Lo ha señalado Benedicto XVI ante un grupo de obispos estadounidenses, en el contexto de una reflexión sobre su tarea en el momento actual, concretamente para defender los principios éticos de la ley natural, como garantía de humanidad y de progreso.

     “En el corazón de cada cultura ­–afirma el Papa-, sea o no percibido, existe un consenso acerca de la naturaleza de la realidad y el bien moral, y así acerca de las condiciones para la prosperidad humana”. Pero hoy existen corrientes culturales que erosionan esos principios éticos que, junto con otros procedentes de la tradición judeocristiana y de la fe cristiana, están en las raíces de nuestra civilización. (Y esto que está dicho para Estados Unidos, sirve también para otros muchos lugares, sobre todo de Europa y de América Latina).



Claves para la felicidad y el progreso

     Respecto a los valores morales perennes, que la Iglesia propone como claves para la felicidad y el progreso, “en la medida que algunas tendencias culturales actuales contienen elementos que podrían restringir la proclamación de esas verdades, sea constriñéndolas en los límites de una racionalidad meramente científica, o suprimiéndolas en el nombre del poder político o la regla de la mayoría (esas tendencias), representan una amenaza no sólo para la fe cristiana, sino también para la humanidad misma y para la verdad profunda acerca de nuestro ser y vocación últimos, nuestra relación con Dios”.

     Notemos que no se trata de una afirmación gratuita y menos de una obsesión de los católicos, sino de un argumento de experiencia al que Benedicto XVI acude con frecuencia. “Cuando una cultura intenta suprimir la dimensión del misterio último, y cerrar las puertas a la verdad trascendente, inevitablemente se empobrece y cae presa, como vio claramente en sus últimos años Juan Pablo II, de lecturas reduccionistas y totalitarias sobre la persona humana y la naturaleza de la sociedad”. 



Justicia y razón abierta al espíritu

     En consecuencia, continúa, la Iglesia juega un papel decisivo al oponerse a esas “tendencias culturales que, sobre la base de un individualismo extremo, intentan proponer nociones de libertad separadas de la verdad moral”. Subraya el Papa actual que “nuestra tradición no habla desde la fe ciega, sino desde una perspectiva racional que vincula nuestro compromiso por la edificación de una sociedad justa, humana y próspera, con nuestra definitiva certeza de que el cosmos posee una lógica interior accesible al razonamiento humano”. Por eso la ley natural no es una amenaza a la libertad, sino más bien un “lenguaje” que nos capacita para entendernos a nosotros mismos y la verdad de nuestro bien (diríamos, como un potente ipad que nos permite contemplar y leer, en su contexto, las maravillas de los seres que nos rodean y a nosotros mismos). De esta manera la enseñanza moral no es un mensaje de constricción sino de liberación, y la base para edificar un futuro seguro.

     De ahí deduce Benedicto XVI que el testimonio de la Iglesia es por naturaleza público, y propone argumentos racionales en la plaza pública. La legítima separación entre Iglesia y Estado no debe significar que la Iglesia permanezca en silencio ante determinados temas, o que el Estado no pueda dialogar con las voces de creyentes comprometidos en la determinación de valores que configurarán el futuro de la nación. 



Libertad de los laicos en las cuestiones opinables

     En efecto. Todo ello es muy oportuno en el actual momento de debate ético sobre las cuestiones fundamentales que afectan a las personas y a la sociedad. El camino para todos sólo puede ser el respeto a la ley natural, que precisamente por ser natural está abierta a la verdad trascendente, y no cerrada en las realidades meramente empíricas y en las decisiones voluntaristas. Por otra parte, cabe recordar la libertad de los fieles laicos a la hora de mantener sus opiniones como ciudadanos: pueden tomar, y de hecho lo hacen, opciones diversas en los temas políticos, sociales y culturales, siempre que no estén en contra del lenguaje que la naturaleza imprime en la creación. Es claro que los fieles laicos no representan oficialmente a la Iglesia, por lo que ni sus opiniones ni sus actuaciones han de ser tomadas por las “opiniones de la Iglesia” o actuaciones de la Iglesia institucional. Los laicos hacen presente el misterio de la Iglesia en la sociedad civil, pero esto no les priva de su libertad en las cuestiones opinables, y no implica una uniformidad de pareceres o caminos concretos entre los católicos, tampoco por tanto entre los que se dedican a la política.

    Con este transfondo que sin duda tiene presente, Benedicto XVI considera imperativo que los católicos se opongan al “secularismo radical” que amenaza los ámbitos político y cultural. Particularmente, dice, deben oponerse a los intentos de limitar la libertad religiosa, por ejemplo negando el derecho a la objeción de conciencia por parte de personas o instituciones respecto a la cooperación con prácticas intrínsecamente malas; o también intentado “reducir la libertad religiosa a una mera libertad de culto sin garantizar el respeto a la libertad de conciencia”. 



Laicos, política y nueva evangelización

     El Papa declara la necesidad de la formación de fieles laicos dotados de un “fuerte sentido crítico” frente a estos aspectos de la cultura dominante relacionados con un “secularismo reductivo”. Y señala que la preparación de líderes laicos comprometidos y la presentación de una convincente articulación de la visión cristiana del hombre y la sociedad, aparece como una tarea primordial.

     La formación de los laicos para la política, entiende Benedicto XVI, debe considerarse como “un componente esencial de la nueva evangelización”. Por tanto ha de “configurar el enfoque y las metas de los programas catequéticos en todos los niveles” (léase: para todas las edades, no sólo para los niños y jóvenes, sino también para los adultos, y en cualquiera de los ámbitos de la formación: escuela y familia, parroquia, grupos y realidades eclesiales, etc.).

     Insiste el Papa en la formación de los laicos, especialmente los que se dedican a la política, en lo que se refiere a los grandes temas morales de nuestro tiempo: “el respeto por el don divino de la vida, la protección de la dignidad humana y la promoción de los derechos humanos auténticos”. Teniendo en cuenta la libertad en lo temporal y el respeto a una justa autonomía de la esfera secular, subraya que “no hay ningún ámbito de los asuntos humanos que pueda ser retraído del Creador y su dominio” (cf. GS 36).

     Conviene tomar nota de esta llamada de atención para la formación de los laicos, que implica a toda la comunidad cristiana, comenzando por sus pastores. Éstos deben impulsar, en efecto, una educación que prepare a todos, en concreto, para los desafíos éticos de nuestro tiempo. 




(publicado en www.cope.es, 10-V-2012)

viernes, 4 de mayo de 2012

Oración y acción


Tintoretto, Cristo en casa de Marta y María (1540-1545)

Antes es la obligación que la devoción, dice el refrán popular. Con ello suele significarse que no hay que dar prioridad a las cosas que nos agradan o que son buenas, pues primero está el cumplimiento del deber. Pero si se intenta entenderlo en sentido literal, puede confundir.

      Y confunde siempre que se piensa el deber como una “obligación”, en el sentido de un quehacer puramente humano y externo, y se entiende por “devoción” una actividad de tipo espiritual que puede o no desarrollarse, según el gusto y sensibilidad religiosa de cada uno.


El deber primero es la oración


      En realidad, el deber primero del hombre es la oración, el trato de amistad y diálogo con Dios, la piedad auténtica, base de toda devoción. Y la oración, que es ya una acción, no es sin embargo mera acción humana, sino que en ella interviene Dios, también como amigo y como interlocutor. Para los cristianos la oración, de un modo u otro, se dirige siempre al Padre, por el Hijo y en el amor del Espíritu que a los dos une y con ellos nos une: nos da unidad y vida en la Iglesia, familia de Dios al servicio del mundo. Por tanto, la relación entre oración y acción solo puede captarse en las coordenadas generales de la vida cristiana: la fe, los sacramentos, el servicio de la caridad.

      Tanto la oración como la acción (externa) son expresiones esenciales de la vida cristiana. Pero no están al mismo nivel, porque la oración, en su forma más alta de contemplación, se refiere a la finalidad de la vida cristiana: el amor a Dios que se traduce en el amor a los demás; mientras que la acción se refiere al medio para lograr ese amor. Así que es la oración (el diálogo con Dios y la contemplación de su belleza y grandeza, con la ayuda de la liturgia) la que debe impulsar a la acción. Y en la vida cristiana, gracias a la oración, que nos ayuda a discernir la voluntad de Dios y nos da las fuerzas para seguirla, todo puede convertirse en un “medio”, en un camino u ocasión para proclamar, celebrar y vivir la fe y para alcanzar la plenitud del amor.

      Además de estas razones, que podríamos llamar de antropología cristiana, hay otros motivos de orden más pedagógico, o si se quiere pastoral, para comprender la prioridad de la oración sobre la acción. 


Sin orden interior no se puede bucar el Reino de Dios

     Primero, que el Reino de Dios se difunde desde lo que san Pablo llama el “hombre interior”; es decir, desde el corazón del cristiano. “Antes” de buscarlo fuera hay que edificarlo dentro: sin orden en el espíritu, es difícil que se pueda actuar para la ordenación de la vida y del mundo al Reino de Dios.

     En segundo lugar, que como consecuencia del pecado, tanto la inteligencia como la voluntad y los afectos fácilmente se pierden o se desordenan en sus objetivos y en su orden mutuo: la luz de la fe no brilla con toda su capacidad orientativa, la voluntad puede torcerse y con ella la pureza de intención, y los sentidos reclaman una atención que puede dañar la serenidad habitual incluso de quien está unido a Dios.

      Finalmente, hay que recordar la tendencia que hay en nuestro tiempo hacia el activismo.

      Por otra parte, para asegurar la prioridad de la oración hay que estar persuadido de algunos argumentos, en la línea de que la oración fomentaría el subjetivismo, el individualismo o el egocentrismo, la falta de espontaneidad, la evasión de la realidad, o supondría un anacronismo respecto al mundo moderno. Esto no es ajeno a las diversas concepciones de la religión que hoy se difunden, también dentro del cristianismo, e incluso, en su caso, a los modos distintos (no igualmente válidos) de enfocar el apostolado cristiano.

     Pero todo ello no hace sino confirmar la necesidad de la auténtica oración, y de anteponer la oración a la acción. Pues la “actividad” más importante para el cristiano es una vida espiritual y sacramental intensa, que surge del esfuerzo por corresponder a la acción del Espíritu Santo con el “combate espiritual” personal. De esa fuente debe manar la actividad apostólica, verdadero servicio de caridad, que para la mayoría de los cristianos se desarrolla en el ambiente de la vida cotidiana: la familia, el trabajo, las relaciones sociales, culturales, etc. Ese es el camino, y no hay otro, para que la oración en la vida corriente se traduzca en anuncio y testimonio de la fe, en acción apostólica y promoción humana.


La justicia y el amor deben brotar de la oración

     De la prioridad de la oración en relación con el anuncio de la Palabra de Dios, se ocupó Benedicto XVI en la audiencia general del miércoles 25 de abril. Como punto de partida tomó el suceso que cuentan los Hechos de los Apóstoles (6, 1ss), cuando éstos decidieron no abandonar el anuncio de la fe y la predicación, sino organizar, por medio de los diáconos, la atención a personas necesitadas de asistencia y ayuda. Se trataba, según el Papa, de “dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia”; porque “la Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad”. Además hay que tener en cuenta que “la caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo” (así es, en efecto, tanto para la Iglesia-institución como para cada cristiano personalmente).

     En esta ordenación de actividades se refleja, a juicio de Benedicto XVI, lo que sucedió durante la vida pública de Jesús en casa de Marta y María, en Betania. Mientras Marta estaba abrumada con el trabajo de la casa, María escuchaba la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). Las palabras de Jesús, “… María ha elegido la mejor parte”, no significan oposición entre la oración y la actividad diaria o la caridad. Lo mismo que las de los apóstoles: “"Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch. 6,4), no significan que decidieron apartarse del servicio de caridad abnegada a todos. En ambos casos, entiende el Papa, lo que se muestra es “la prioridad que debemos darle a Dios; (…) no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación”.


Sin la oración, la acción se vacía

    En esta línea –continúa-, se manifiestan los santos (como san Agustín, san Ambrosio y san Bernardo). Precisamente porque “han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos”, han insistido en la necesidad del recogimiento interior para defenderse del activismo.

     Por eso, deduce Benedicto XVI, el pasaje de los Hechos de los Apóstoles que consideramos subraya la importancia del trabajo y del servicio a los demás, “pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza”. Y es que “sin la oración diaria fielmente vivida, nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos”. De ahí las palabras de una invocación tradicional cristiana: "Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su cumplimiento".

     Y concluye resaltando esta necesidad de anteponer la oración, particularmente para los pastores de la Iglesia: “Para los pastores esta es la primera y más valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiada. Si los pulmones de la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la vida”. Esto, sin olvidar que cuando se hace oración, incluso en el silencio de la Iglesia o en la propia habitación, “estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a Dios, de acción de gracias y de alabanzas”.


(publicado en www.analisisdigital.com, 3-V-2012)