Una de las grandes “autopistas” del Catecismo de la Iglesia Católica es la proyección, el alcance o el horizonte eclesiológico que transmite. Es decir, la conciencia de que la Iglesia es el ámbito, el hogar, por decirlo con expresión querida a Benedicto XVI, el “nosotros” de la fe.
En la perspectiva del Concilio Vaticano II
1. La Iglesia aparece, en el Catecismo de la Iglesia Católica, en la perspectiva del Concilio Vaticano II. En este Concilio, por primera vez, la Iglesia se expresaba sobre sí misma, acerca de su naturaleza y su misión. En las cuatro grandes constituciones conciliares, la Iglesia (constitución Lumen gentium) se declara situada a la escucha de la Palabra de Dios (const. Dei Verbum), centrada en la celebración de la liturgia (const. Sacrosanctum concilium) y enviada por Dios para la salvación del mundo (const. Gaudium et spes).
Al mismo tiempo, el Catecismo sitúa la fe y la vida cristiana en el marco de la Iglesia, familia de Dios. Aunque no desarrolla detenidamente esta “imagen”, la recoge en el contexto de la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, como indicando que ese Reino es también una familia:
“Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’. Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3)”.
La Iglesia, familia de Dios, y la familia cristiana
Más adelante, y precisamente al ocuparse del origen, fundación y misión de la Iglesia, el Catecismo utiliza expresiones del Concilio Vaticano II (cf. LG 2) para explicar que la Iglesia se origina en la Trinidad, que la envía para la salvación del mundo. Y en ese marco la Iglesia aparece de nuevo como familia de Dios: querida por Dios Padre, fundada y convocada por Cristo, impulsada y vivificada continuamente por el Espíritu Santo (cf. CEC 759). Por eso la Iglesia es Pueblo de Dios (Padre), Cuerpo místico de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
El ser la Iglesia “familia de Dios” se relaciona estrechamente con la familia cristiana, a la que se denomina “Iglesia doméstica” (cf. n. 1655), como para indicar que entre la Iglesia, familia de Dios, y la familia, pequeña Iglesia del hogar, debe existir un enriquecimiento mutuo. También por eso entre la familia y el Reino de Dios hay una profunda conexión: “Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: ‘El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre’ (Mt 12,49)” (Catecismo, n. 2233).
2. La Iglesia, como ha señalado Benedicto XVI, nace de la oración de Jesús, de su corazón, de la entrega de toda su vida, consumada en sacrificio por todos. La Iglesia, decían los Padres, nace del costado abierto de Jesús en la Cruz y es enviada al mundo con la fuerza del amor, que el Espíritu Santo le da en Pentecostés. Ella es nuestra madre y nuestro hogar.
El misterio grande y profundo de la Iglesia
No todos entienden la naturaleza de la Iglesia y su misión. Algunos –explicaba el Papa en el Olimpyastadion de Berlin (22-IV-2011)– miran a la Iglesia quedándose en su apariencia exterior; la consideran “únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la ‘Iglesia’. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y profundo de la Iglesia”. De esa visión no brota ya la alegría de pertenecer a esta vid: “La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la ‘Iglesia’ y los ‘ideales sobre la Iglesia’ que cada uno tiene”. Y surge la tentación de separarse de la vid, con el resultado de quedar seco y ser destinado al fuego (cf. Jn 15, 6).
Pero ella es “el don más bello de Dios”, que nos permite permanecer en la vid de Cristo, y por tanto tener luz y esperanza, seguridad y confianza (cf. ibid.).
Participar en la edificación de la Iglesia, germen de fraternidad
3. El Catecismo invita a todos los cristianos a participar en la edificación de la familia de Dios, que es la Iglesia, como germen de fraternidad universal.
Los Padres de la Iglesia, primeros grandes educadores de la “fe vivida”, explicaban que la vida cristiana consiste en la unión con Dios y con los demás, de modo que se contribuya a la “edificación de la Iglesia”, con terminología paulina.
¿Cómo tiene lugar esta edificación de la Iglesia como marco de la vida cristiana? Tomás de Aquino en su Suma Teológica apunta: “la Iglesia está constituida por la fe y los sacramentos de la fe” (S.Th, q. 74, a. 2 ad 3). Todo lo demás (la caridad, el servicio de la vida cristiana, la oración, etc.) es fruto de ellos. En otros lugares Santo Tomás especifica que la Iglesia se edifica por la fe, los sacramentos y la caridad (In III Sent, d1, q1; d19, a2).
Directamente lo dice Benedicto XVI, en su primera encíclica Deus caritas est, n. 25: “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)”. Y subraya a continuación que la caridad es tan esencial como la fe y los sacramentos.
Para edificar la Iglesia: la fe, los sacramentos y la caridad, las virtudes y los carismas
El Compendio del Catecismo afirma que la Iglesia, como templo del Espíritu Santo, es edificada por el Espíritu “en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas” (n. 159). En efecto, la fe es don que viene con la Palabra divina y se desarrolla con nuestra colaboración y con la fuerza de la gracia que se nos da en los sacramentos. Completan los dones divinos, la gracia, que sirve de base a las virtudes sobrenaturales, y los carismas: dones especiales que el Espíritu Santo concede a las personas “para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia” (n. 160).
Pues bien, la fe y los sacramentos ocupan la primera y la segunda parte del Catecismo de la Iglesia Católica y de su Compendio. Ese, y no otro, es el “bagaje” fundamental, idealmente hecho vida, con que, desde su amor a Dios, los cristianos pueden servir al mundo; así lo explica la tercera parte del Catecismo sobre la moral cristiana como vida en Cristo, que se completa con la oración en la cuarta parte, como manifestación necesaria de la vida cristiana.
Todo ello es un reflejo de lo que vivían ya los primeros cristianos: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles [la fe], a la comunión [la vida cristiana, presidida por la fraternidad], a la fracción del pan [los sacramentos] y a las oraciones” (Hch 2, 42).
En la perspectiva del Concilio Vaticano II
1. La Iglesia aparece, en el Catecismo de la Iglesia Católica, en la perspectiva del Concilio Vaticano II. En este Concilio, por primera vez, la Iglesia se expresaba sobre sí misma, acerca de su naturaleza y su misión. En las cuatro grandes constituciones conciliares, la Iglesia (constitución Lumen gentium) se declara situada a la escucha de la Palabra de Dios (const. Dei Verbum), centrada en la celebración de la liturgia (const. Sacrosanctum concilium) y enviada por Dios para la salvación del mundo (const. Gaudium et spes).
Al mismo tiempo, el Catecismo sitúa la fe y la vida cristiana en el marco de la Iglesia, familia de Dios. Aunque no desarrolla detenidamente esta “imagen”, la recoge en el contexto de la predicación de Jesús sobre el Reino de Dios, como indicando que ese Reino es también una familia:
“Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como ‘familia de Dios’. Los convoca en torno a él por su palabra, por sus señales que manifiestan el reino de Dios, por el envío de sus discípulos. Sobre todo, él realizará la venida de su Reino por medio del gran Misterio de su Pascua: su muerte en la Cruz y su Resurrección. "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32). A esta unión con Cristo están llamados todos los hombres (cf. LG 3)”.
La Iglesia, familia de Dios, y la familia cristiana
Más adelante, y precisamente al ocuparse del origen, fundación y misión de la Iglesia, el Catecismo utiliza expresiones del Concilio Vaticano II (cf. LG 2) para explicar que la Iglesia se origina en la Trinidad, que la envía para la salvación del mundo. Y en ese marco la Iglesia aparece de nuevo como familia de Dios: querida por Dios Padre, fundada y convocada por Cristo, impulsada y vivificada continuamente por el Espíritu Santo (cf. CEC 759). Por eso la Iglesia es Pueblo de Dios (Padre), Cuerpo místico de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
El ser la Iglesia “familia de Dios” se relaciona estrechamente con la familia cristiana, a la que se denomina “Iglesia doméstica” (cf. n. 1655), como para indicar que entre la Iglesia, familia de Dios, y la familia, pequeña Iglesia del hogar, debe existir un enriquecimiento mutuo. También por eso entre la familia y el Reino de Dios hay una profunda conexión: “Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir: ‘El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi madre’ (Mt 12,49)” (Catecismo, n. 2233).
2. La Iglesia, como ha señalado Benedicto XVI, nace de la oración de Jesús, de su corazón, de la entrega de toda su vida, consumada en sacrificio por todos. La Iglesia, decían los Padres, nace del costado abierto de Jesús en la Cruz y es enviada al mundo con la fuerza del amor, que el Espíritu Santo le da en Pentecostés. Ella es nuestra madre y nuestro hogar.
El misterio grande y profundo de la Iglesia
No todos entienden la naturaleza de la Iglesia y su misión. Algunos –explicaba el Papa en el Olimpyastadion de Berlin (22-IV-2011)– miran a la Iglesia quedándose en su apariencia exterior; la consideran “únicamente como una organización más en una sociedad democrática, a tenor de cuyas normas y leyes se juzga y se trata una figura tan difícil de comprender como es la ‘Iglesia’. Si a esto se añade también la experiencia dolorosa de que en la Iglesia hay peces buenos y malos, grano y cizaña, y si la mirada se fija sólo en las cosas negativas, entonces ya no se revela el misterio grande y profundo de la Iglesia”. De esa visión no brota ya la alegría de pertenecer a esta vid: “La insatisfacción y el desencanto se difunden si no se realizan las propias ideas superficiales y erróneas acerca de la ‘Iglesia’ y los ‘ideales sobre la Iglesia’ que cada uno tiene”. Y surge la tentación de separarse de la vid, con el resultado de quedar seco y ser destinado al fuego (cf. Jn 15, 6).
Pero ella es “el don más bello de Dios”, que nos permite permanecer en la vid de Cristo, y por tanto tener luz y esperanza, seguridad y confianza (cf. ibid.).
Participar en la edificación de la Iglesia, germen de fraternidad
3. El Catecismo invita a todos los cristianos a participar en la edificación de la familia de Dios, que es la Iglesia, como germen de fraternidad universal.
Los Padres de la Iglesia, primeros grandes educadores de la “fe vivida”, explicaban que la vida cristiana consiste en la unión con Dios y con los demás, de modo que se contribuya a la “edificación de la Iglesia”, con terminología paulina.
¿Cómo tiene lugar esta edificación de la Iglesia como marco de la vida cristiana? Tomás de Aquino en su Suma Teológica apunta: “la Iglesia está constituida por la fe y los sacramentos de la fe” (S.Th, q. 74, a. 2 ad 3). Todo lo demás (la caridad, el servicio de la vida cristiana, la oración, etc.) es fruto de ellos. En otros lugares Santo Tomás especifica que la Iglesia se edifica por la fe, los sacramentos y la caridad (In III Sent, d1, q1; d19, a2).
Directamente lo dice Benedicto XVI, en su primera encíclica Deus caritas est, n. 25: “La naturaleza íntima de la Iglesia se expresa en una triple tarea: anuncio de la Palabra de Dios (kerygma-martyria), celebración de los Sacramentos (leiturgia) y servicio de la caridad (diakonia)”. Y subraya a continuación que la caridad es tan esencial como la fe y los sacramentos.
Para edificar la Iglesia: la fe, los sacramentos y la caridad, las virtudes y los carismas
El Compendio del Catecismo afirma que la Iglesia, como templo del Espíritu Santo, es edificada por el Espíritu “en la caridad con la Palabra de Dios, los sacramentos, las virtudes y los carismas” (n. 159). En efecto, la fe es don que viene con la Palabra divina y se desarrolla con nuestra colaboración y con la fuerza de la gracia que se nos da en los sacramentos. Completan los dones divinos, la gracia, que sirve de base a las virtudes sobrenaturales, y los carismas: dones especiales que el Espíritu Santo concede a las personas “para las necesidades del mundo y, en particular, para la edificación de la Iglesia” (n. 160).
Pues bien, la fe y los sacramentos ocupan la primera y la segunda parte del Catecismo de la Iglesia Católica y de su Compendio. Ese, y no otro, es el “bagaje” fundamental, idealmente hecho vida, con que, desde su amor a Dios, los cristianos pueden servir al mundo; así lo explica la tercera parte del Catecismo sobre la moral cristiana como vida en Cristo, que se completa con la oración en la cuarta parte, como manifestación necesaria de la vida cristiana.
Todo ello es un reflejo de lo que vivían ya los primeros cristianos: “Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles [la fe], a la comunión [la vida cristiana, presidida por la fraternidad], a la fracción del pan [los sacramentos] y a las oraciones” (Hch 2, 42).
(publicado en www.cope.es, 25-IX-2012)
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