M. Chagall, Abraham y los tres ángeles, 1958-1960
La Trinidad está presente de modo privilegiado en el arte cristiano. Por ejemplo, los tres misteriosos personajes que se le aparecen a Abraham en la encina de Mambré (cf. Gn 18, 1-15) se han considerado en los iconos cristianos desde el siglo IV como evocadores de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
La misma escena se recoge en el célebre icono de André Rublev (s. XV) y en el de Marc Chagall a mitad del siglo XX (ver más abajo en el texto). El arte nos recuerda que la Trinidad divina ha querido comunicarse con la humanidad y se nos ha manifestado finalmente en Jesucristo. Este puede también considerarse como mensaje principal del Concilio Vaticano II.
La Trinidad, marco del Catecismo
1. Pues bien, el Catecismo de la Iglesia Católica puede verse como “Catecismo del Concilio Vaticano II”. El Catecismo fue pedido por el Sínodo de 1985 al celebrarse el vigésimo aniversario del Concilio; es fiel a los documentos del Vaticano II y se inscribe entre los textos de aplicación y correcta interpretación del Concilio. Por eso es lógico que siga los mismos cauces del Concilio Vaticano II para explicar la fe cristiana: el marco de la Trinidad, el Misterio de Cristo como centro, la proyección eclesiológica y el acento antropológico. Se trata de cuatro “autopistas”, o quizá mejor cuatro dimensiones o aspectos que atraviesan el Catecismo en sus diversas partes. Comencemos por el marco de la Trinidad.
2. La estructura del Catecismo es, en su conjunto, profundamente trinitaria. El marco de la Trinidad se dibuja ya en el punto primero del Compendio, al explicar el designio de Dios para el hombre: “Dios, infinitamente perfecto y bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para hacerle partícipe de su vida bienaventurada. En la plenitud de los tiempos, Dios Padre envió a su Hijo como Redentor y Salvador de los hombres caídos en el pecado, convocándolos en su Iglesia, y haciéndolos hijos suyos de adopción por obra del Espíritu Santo y herederos de su eterna bienaventuranza”.
Fiel a su metodología pedagógica o catequética, el Catecismo subraya que Dios se revela plena y definitivamente como amor: “Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que Él mismo es eterna comunicación de amor (Comp. 42).
Ese amor, que es su propia vida intratrinitaria, el Padre lo revela y entrega al mundo por medio del envío o “misión” del Hijo y del Espíritu Santo. Estas dos personas trinitarias son enviadas por el Padre a la historia y a la humanidad, con el fin de abrir, para cada persona humana, un cauce insospechado de participación en la vida divina.
La "misión conjunta" del Hijo y del Espíritu Santo, desde el Padre
3. El Catecismo habla de la misión conjunta del Hijo y del Espíritu (cf. n. 689). Y el Compendio explica que “la misión del Hijo y la del Espíritu son inseparables”, pues es el Espíritu Santo el que nos revela a Cristo y nos une a Él (cf. Comp., n. 137). La “misión conjunta” del Hijo y del Espíritu Santo se sigue realizando en la Iglesia, familia de Dios en el mundo, para hacer llegar a la humanidad la gracia redentora.
¿Cuándo comienza a existir esa misión doble o conjunta del Hijo y del Espíritu Santo desde el Padre? Desde el principio de los tiempos (la creación del mundo) esa misión del Hijo y del Espíritu (su Palabra y su “aliento”) está activa. Pero no se hace “visible” hasta la encarnación del Verbo. El mismo nombre de Cristo (transliteración del griego) o Mesías (del hebreo) quiere decir “ungido” por el Padre con el Espíritu Santo. Jesús no sólo promete el envío del Espíritu Santo, sino que, ante todo, Jesús “posee” el Espíritu desde el primer momento de su concepción en María.
El Evangelio según San Lucas destaca que el Espíritu está siempre con Jesús: le impulsa y le acompaña con su poder en la oración, en la predicación y en los milagros, y también en la resurrección. Así dice el Compendio: “Toda la vida y la misión de Jesús se desarrollan en una total comunión con el Espíritu Santo” (Comp., 265). El Evangelio según San Juan subraya la promesa del envío del Espíritu por parte del Padre y del Hijo (cf. Jn 16, 7 ss; 20, 22).
El día de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre los discípulos para continuar en el mundo su función de unificación amorosa que tiene ya en la vida intratrinitaria. En Pentecostés, dice el Compendio, “la misión de Cristo y del Espíritu se convierte en la misión de la Iglesia, enviada para anunciar y difundir el misterio de la comunión trinitaria” (Comp., n. 144).
Conviene notar que esta presencia de Cristo y del Espíritu Santo, enviados por Dios Padre al mundo, como “energías” que dan la vida a la Iglesia, y a cada cristiano en ella, es una de las claves más importantes del Catecismo. Y es así porque es la explicación última de la “eficacia” tanto de la evangelización como de la santidad y del apostolado en la vida personal de cada cristiano; y también, gracias a la acción de Cristo y del Espíritu Santo los cristianos pueden colaborar en la transformación del mundo, que será nueva y definitiva más allá de la historia por pura obra de Dios.
"Redescubrimiento" del Espíritu Santo
4. La presencia de la Trinidad, transversalmente en las cuatro partes de la estructura del Catecismo, se declara explícita y sintéticamente en el texto, al explicar cómo se da la relación entre Cristo y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia:
“El Espíritu Santo edifica, anima y santifica a la Iglesia; como Espíritu de Amor, devuelve a los bautizados la semejanza divina, perdida a causa del pecado, y los hace vivir en Cristo la vida misma de la Trinidad Santa. Los envía a dar testimonio de la Verdad de Cristo y los organiza en sus respectivas funciones, para que todos den ‘el fruto del Espíritu’(Ga 5, 22)” [primera parte]. “Por medio de los sacramentos, Cristo comunica su Espíritu a los miembros de su Cuerpo [segunda parte], y la gracia de Dios, que da frutos de vida nueva, según el Espíritu [tercera parte]. El Espíritu Santo, finalmente, es el Maestro de la oración” [cuarta parte].
5. Si el Espíritu Santo ha sido, en los últimos siglos para los occidentales, “el Gran Desconocido”, no lo es, desde luego para el Catecismo, que recoge la inspiración y la fuerza vital de Oriente, junto con el “redescubrimiento” del Espíritu Santo a partir del Concilio Vaticano II, con más intensidad desde los años ochenta del último siglo.
Baste recordar el libro de Y. Congar sobre “El Espíritu Santo” (Barcelona 1983), la encíclica de Juan Pablo II “Dominum et vivificantem” (Señor y dador de vida), de 1986, y el sugerente estudio del Comité para el Jubileo del año 2000, “El Espíritu del Señor”.
Cristo mandó bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. La vida cristiana es participación de la vida trinitaria. Y el Catecismo, como también hace el Credo, explica la fe cristiana como fe en Dios uno y trino.
(publicado en www.religionconfidencial, 31-VIII-2012)
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“La Trinidad de Chagall”
El cuadro de Chagall, Abraham y los tres ángeles, 1958-1960 (primero de la colección “mensaje bíblico” del museo Chagall, Niza) representa a los tres misteriosos visitantes que recibe Abraham en Mambré (cf. Gn 18, 1-15). El tema de “la hospitalidad de Abraham” (filoxenia), conocido en la iconografía bizantina, está presente en la basílica de Santa María la Mayor (Roma, s. IV) y en San Vital (Rávena, s. VI), y fue objeto del célebre icono de André Rublev (Galería Tretiakov, Moscú, s. XV), el más grande de los iconógrafos rusos. Destaca el carácter teofánico (manifestación de Dios) de esta escena en los orígenes de la Historia de la salvación.
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“La Trinidad de Chagall”
El cuadro de Chagall, Abraham y los tres ángeles, 1958-1960 (primero de la colección “mensaje bíblico” del museo Chagall, Niza) representa a los tres misteriosos visitantes que recibe Abraham en Mambré (cf. Gn 18, 1-15). El tema de “la hospitalidad de Abraham” (filoxenia), conocido en la iconografía bizantina, está presente en la basílica de Santa María la Mayor (Roma, s. IV) y en San Vital (Rávena, s. VI), y fue objeto del célebre icono de André Rublev (Galería Tretiakov, Moscú, s. XV), el más grande de los iconógrafos rusos. Destaca el carácter teofánico (manifestación de Dios) de esta escena en los orígenes de la Historia de la salvación.
Mosaicos de Santa María la Mayor (Roma, s. V) y de San Vital (Rávena, Italia, s. VI). Representan la escena de los tres ángeles que visitan a Abraham en Mambré.
Chagall sitúa a los comensales sobre un fondo rojo incadescente que evoca a la vez el calor del desierto, la ardiente emoción de Abraham y el singular espacio de libertad y de amor que se abre con la presencia resplandeciente de Dios. Él viene a “plantar su tienda” entre los hombres, y Chagall invita a que el expectador se descubra antes de entrar en terreno sagrado.
Los tres personajes (en los que la tradición cristiana ve una evocación de la Trinidad) se representan como ángeles. Como en el icono de Rublev, se miran entre sí formando una profunda unidad y sinfonía en su papel de portavoces de lo alto, y testigos del encuentro inefable entre Dios y los hombres. Aquí dos de ellos, con alas de blanco algodonoso, dan la espalda al expectador, como indicando que Dios quiere dialogar con sus amigos, pero aquí abajo no se deja ver cara a cara (cf. Ex 33, 20-23).
El ángel del centro tiene un pie desnudo y el otro calzado; también el banco de madera donde se sientan muestra una de las patas esculpida y otra no. Según los especialistas, esta imagen sigue la tradición del arte bizantino y el arte romano para expresar la unidad entre el cielo y la tierra. En el arte cristiano parecen sugerir dualidades bien presentes tanto en la tradición Bíblica como, más en general, la oriental: la fortaleza y la ternura de Cristo, el amor y la purificación, la vida y la muerte… tal vez lo divino y lo humano que se entretejen en la vida cristiana.
A diferencia del icono de Rublev, aquí están presentes Sara y Abraham, ya ancianos. Los misteriosos visitantes les anuncian, de parte de Dios, lo “imposible”: que tendrán un hijo, “en el tiempo señalado, la próxima primavera”. Y que será el origen de un pueblo grande, en el que serán bendecidos todos los pueblos de la tierra.
Abraham parece recapacitar sobre la promesa que Dios ya le había hecho: que sería padre de un pueblo más numeroso que las estrellas del cielo y las arenas del mar. Con sus brazos caídos, manifesta la disponibilidad a servir en lo que haga falta. Sobre el azul (el misterio y la memoria de Dios) de fondo de sus recuerdos, su rostro queda iluminado con toques rojo y verde (amor y esperanza), y su cabeza reluce de amarillo y oro por la gloria de la realeza que va a participar.
Si se agranda la imagen, en la parte superior se distinguen un viajero a lomos de caballería (el viaje de Abraham cuando salió “hacia la tierra que yo te mostraré”, como acaece con toda vocación, cf. Gn 12, 1), y la mano de Dios que le acompaña desde lo alto.
En la esquina superior derecha, una burbuja representa la oración de Abraham, sostenido por ángeles, en intercesión por Sodoma y Gomorra (cf. Gn 18, 23 ss).
La Trinidad aparece, en toda la escena, como vida y convivencia perfecta, comunicación plena y diálogo de amor que se abre al mundo, para hacernos participar del dinamismo de la vida divina.
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